PROYECTO PIBE LECTOR

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viernes, 24 de julio de 2009

La casa de mi abuela

La imagen es nítida: me quiero bajar corriendo del auto pero tengo que mirar primero si viene alguien porque me pueden pisar y me podría morir. Si no viene nadie salto y piso el pavimento, y ahora tengo que esquivar los charcos y la zanja que tiene esa tonalidad de verde hediondo que tanto me simpatiza. Está el auto de mi tío estacionado en el garage, así que están mis primas adentro. Tengo tantos tíos y tantas primas, que es raro que no suceda eso.

Sorteo todos los obstáculos y entro corriendo. En esta época de mi recuerdo no hay timbre ni puerta ni esperar que se abra: la vereda es naranja y la puerta está abierta de par en par, apenas cubierta por una cortina terracota muy sucia que ondea victoriosa en la siesta de la tarde. Hay un pasillo que huele a aceite de auto quemado ornado de potus y de helechos medio amarillentos, y otra puerta con cortina de plástico que no hay que sortear porque está abierta y ahí uno ya está adentro. Se ve la mesa, el aparador celeste de vidrio que nunca vi abierto y a mi abuela, mi abuelo y mi tía soltera jugando al chinchón si no había auto estacionado afuera. Si había visitas lo que se ve es el mazo de barajas sobadas sobre la mesa pero dormido, se ve a mi abuela sentada cebando mate ante una torta descomunal reventada de azúcar y nenas corriendo (mis primas) y adultos charlando (mis tíos) y siempre mi mamá. Yo en esa época la miro y no me doy cuenta de lo idéntica que es a mi abuela. Ahora lo sé porque si me imagino la cara de mi abuela la veo a mi mamá. Todavía no tiene el pelusón blanco ni usa los vestidos abotonados adelante, pero la esencia es la misma, y en este momento está seguramente ella ante una torta descomunal metiendo el cuchillo ante los ojitos acaramelados de algún nieto.

_¿Querés un té?
Ahora que lo pienso después de tantos años no estoy segura de que mi abuela me haya preguntado alguna vez si quería el té. Lo cierto es que yo me sentaba ante la mesa y a veces me ponían un almohadón tejido al crochet lleno de pelos de gata y bien calentito para que llegara a la altura correcta. Así me ancontraba ante un tazón enorme con plato y todo, blanco y con dibujitos violetas, tan hermoso que parecía como si en lugar de la casa de mi abuela estuviera en una casa de gente con mucha plata. Y quemaba, eso sí, salía humo de la taza. Había que esperar.

Yo esperaba escuchando las conversaciones de los adultos sin entender gran cosa, con mi pelo atado con cintas y mis manitos siempre un poco sucias de andar por donde no debía. Será por eso que ahora que pasaron tantos años desde los tés de mi abuela no puedo tomar café si no está hirviendo. Seguramente será por eso.

Me gustaba ir a la casa de mi abuela porque me hacía el té. Porque a veces estaban mis primas. Porque en Navidad había un arbolito gigantesco lleno de adornos. Porque a veces estaba ese señor que se reía como el motor de un citroën 12V poniéndose en marcha. Porque estaban las tortas reventadas y calentitas y podía comer toda la que quisiera. Porque mi abuela me daba bengalitas para que prendiera en Navidad a pesar de que la tradición indicaba que siempre (siempre) me quemaba los pies con la pirotecnia. Porque tocaba una campana a las 12 de la noche en Navidad, una hermosa campana de bronce que sólo sacaba para esa ocasión. Porque había una habitación cerrada en la casa a la que no se podía entrar, y ahí había un animal embalsamado que poblaba mis fantasías y las de mi hermano. Porque estaba la gata anciana. Y el almohadón.

Todo lo que vino después, la silla de ruedas de mi abuelo, el geriátrico, la tristeza de mi mamá (tan igualita, tan igualita a mi abuela), la casa reformada que ni siquiera coserva el olor porque ya no hay zanja ni puerta abierta ondeando naranjas y terracotas, todo eso y lo que resta, ahora está encerrado en la casa de mi mamá. Sobre una repisa está la campana enmudecida, que tanto ella como yo miramos con cariño a veces. Al lado de la máquina de coser, está el banquito de mimbre de mi abuela, y a las dos nos gusta sentarnos ahí un ratito a veces, también. Y yo pienso en los tés de mi abuela cuando la veo a mi mamá tan parecida, idéntica a esa señora con pelusón blanco y sonrisa desdentada y maravillosa, y escucho conmovida que me dicen que soy igualita a mi mamá y ahí pienso "ya sé, ya sé", y no sé por qué, la cortina naranja ondea en mi cabeza y pienso en cómo me recordarán mis nietos que aún no existen o en qué significará para ella, si es que algo significa, que yo la recuerde de ese modo.