PROYECTO PIBE LECTOR

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sábado, 14 de diciembre de 2013

Mi vecino

Supongo que Carlos conoce absolutamente todo de mí, pero sin imagen. Es mi vecino y su patio está separado del mío por un pardón de ladrillos finitos, colorados, antiguos, que me gusta mirar cuando me fumo algún cigarrillo con los pies apoyados en el pasto. No puede verme, yo no puedo verlo, pero nos escuchamos. Y cómo.
Seguramente Carlos sabe que mi casa tiene pulso porque está llena de voces. Está mi perrito, que ladra con desesperación cuando suena el timbre (claro, está el timbre), cuando escucha algún gato, cuando alguien se pelea, cuando mis vecinos de adelante andan por el otro patio, que a Carlos le es vedado. Está mi gata, que maúlla delicadamente porque quiere entrar y porque quiere salir, entrar y salir, entrar y salir, todo el santo día. Están los televisores, las computadoras, la música que pone mi hijo adolescente y la que produce, con sus variadas guitarras. Está la voz aguda de mi hijo chiquitito, la no menos aguda de mi hija, el vozarrón de mi marido y mi voz, apagada y tonta, pero constante, ahí, "maáaá" "queéé", todo el santo día. Están las risas, los llantos, los cánticos, las discusiones. Un mediodía común, exactamente a las 12:46, en audio, podría ser: 
"¡Vamos, hija, siempre lo mismo, ya es muy tarde, te estoy esperando!" (mi voz, sobre el volumen de Phineas y Ferb, que está bastante alto)
"AAaaaahhhhhhhh, aaaaaaaaaaaaaahhhhhh, aaaaaaaaaaaaaaaaaayyyyyyyyyy, dónde están mis zapatillassssssssssssss" (mi hija gritando desde el  piso de arriba como una desaforada)
"¡Pero será posible, siempre lo mismo, ahí voy!" (yo, haciendo ruido al subir la escalera, marcando los pasos como hacía mi papá con las chancletas cuando yo me portaba mal de chiquita y decía que me iba a dar un chancletazo, igualito, pero sin darme cuenta de que lo hago por eso)
"Aaaaaaaaaaah, grrrrrrrrrrrrrrrr, aaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhhhh, me tengo que lavar los dienteeeeeesssssss" (mi hija, que se sigue revolcando por el piso y su cama y grita como si la estuvieran chancleteando sobre los ladridos entusiasmados de nuestro perrito, que brinca abajo, arriba, al costado, multiplicado en centenares de perritos tan bonitos como molestos)
"Vamos, dale" (Yo. Portazo. Ruido de carros de mochilas que se arrastran).
Salís y, a veces, mientras das vueltas a la llave, te encontrás que justamente en ese momento está saliendo (o entrando), Carlos. Y sonreís discretamente y decís "Buen día" o lo que corresponda, porque es un perfecto desconocido el vecino, ése del que sabés que es traicionado por su joven concubina por las tardes de los jueves, que es odiado por su mamá nonagenaria, que le gusta llorar en el patio cuando tomó fernet, que es de River, que le gusta Metallica, que canta como un orangután, que es maniático de la limpieza y el orden, que es alérgico a las abejas, que toma diazepan porque bruxa cuando duerme, que trabaja en una peletería que está siempre a punto de cerrar y se desespera pensando que se quedará sin trabajo, que añora a sus hijos casados, que tienen hijos que son sus nietos y nunca ve, que le tiene miedo a la oscuridad y duerme con una luz prendida, que tiene un amigo al que ama y detesta que se llama Aníbal y, por sobre todas las cualidades que pueda llegar a tener, que es un puteador empedernido que pronuncia las P y las RR con una voz cavernosa provilegiada que hace vibrar cuanto vidrio haya en las ventanas, intermitente y religiosamente, las 14 horas al día que pasa en su casa. "Buen día", contestará cortés Carlos, y pensará asombrado qué diferente suena mi voz cuando está acompañada de mi cara, lo mismo que estaba pensando yo, mientras me alejaba entre los ruidos del carro de la mochila murmurando entre dientes a mi hija "Por qué no saludás, maleducada, mirá cómo me hacés quedar con el vecino..."

