PROYECTO PIBE LECTOR

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viernes, 21 de agosto de 2015

Qué hacer en caso de pibe que rebota

Este relato fue publicado en: http://blogs.infobae.com/proyecto-lector/2014/07/11/que-hacer-en-caso-de-pibe-que-rebota/

14. Qué hacer en caso de pibe que rebota

Folleto informativo hallado en la sala de espera de una salita de primeros auxilios

INTRODUCCIÓN:
Existen los pibes que rebotan.
Algunos tienen la suerte de nacer en el seno de familias amorosas y atentas, que detectarán de inmediato que su niñito no deja de rebotar y lo abrazarán fuertemente, le darán té de tilo, lo llevarán a practicar básquet, a estudiar batería, a la iglesia o al pediatra. La familia en primer lugar y, luego, las señoritas, los profesores, los especialistas, harán las veces, para él, de suave y elástica red contenedora, juntos, unidos, acompañando su crecimiento. Para ellos, el futuro será más que promisorio. Serán eximios artistas, deportistas, profesionales exitosos, escalarán el Everest. Esos jovencitos no nos preocupan en absoluto.
Otros pibes no tendrán esa suerte. A pesar de que el sentido común indique que todas las familias son amorosas y atentas, en la realidad eso no sucede. El niño, entonces, no dejará de rebotar; como si fuera el pato Lucas, dará tumbos para el deleite de sus espectadores y desesperación de los adultos transitoriamente responsables. Lo hará entre redes improvisadas, nada elásticas ni suaves, o sin red.
Nota: Cabe destacar que, como no todo es blanco ni negro, en el medio existe una serie de matices que ayudará o entorpecerá la situación de los rebotes. 

CARACTERÍSTICAS:
Los pibes que rebotan suelen hacerlo de la misma manera.
Si están en la calle, andarán en moto, en bicicleta, skate, rollers o corriendo, según las posibilidades económicas de su familia, a la mayor velocidad que puedan.
Si están dentro de un espacio cerrado, sea cual sea la situación y el contexto (1), se arrojarán contra las paredes del lugar, mobiliario o seres vivientes, se pararán de manos, harán abdominales, lagartijas, imitarán a un cachorro desenfrenado y hambriento, dando tumbos y acompañando sus movimientos desacompasados con gritos estridentes y risotadas destempladas.
Como suelen accidentarse en su andar atropellado, andan cubiertos de cicatrices, que varían en magnitud e intensidad. A esas heridas suelen sumarse las que obtienen cuando alguien con poca tolerancia (o impotencia) los agarra bien a trompadas, justificando su actuar en el saludable objetivo de que dejen de rebotar.
Son delgados, finitos, les gusta mostrar sus costillas, panzas, el elástico de los calzoncillos. Esta clase de pibes adora exhibir sus cortes, raspones y moretones. Se levantan la ropa, se bajan o arremangan los pantalones con la naturalidad de un lactante, sin pudor ni permiso, ante la mirada escandalizada de todo quien padece los rebotes.
Para comunicarse, comúnmente usan latiguillos. Sin embargo, esta pobreza de vocabulario es aparente, ya que los pibes que rebotan poseen un rico y variado repertorio del que harán gala en el caso de que se tenga un grano en la nariz, un lunar peludo, un ligero estrabismo, las raíces del pelo sin teñir, la sombra de un incipiente bigote, el cierre bajo, una mancha sospechosa en la parte trasera del pantalón … El pibe describirá y adjetivará a los gritos, dejando nuestro defecto expuesto, fosforescente, refulgente e inocultable para toda la eternidad.
Es fácil identificarlos; mencionar otras señas carece de sentido. A los diez minutos de haber ingresado en un espacio físico donde hay un pibe que rebota, uno lo detectará. A los treinta minutos, deseará no haber ido a ese lugar. A la hora, la situación será tan insoportable que deberá tomar medidas acerca de la misma: marcharse, gritar, simular una descompostura, iniciar un incendio. Si debe tolerar esto durante meses o años, no le quedará otro camino que la meditación, la terapia, el yoga o las flores de bach. Porque estos pibes, cuando están sin red, no descansan. No hay forma humana en el universo de lograr que se queden quietos y se dejen de… rebotar. A medida que pasan los años, si sobreviven, el peso de la realidad hará que poco a poco se vayan quedando mustios, pero ya no serán pibes, será demasiado tarde para ayudar.
(1) Los pibes que rebotan sin red lo hacen en el cine, en un casamiento, en un bautismo, en la ceremonia de asunción de un presidente, en el acto del 9 de julio, en un velorio, durante una cirugía odontológica, etc.