sábado, 2 de noviembre de 2013

Viejo en la vereda

 Margarita lleva ya cinco años ocultando su desperfecto. Sé exactamente la fecha porque estaba en la vereda del club cuando la vi entrar con el aviso clasificado plegado prolijamente y asomando por el borde de la vieja cartera que aún sigue usando.
Ella prefiere considerarlo así: una falla química en su cerebro, algo relacionado con líquidos y sustancias finas y delicadas imposibles de replicar mediante alquimias humanas. Le tomó tiempo interpretarlo de ese modo, porque al principio creyó que tenía que existir un tumor, algo denominado de manera temible con desinencia en noma, una entidad extraña compuesta de sebo, grasas o cera de oreja que explicara ese cambio drástico en su personalidad que la obligó a buscar la oscura biblioteca del club y convertirla en su escondite.
(En realidad no la obligó nada, ella sola tomó sus decisiones, pero para Margarita siempre fue inteligible atribuir sus cambios a fuerzas externas).
Lo que le pasa es lo siguiente: se quedó en carne viva. No literalmente (hubiera sido más fácil de ese modo); basta con que un perro callejero levante la vista ante su paso y la vea para que Margarita se sienta atravesada por el dolor más hondo del planeta. Al principio fue desconcertante: si un vendedor no le devolvía el saludo al entrar en un negocio, si un desconocido la empujaba en el apretujado devenir del tren Sarmiento, si un automovilista le gritaba que era una idiota por cruzar la calle distraída... ella quedaba sumergida en un estado lastimoso durante, por lo menos, tres semanas. Así lo supo, y apenas tuvo conciencia de ello, se organizó.
No se lo contó a nadie. Le parecía absolutamente vergonzoso poder experimentar semejante intensidad de sufrimiento cuando no había relación alguna de coherencia con las causas... ¿Qué derecho tenía a arrastrarse de dolor con el estómago como en una montaña rusa en picada de puro vértigo si existían madres a las que se les habían muerto hijos, personas que se enteraban de que padecían enfermedades incurables, gente que sin querer había ocasionado daños irreparables a sus seres queridos? ¿Qué derecho tenía ella para sufrir esa clase de pureza y cantidad inconmensurable de dolor? Ningún derecho.
Margarita se volvió hábil para disimular su inconfesable desequilibrio químico. Pasó por diferentes etapas de experimentación: negar lo que le pasaba no lo hizo desaparecer, restarle importancia lo acentuó. Redujo al máximo las posibilidades de que se desencadenara el episodio: abandonó a su novio, dejó de ver a todas sus amistades, se mudó a otra ciudad, tiró a la basura su celular, dejó de estudiar Medicina, se cortó el pelo. Afortunadamente, no había tenido tiempo para tener hijos, solía decirse ante el espejo, pasando agua fría por los ojos hinchados. Consiguió trabajo en la biblioteca del club de mi barrio y, abruptamente, su vida enmudeció.
Margarita se dedica a catalogar y clasificar con ahínco, a mano, de modo obsoleto e inservible, el material ajado y sucio que generaciones de vecinos han preferido donar al club ante el deceso de algún pariente lector. Ordena libros que pertenecieron a muertos. Nada más inofensivo. Libros que nunca nadie ya leerá. Así puede esconder sus episodios lastimosos, entre anaqueles olientes a rata y a libro viejo. Un hombre la mira con severidad en el colectivo: tres semanas de ahogados sollozos entre dos mudos tomos. La señora del mostrador parecía asombrada (¿habría escuchado algo?); recurrir a otras artimañas: una gripe, una alergia, una mala noticia recibida recientemente, un familiar enfermo... Ver cómo desalojaron a la señora que vivía debajo del puente de Liniers, cruzar su mirada de hermana gemela y entrar en un milésimo segundo simbiótico en entendimiento con ella: licencia médica de cuatro meses por la pérdida de la voz (debería haber hecho foniatría, pero esa vez quedó tendida prácticamente inerte en la cama y casi no sobrevivió).
Cuando escribo este relato, estoy sentado en mi reposera, en la vereda, en la cuadra del club donde ella trabaja ahora. Nadie me ve, a pesar de que existo. Si la pobre sospechara que la observo, que la pienso, la interpreto y la invento, entraría seguramente en uno de esos estados pavorosos que conozco tan bien y reducen cualquier vida a hojarasca. No puedo contarle nada de eso, decirle que le pasa a mucha gente, que no tiene nada de malo ni de vergonzoso, que el delicado encaje que yo supongo denomina equilibrio químico se le altera a tanta gente que la industria farmacéutica no existiría si ya hubieran encontrado la cura. Imagino que tengo la llave del club y por las noches entro. Veo su letra prolija y la imagino inventariando libros, y si no hay polvo sobre un tomo de Poe, y si falta Henry James, y si los tomos de Las Mil y Una Noches cambiaron de lugar... voy tejiendo la historia donde Margarita es protagonista (como lo fue antes Ofelia, y antes Paula, y Horacio después) y así aquieto mis propios pozos del monólogo obsesivo, le doy coherencia a lo incoherente inventando biografías tristes a la gente desconocida refugiado en la ficción, en el simulacro de ser escritor sin papel ni lapicera, desde la soledad de mi reposera, la vereda, mi silencio y los libros, desde hace ya tantos años perdido en un laberinto mental inventado por mí que ya ni me acuerdo de cómo salir, ni lo intento.