CONCLUSIÓN:
Los pibes que rebotan sin red, o con red precaria, muchas veces tienen “conclusiones” y terminan en esta salita. Se queman, se cortan, se lastiman, se meten en problemas graves o gravísimos, lastiman a los demás, se ven envueltos en calamidades que ni ganas dan de ponerse a contar. Arriesgan su vida a cada momento y pueden morir. Ninguna gracia causa cuando esto sucede: ahí es cuando los adultos toman conciencia de que han cometido un irreparable error y que estos chicos no se parecen ni remotamente al pato Lucas, que es un dibujito animado y si se rompe la cabeza, no pasa nada. Porque lo de rebotar es una metáfora desesperada, un intento de descripción emitido como un pedido de auxilio. En caso de pibe que rebota, lo primero que hay que hacer es recordarle a los papás que los pibes no rebotan, porque son pibes. Y si el que está leyendo el presente informe es el padre de uno de ellos, sí… del mocosito de pequitas y peinado con copete, es hora de dejar de hacerse el chancho rengo, ¿no le parece? Digo, antes que sea demasiado tarde. Con cambiar a la criatura de colegio a cada rato no se soluciona nada, estimado señor. Los vecinos del barrio no aguantan más. Podría parar de echarle el fardo a las pobres señoritas y a nosotras, las enfermeras, que aunque parezcamos de fierro somos personas como usted, y hacerse cargo de cuidar al nene, quererlo, ayudarlo y educarlo, cosas que, aunque parezcan tan naturales, a los adultos, se les suele olvidar tan seguido que necesitan que se las recuerden mediante un folleto.

lunes, 10 de agosto de 2015

La Isla del Alumno Autodidacta

Este relato fue publicado en dos partes en: http://blogs.infobae.com/proyecto-lector/2014/06/27/la-isla-del-alumno-autodidacta-parte-1/
y en: http://blogs.infobae.com/proyecto-lector/2014/07/04/la-isla-del-alumno-autodidacta-parte-2/


13. La Isla del Alumno Autodidacta


Primera Parte.
Hace más o menos diez años, un excéntrico multimillonario al que llamaremos “X” notó con disgusto que los empleados de su empresa no trabajaban con el ahínco que esperaba. Contrató un equipo de especialistas para averiguar la causa de semejante desidia y, entre las posibles razones que ellos encontraron, una le pareció la culpable por sobre las demás: todos los empleados haraganes tenían hijos adolescentes. El adinerado señor tenía motivos personales para creer que ésa era la clave: su hijo de 13 años lo tenía angustiado, mareado y desvelado. “La piel de Judas”, pensó al recordarlo. Y contrató un doctor especialista en educación, entonces.
Como llegado a este punto, al señor X le dio fiaca continuar involucrándose en la investigación que él mismo había iniciado, puso una considerable suma de dinero en las manos del erudito, le encargó que incluyera a su propio hijo en el proyecto y se olvidó por un tiempo del asunto.
El doctor sabio vio la posibilidad de llevar a la práctica una de sus teorías. Compró una pequeña isla y convenció a los empleados del señor X de que le entregaran a sus hijos para realizar una experiencia revolucionaria y educativa allí. Fundó desde su escritorio la  ”Isla del alumno autodidacta”, basada en el sencillo principio de la “autoeducación autodidacta por medio de las tecnologías modernas”. La idea era vieja, pero engalanada con dinero y artefactos de última generación, parecía acertada. Todos sabían, ya en esa época, que la escuela tradicional era algo obsoleto. Y todos (menos el sabio, que no tenía hijos ni sobrinos y se sentía incómodo con los adolescentes, hecho por el cual los evitaba desde su propia, dolorosa y olvidable adolescencia) estaban en la misma situación inconfesable: no sabían qué hacer con sus hijos. Así que aplaudieron unánimemente las ideas del doctorcito, que muy impresionado hasta él mismo con su oratoria, su valor y su eficacia, logró sin tener la necesidad de viajar que en tiempo récord el edificio estuviera abierto para los educandos autodidactas, que comenzaron a deambular libremente por allí, conectados a sus músicas, juegos y aparatos.
El proyecto fue mutando: no por nada era una experiencia piloto, y el sabio estaba dispuesto a ser indulgente consigo mismo. El primer mes contrató un ejército de docentes especializados, elegidos estrictamente entre los mejores de sus respectivas áreas. Su función era estar ahí, al alcance de la mano del educando, por así decirlo, en caso de que éste tuviera una pregunta o necesitara orientación para algo. Se suponía que los jóvenes poseían innatamente la curiosidad y la avidez por el conocimiento que caracterizan a los seres humanos, así que ¿por qué no esperar de ellos preguntas más o menos funcionales, en el período de su autoinstrucción? Un equipo de nutricionistas se encargaba de la alimentación en la isla, había campos de deportes equipados profusamente y un gimnasio digno de un hotel de lujo. Todo estaba preparado para que las cosas anduvieran sobre rieles. El hijo del señor X había abandonado su prestigioso colegio privado y estaba ahí, en un ejemplo increíble de justicia e igualdad social (el sabio sentía un nudo en la garganta cuando pronunciaba esa frase y se le ponía la piel de gallina de la inmensa emoción). Y agregaba la pregunta retórica, dejada para el final:  ¿Qué podía tener de malo la autoeducación? Los más grandes sabios de la historia de la humanidad fueron autodidactas.
Las cosas cambiaron un poco cuando terminó el primer trimestre. Un equipo de docentes enviado por el Ministerio de Educación del país donde vivían los papás de los niños, el sabio y el olvidadizo señor X, viajó a la isla para realizar la evaluación parcial de los aprendizajes realizados por los chicos. Era la única condición que le habían puesto a la experiencia piloto para otorgar certificados oficiales y reconocer su validez.