viernes, 25 de octubre de 2013

21 Hoy nos toca Cortázar


Susana, una alumna de la nocturna, contó una anécdota que me dejó pensando. Su marido había sido remisero en épocas en donde los remises eran sólo para la gente adinerada y había ido a buscar a alguien importante al aeropuerto. Mientras conducía de regreso, el pasajero le preguntó: "¿Usted sabe quién soy yo?". El buen señor lo miró por el espejito retrovisor y le dijo que no sabía. "Debe ser muy afortunado, entonces", contestó el pasajero conversador. "Yo soy Julio Cortázar".
La anécdota me fascinó, quizás por lo sencilla. Me quedé pensando en cómo se verían los rostros en la penumbra, en la posibilidad de tener a Cortázar sentado en el asiento trasero del auto y poder decirle cosas, preguntarle, darle fuego o fumar un cigarrillo con él. Me pregunté qué le hubiera dicho si hubiera estado en el lugar del conductor en ese viaje. Después de pensar mucho, creo que sólo le hubiera agradecido por haber escrito cada una de sus páginas y le hubiese contado que, por esas cosas de la vida, la gente que lo lee con fruición termina llamándolo "Julio" y queriéndolo un poquito o mucho. Y que sus historias se convierten día a día en las aulas argentinas en la llave que inaugura la experiencia con la literatura. De eso se trata el siguiente texto, de Cortázar y la experiencia de descubrir la literatura en la secundaria:

Cada año, arranca nuestro domingo por la tarde cuando comienzan las clases. Soy peugeot. Subo a la autopista y me voy embotellando. Los demás autos, los necesarios, son hostiles al principio. Observan rebosando desconfianza,  distantes y exultantes, desafiantes o indiferentes. Algunos lanzan piedritas; los futuros Taunus blancos son los primeros en interpretar las palabras cuando empezamos a leer. En las primeras horas de la mañana comienzan a decir frases erizadas de "qués" y "que"  (es culpa mía, por supuesto, sucede porque lo permito):
-¿Para qué vino?
-¿Por qué no se calla?
-¿Para qué sirve leer esto? ¿Que quiere que haga qué cosa? 
            Durante los embotellamientos, toma tiempo organizarse. La pregunta que aún siendo ya modelo antiguo no puedo responder es la de por qué no soy Taunus. No puedo serlo, simplemente. Si me resuelvo e intento ser Taunus, inmediatamente, en el milésimo segundo transcurrido entre mi decisión y el ir a aplicarla, vuelvo a ser el ingeniero. No hay caso.
-¿Por qué no es Taunus? ¡Tiene que ser Taunus!
            No sé si es porque no quiero; lo segurísimo... es que no puedo.
            La cosa es que transcurre el tiempo y, en general, los embotellamientos devienen en juegos en el subterráneo a mediados del año. Es pura rutina  relampagueante la que vamos urdiendo: la prédica sobre el tigre, la continuidad de los parques, las hormigas, cefaleas, bombones y venenos nos atraviesa y eriza la piel en momentos gloriosos que son vida cotidiana y mi mester. A la hora de la siesta ( cuando ya estamos cansados), nos ponemos el pullóver o nos corre un indio.  Cuando se hace primavera empieza el asuntito incómodo de que toco tu boca y a la hora de la sed y el hambre es otra cosa y hasta podemos dormir, porque siempre soñamos y lo que para los demás son pesadillas, para nosotros es maravilla del universo.
            Hoy nos toca Cortázar. Ahora es.
            En un embotellamiento, lleva tiempo cambiar las miradas de los otros autos en puro ojos para adentro. Es peliagudo, complicado, como si fuera otro idioma ( por ahí sería más fácil si yo fuera Taunus, lo lamento tanto). El caminito es arduo: hacerles saber que conozco sus gestos, motores, carburadores, circuitos. Que me interesan sus ruidos porque los escucho con atención,  sus costumbres y preferencias. Que lo interesante es lo que pasa en el cuento, primero explicado y luego, una vez entendido, fantaseado, imaginado, pensado y repensado.

 Cae el atardecer cuando sucede. Fue necesario tener paciencia. Si abrieron la portezuela del auto, podrán arroparse pensando en la gloria de ser boxeador y escuchar cómo suena el jazz. Si no la abrieron y permanecieron indiferentes, no podrán.

En la autopista, todo es condicional y matizado de "quizás". Lo único inexorable es el transcurrir del tiempo.
En diciembre el camino se despeja, aceleramos por fin, atravesamos el puente, nos perdemos de vista. Dejamos el lugar fantástico y nos vamos al otro, donde no soy peugeot viejo sino andá a saber qué cosa familiar polvorienta y multiuso. Los que leyeron llevan historias indelebles en su corazón, los demás quizás vuelvan algún día a buscarlas. Cada uno termina en su casa, donde está el armario con los conejitos escondidos y el axolotl. Por mi parte, me dedico a descansar mientras cargo el combustible para volver a embotellarme al año siguiente: así es mi árbol mondrianesco; soy cuidadosa al seguir las instrucciones. Eso sí, tienen razón los que me acusan de esperar imposibles: durante las vacaciones dejo en la biblioteca linternas, abrigos y paraguas, no sea que a algún pobre diablo se le ocurra seguir leyendo, se meta y no pueda, con ese clima y la luz apagada.