En la isla no importaban la edad ni los conocimientos previos de los educandos. La única normativa era que los docentes no debían inmiscuirse ni molestar a los alumnos mientras se autoeducaban. La tecnología disponible tenía en los escritorios de sus pantallas las orientaciones mínimas, los gérmenes del conocimiento, lo que los docentes tradicionales llaman “contenidos mínimos obligatorios”. Se esperaba que los jóvenes construyeran sus propios valores, se edificaran como ciudadanos, multiplicaran sus capacidades, sintieran nacer, crecer y desarrollar sus inquietudes mediante la manipulación de las máquinas. Internet evacuaría las dudas, brindaría las herramientas. Internet, hace diez años, ya era la biblioteca madre de las bibliotecas, la videoteca de las videotecas. Allí figuran los contenidos que un ser humano puede imaginar, ahí, al alcance de la vista de cualquiera. (El sabio, cuando pronunciaba esta frase sobre internet, se conmovía con su propia oratoria y sus ojos se humedecían de entusiasmo). Además, los docentes cobraban su sueldo igual, fueran o no solicitados sus servicios. ¿Qué podía salir mal?
En teoría, si a los 13 años un chico lograba demostrar ante los evaluadores del Ministerio de Educación que estaba capacitado, podría ingresar en la universidad, ¿por qué no? Y si tardaba más en adquirir los conocimientos, hasta los 18 años, por ejemplo… ¿cuál era el problema? Los tiempos de cada individuo son diferentes, y en la isla, la individualidad de los jóvenes se respetaba por sobre todas las cosas. Y ni hablar del ocio creativo y sus beneficios. Ni hablar.
En la práctica, esto fue lo que sucedió:
CONTINUARÁ (y finalizará) LA PRÓXIMA SEMANA
 Comentarios de la publicación de la Primera Parte:
Yésica (inició sesión en messenger): ¿Desde cuándo estas notas van divididas en partes? Yo te digo cómo termina: bien, los pibes no son ningunos giles.
Jorge (comentarista destacado): Yésica, vos sola en el universo debés usar messenger. Este artículo es pura sanata, si hubiera existido la isla esa ya nos hubiéramos enterado, si yo leo este diario todos los días y no sé nada. Además, ¿por qué le pone X la mina esta al tipo? Siempre protegiendo a los poderosos que se la mandan.
 María: ¡Qué lindo, el cuentito! ¡Siempre escribís cosas lindas, nene!
Jorge (comentarista destacado): María, andate al carajo.
Juan: $$$$#”&%&//()&&&
Pedro: ¡Ni el PAPA nos va a salvar!
Segunda parte (Final):
La comisión del Ministerio volvió con el ceño arrugado y un visible malestar. Todos los jóvenes se habían negado rotundamente a realizar las pruebas que ellos les habían entregado. Algunos habían roto los papeles, los habían pisoteado, se habían enojado. Otros, después de escribir sus nombres en las hojas, ante la insistencia inusitada de los profesores desconocidos, habían garabateado frases como: “No ago la prueva por que no tengo la gana”. Junto a los evaluadores, la mitad de los docentes de la isla volvió al continente y presentó su renuncia. El señor X no emitió comentario alguno, pero mandó a buscar a su hijo y lo internó en un colegio más privado y prestigioso que el anterior a la experiencia isleña. El sabio leyó de reojo en uno de los informes: “Ningún alumno de la isla formuló preguntas o requirió los servicios del plantel docente”. Vio, entre puntos luminosos, desfilar  frases sueltas: “Jamás me sentí tan humillado”,“Vejado”“Frustrado”“Como si yo no existiera”… “Insultado en mi dignidad de maestro”. No leyó lo demás. Le pareció una injuria innecesaria.
A pesar de que ninguno de los chicos aprobó prueba oficial alguna, con la excepción de X, los padres no tuvieron objeciones. X no había dicho nada, así que “el que calla, otorga”, pensó el sabio, quizás tuviese razones personales para privar a su hijo de la experiencia isleña. No se desesperó. Los empleados de la empresa veían a sus hijos cuando lo deseaban mediante un sistema de video cerrado, hablaban o chateaban con ellos a diario. Algunos habían hecho apuestas sobre el hijo de quién aprobaría las pruebas antes. El rendimiento de los empleados había mejorado notablemente; el señor X estaba conforme y continuaba aportando el dinero para el proyecto.
El erudito escribió seis libros sobre la experiencia autodidacta, omitiendo los incómodos (por el momento, esperaba internamente), resultados e informes docentes. Elevó la velocidad de internet en la isla y autorizó la apertura de un local de comidas rápidas, a pedido de los chicos, que “merecían” ese incentivo. Escribió sobre los enormes potenciales de los jovencitos, olvidando que no los conocía, que no tenía la menor idea de lo que esos mismos jovencitos estaban haciendo allá lejos, sin las caricias de sus padres, sin la palabra atenta de sus docentes, solitarios en la escuela que no era escuela. Pequeñas islas adentro de una isla.
Así llegó otro año, pasó otro, pasaron otros. En el escritorio del sabio hubo más informes, que decían exactamente lo mismo que los anteriores. Tenía que ser un error. Era evidente que no podía ser cierto. Los padres estaban contentos, el señor X no había recordado el asunto, los chicos no mostraban señales de querer volver, ningún accidente había ocurrido, los libros sobre la isla eran best seller y el sabio estaba a punto de presentar su candidatura como Ministro de Educación en el continente. Bastaba con ignorar los papeles… o eso pensaba el erudito. Porque la vida tiene vericuetos impredecibles.
El señor X falleció. Así, de improviso, como suele suceder esa circunstancia. Su joven heredero, al revisar cuentas, consideró que la suma de dinero destinada a la educación isleña que se brindaba a los empleados era una cantidad exorbitante y aranceló la famosa escuela. Sabía a qué atenerse: había estado en la isla y realizado la experiencia. En su privado y prestigioso instituto había tenido que estudiar como nunca para recuperar el tiempo que había pasado sin hacer nada allí. Si lo hubiera deseado, el joven muchacho ex isleño hubiera podido derribar de un plumazo los trece best sellers sobre educación autodidacta del nefasto sabio. Pero había heredado no sólo la empresa, sino la fiaca del temperamento de su padre. “Que haga la suya”, pensó, “a los que tenemos la plata, a los que manejamos las marionetas, no nos viene mal la carne de cañón”. No por nada lo llamaba cuando pibe “la piel de Judas” el papá. Una joyita, la moral del nene.
El erudito, el año que se privatizó el proyecto, de pura indignación, escribió su libro número catorce. Fue tan exitoso como los anteriores, hecho que motivó que estuviera muy ocupado el día que regresaron los originales jóvenes autodidactas de la isla (los padres de estos chicos eran empleados y no podían pagar cuotas elevadas en escuelas ubicadas en islas exóticas). Estaba de gira, dando conferencias sobre la educación autodidacta, por esa razón no ocupó el lugar de honor que le habían reservado en la ceremonia de bienvenida. Las teorías del sabio eran consideradas revolucionarias; ni siquiera él había pensado que los fracasos en las evaluaciones de los jóvenes podían ir en contra de su éxito editorial y promisorio futuro como político. Los padres estaban contentos; abrazaban a sus azorados hijos, les decían “qué bueno verte en carne y hueso”, “cómo creciste”, “ya tenés más barba que yo” y frases por el estilo. Las habitaciones de los niños, convertidas durante su ausencia en otras cosas, volvieron a ser habitaciones. Los chicos, contra absolutamente todo lo que esperaban los resentidos docentes que habían renunciado al proyecto (que eran los únicos que esperaban algo malo, en realidad, de puro anticuados y malvados, al parecer), se insertaron en sus antiguas escuelas tradicionales, con o sin sus antiguos compañeros, como si nada. Eso sí, volvieron a fracasar en las pruebas de las comisiones evaluadoras. Pero como eso le pasaba a la mayoría, nadie pareció atribuirlo a la experiencia isleña ni emitió comentario alguno.
Arancelada, paulatinamente la escuela de la isla se transformó en exclusiva, original y tradicional escuela. Los papás pagaban sus cuotas, por lo tanto, se inmiscuían y pretendían que los hijos estudiaran y aprendieran. No sólo lo pretendían, lo exigían: querían una es-cue-la. Con profesores, trabajos prácticos, deportes, plástica, música y pruebas orales y escritas. Y certificados oficiales.
El otro cambio se produjo en la empresa del difunto X, donde el joven heredero dejó de contratar adultos jóvenes y prefirió los adultos mayores, sin hijos. Y cuando el erudito sabio se suicidó luego de perder en las elecciones (un desgraciado y resentido ex docente de la isla había publicado informes sobre los rendimientos académicos de los chicos en un diario opositor, con un éxito demoledor para las teorías autodidactas), envió una corona de flores con el nombre de la empresa de su padre a la casa velatoria. Si algo había aprendido en la escuela, era a tener buenos modales. En la utópica y ridícula isla del alumno autodidacta no, ahí no había aprendido absolutamente nada, en la escuela verdadera. En la escuela. Es-cue-la.

FIN
 Comentarios correspondientes a la publicación de la segunda parte:
Yésica (inició sesión en messenger): Esperé una semana para leer el final de esto y les digo VIERON QUE YO TENÍA RAZÓN, NINGUNOS GILES LOS PIBES.
José (comentarista destacado): Yésica, vos sí que estás al cuete.
Matías (comentarista estrella) : ¡Ese sabio se merece la ORCA por desgraciado!
Yésica (inició sesión en messenger): ¡Con delfines, con delfines!

Qué hacer en caso de armas

Este texto fue publicado en: http://blogs.infobae.com/proyecto-lector/2014/06/20/que-hacer-en-caso-de-armas/
12. Qué hacer en caso de armas
El siguiente instructivo es el “Protocolo a seguir en caso de presencia de armas en el aula” de la Isla del Alumno Autodidacta:
Imagen: Mix by Whiteout
A continuación, se explicitan los pasos a seguir obligatoriamente por el personal docente para cada caso ejemplificado: (nota: En el Anexo III pueden verse los pósters desplegables para cada uno de ellos)
. El alumno/a ha sacado una ametralladora de su mochila, un fusil FAL o algo que puede ser, presumiblemente, un arma láser antiaérea:
a) Controle sus nervios. Recuerde: usted es un/a docente. En el caso de que experimente ganas de gritar como un desesperado, de salir corriendo del aula gritando “auxilio”, desmayarse o cualquier reacción inapropiada para la situación, diríjase inmediatamente a un rincón del aula y cuente hasta diez. Únicamente se considerará legítimo que levante la voz para llamar a otro adulto perteneciente a la institución, ya que no es conveniente permanecer a solas con los educandos en estos casos. El otro adulto, preferentemente un auxiliar por su general robustez, podrá abofetearlo/a para hacerlo entrar en razón si padece una crisis nerviosa, pero ocultando el golpe tras un pañuelito de papel, para que los alumnos no se impresionen por la escena violenta, y evitando el ruido del golpe, ya que lo auditivo también puede afectarlos.
b) En el caso de que el alumno/a haya esperado que usted regrese sin asesinar ni herir a nadie, pídale que apunte el arma hacia el piso y se la entregue. Recuerde: las armas las carga el diablo. Aunque el alumno crea que es de juguete y sea incapaz, por su condición de alumno, de comprender la peligrosidad de este tipo de objetos, proceda como si se estuviera corriendo un peligro realmente. Usted debe preservar la integridad física y mental de los alumnos por sobre todas las cosas, no lo olvide.
c) En el caso de que el alumno/a  la/lo mande a freír churros con alguna frase o palabra intempestiva, recuerde: el educando no reconoce la diferencia entre el lenguaje formal e informal, usted es responsable de enseñársela. No importa que nuestro objetivo en la Isla sea el del “alumno autodidacta”: sabemos que eso es utópico y contradictorio, pero lo llevamos adelante igual. No se ofenda por lo que le ha dicho: continúe centrando su atención en el arma y pídale que apunte hacia una mochila, una biblioteca, o hacia algún mueble, total, en el estado en que seguramente se deben encontrar, mucho mal no va a ocasionarse si se escapa algún disparo en forma accidental o adrede.
d) En el caso de que el alumno/a  se niegue a entregar nada, insulte, se muestre enojado o poseído por algún sentimiento de furia, y usted perciba que existe realmente el peligro de que alguien resulte muerto o herido, proceda en la forma siguiente: 
1. Párese delante del arma.
2. Apoye su pecho de docente contra el cañón del arma.
3. Apoye su dedo sobre el dedo del educando que está sobre el gatillo, evitando cualquier otro contacto que el indispensable para esta situación, ya que podrá ser considerado un abuso de su parte cualquier roce o tocamiento con el menor.
4. Inmólese por el bien del grupo, indicándole antes al resto de los educandos que abandone el aula en silencio y ordenadamente.
NOTA: Repita los pasos 1 a 4 para los casos de cuchillos, punzones, compases, bisturíes, botellas rotas, agujas, tijeras, palos afilados, flechas (estén o no envenenadas), trinchetas, etc.

Recuerde: los alumnos no son conscientes de lo que hacen por el mero hecho de ser alumnos, independientemente de lo que estén por hacer o hayan hecho. Usted tiene la absoluta culpa de todo lo que ellos puedan hacer o dejar de hacer.
Si usted resulta herido: Se llamará una ambulancia para que lo lleven al correspondiente nosocomio continental (la Isla del Alumno Autodidacta no cuenta con servicios médicos para el personal docente).
Y si resulta muerto: Y bueno. Usted se la buscó. ¿Por qué no lo pensó bien y se puso un kiosquito, en lugar de dedicarse a esta profesión tan mal vista por la sociedad? ¿Quién lo mandó a creer que se puede enseñar a ser autodidacta en una isla? ¿eh?

sábado, 8 de agosto de 2015

Un ángel es

Este relato fue publicado en: http://blogs.infobae.com/proyecto-lector/2014/06/13/un-angel-es/


11. Un ángel es
(fantasía en un acto)
en memoria de Ángeles

  Habitación de adolescente. Ella, en la cama, durmiendo. Comienza a sonar la música. El volumen es alto. Despierta. No mueve sus labios, pero se oye su voz claramente, sobre la música. 
detalle de obra de Rembrandt
 Me levanto de un salto y me pongo las zapatillas, ya, ya; están atadas para hacer todo rápido y esa parte es un santiamén. Veo gotas pequeñitas, sospechosas, en una de las baldosas; la silueta de mi pie se recorta sobre lo mojado y me viene luminosa la oscura certeza: el perro me arruinó las zapatillas… Asqueroso. ¿Y ahora, qué hago? Hago como que no importa, si no hay nada que hacer.
 Se mira rápidamente en el espejo. Se coloca una mochila. Acomoda sus auriculares.
Ya me puse todo y mientras cierro con llave me acuerdo de la campera con pielcita en la capucha que tiene Raquel. La odio, la odio, la tiene tan fácil, a ella le compran y yo puro perro, perro inmundo. Igual es mejor que cualquier camperita; yo quiero a mi perro y él me quiere a mí.
 Sale de su departamento y camina rápidamente por el pasillo, hacia la puerta de entrada del edificio. Pasa por adelante del portero, que mueve los labios. Sale.
   Portero baboso. Siempre lo mismo. Ya está, ya salí, me sacudo las babas que me dejó pegadas; podría ser mi abuelo, qué asco son los viejos, “buen día, preciosura”, susurrado, indecente… Sabe que no me queda otra y se pone día tras día, ahí.
 Apagón. Abruptamente se interrumpe la música. Silencio absoluto. Se oye la voz del portero, repitiendo en eco: “Si te agarro te parto, nena, te parto, nena, te parto, nena”.
Luz repentina. Calle desierta, oscura, atemorizante. Continúa la música, siempre con el mismo volumen alto. Ella camina resueltamente. Se vuelve a oír su voz. 
   Me pego contra la pared porque sé que hay un tipo que duerme en esa puerta, está, está, no está, qué alivio me da, faltan pocas cuadras, ya voy a llegar.
 Apagón. Abruptamente se interrumpe la música. Se oye la voz del ciruja, que sueña placenteramente desde el contenedor de basura que en este momento ella roza con sus dedos, descuidada, al caminar. Está cantando el arrorró, porque en su sueño, arrulla a un cachorrito que tuvo cuando niñito.
Continúa la música, ensordecedora. Ella sigue caminando por  veredas solitarias, inhóspitas. A lo lejos, se acerca otra adolescente. In crescendo, se oye una música diferente, que se mezcla con la melodía que se escucha desde el principio. Se vuelve a oír su voz.
 Zapatillas hediondas, nada que hacer. Ahí viene una sola, ¿me animo?, ¿me animo? Parecen lindas, sería tan fácil si mi cuerpo fuera un cuerpo… aplastarla de sorpresa contra la pared; penumbra solitaria de la madrugada, codo contra el cuello, ahí, tomá, tomá dos veces, como me hiceron el año pasado, dame todo, dame todo, tomá de nuevo otra vez.
 La otra adolescente pasa caminando. A medida que se aleja, se difumina la melodía que la acompañó en su pasar. A pesar del alto volumen de la música original, que se aleje la otra melodía es un alivio. Se oye claramente la voz de la chica. 
 Ya pasó, ya se fue. Si es pensado, no es malo, sólo es idea y nadie puede saber.
 Apagón. Abruptamente se hace silencio. La joven pasa ante una casa antigua. Se ve una luz por debajo de la puerta. Se adivina en esa luz, una silueta. Se oye la voz de una vieja, que dice, repitiendo en eco: “Ahí estás, puntual, ángel hermoso, te vigilo, te cuido, te acompaño con mis ojos, yo rezo por vos, rezo, rezo por vos, un ángel es, ángel sos, en las madrugadas,  un ángel es, caminando, caminando, caminando”.
Continúa la música, que va subiendo el volumen para el gran final,  ensordecedora,  insoportable. La chica sigue su camino, esta vez,  acercándose a la puerta de un edificio que parece una escuela. La voz, sobre la música desmesurada, va subiendo el tono y se convierte en gritos desaforados, a pesar de que la jovencita continúa caminando tranquilamente hasta entrar en el nuevo edificio y desaparecer. 
  Darle con el codo a la de zapatillas limpias delante de un ciruja que duerme y hoy no estaba, escupir la lamparita de la casa de la vieja que sé que me está espiando por las hendijas de la persiana, meterle diez piñas a la que me robó sin importarle que yo estaba en la primaria, veinte patadas, tramontina, romper toda la vereda, gritarle a la vieja chismosa para que se muera del susto, arrancarme los pelos, patalear como loca, quedarme descalza porque el perro se meó en mis zapatillas y no tengo otras… Mientras no me anime a nada y sea soñar despierta, seguro voy al cielo. Lindo imaginar, te deja en los labios saborcito del sueño, se hace amable la caminata y ya llegué, apago ahora mis auriculares y por fin, entro.
 Abrupto silencio. Apagón.

Fin

"El momento en que te hiciste mujer"

Este relato fue publicado en: http://blogs.infobae.com/proyecto-lector/2014/06/06/el-momento-en-que-te-hiciste-mujer/
10. "El momento en que te hiciste mujer"
ilustración de Aylén Giraudo

El juego consistía en formular preguntas en papelitos, arrugarlos y luego ir sacando de a uno, fingir sorpresa y escribir brevemente, contestando “la verdad”.  ”¿Cuál fue el momento más terrible de tu vida?”, “¿Tu mayor miedo?”, “¿Tu deseo más secreto?”; pasaban las frasecitas y matábamos el aburrimiento entre chicas, durante las horas libres en la nocturna. “El momento en que te hiciste mujer”. Nos habíamos reído, pudorosas. No recuerdo a quién le tocó contestar. La jornada finalizó como todas, pero entre las hojas que quedaron sobre mi mesa apareció una con el siguiente relato, escrito con caligrafía extraña. Si es verídico, hasta ahora no lo he podido saber (de lo que tengo certeza es que ninguna de las presentes lo hubiera escrito de esa manera). Transcribo la historia; la he corregido apenas ( han pasado tantos años que no creo cometer una indiscreción al publicarla):

“Cuando estaba en tercer año de la primaria, me enfermé gravemente. En la escuela pidieron explicaciones y certificados médicos; no hubo manera de ocultar que había pescado un virus raro en un avión. Se armó un escándalo considerable cuando las señoritas se enteraron de mis viajes, y terminé de buenas a primeras en otra institución. Según mis recuerdos, asustada ante el enojo de mi mamá, prometí guardar nuestro secreto.
En esa época no me importaba mucho: diferentes lugares, diferentes compañeras. Yo pensaba que era normal, que todos tenían valijas y bolsos, se subían a aviones, la gente nunca llegaba a conocerse del todo. Las personas eran buenas. Si me sentía sola, bastaba con preguntarle a alguna chica: “¿Querés ser mi amiga?”. La amistad duraba un rato de plaza o de conversación sobre ropita de muñecas y nada rompía la armonía de estar siempre atravesando algo… de estar en proceso, en tránsito, llegando a algún lugar.
La maestra de quinto se dio cuenta. Ella era más atrevida, más curiosa que las demás. Leyó con atención uno de mis trabajos prácticos y afirmó en voz alta que era un hermoso hotel el de mi descripción. Entré como un caballo. Dije: “Sí, es el de España”. Por primera vez tomé conciencia de que lo único que conocía de ese país, era el hotel. El mismo, catorce veces (infinitas, para mí).
_ ¿Y te gustó la comida de allá?
_ ¿Hacía frío?
_¿Cómo andaban vestidas las chicas por la calle?
_¿Fuiste a ver algún museo?
_¿Es verdad que hay toros corriendo sueltos por las plazas?
_¿Se le entiende a la gente cuando habla?
Nada. Ni la posibilidad de inventar respuestas para ellos, para mí. Descubrí que mi cabeza estaba absolutamente vacía, que mi vida consistía en dar la mano para cruzar la calle, abrigarme bien en invierno y armar la mochila, que sólo yo conocía la palabra pasaporte y que algo raro había en el tema de los viajes como para que mi mamá no me dejara decir nada y mis recuerdos se limitaran a una habitación de hotel.
El día que nos detuvieron en el aeropuerto, la despiadada mujer que me trajo un vaso de agua me explicó por qué era malo para mí “ser mula”. Ése fue el preciso, el exacto momento, en que me hice mujer. Entendí que mi mamá me estaba haciendo algo innombrable, adiviné su vergüenza indigna. Finalmente, comprendí.
No la perdoné en ese momento, no la perdono ahora. El final de mi infancia coincide con el nacimiento de mi desprecio por los adultos, con la repugnancia que me inspiran sus traiciones, infamias que los niños son incapaces de cometer.  El final de mi historia es tan banal que opaca el relato: me detuve finalmente, dejé de ser cosa al mismo tiempo que niña, pasé a ser persona y me limito a vivir.”

martes, 4 de agosto de 2015

En la puerta de la escuela, el Paco espera

Este relato fue publicado en: http://blogs.infobae.com/proyecto-lector/2014/05/30/en-la-puerta-de-la-escuela-el-paco-espera/
9. En la puerta de la escuela, el Paco espera.

ilustración de Aylén Giraudo


La primera vez que lo vio era un cachorrito; salía de una caja de cartón, debajo del banco de una plaza. Le pareció feo y defectuoso, rengo, con la panza desmesurada por los parásitos, perfecto. Dejó de mirar hacia adentro, interrumpió el monólogo interior miserable y odioso, se detuvo para ver al perro. Bastó con un chiflido. Juan Moreira lo miró, movió la cola, caminaron y crecieron juntos a partir de ese momento.
De niño se aferró a la rutina y al animal, su único amigo conocido. A todos les pareció que continuaría haciendo lo mismo; quizás una manera eficaz de afrontar una vida así, de hacer orden en el desorden. A las 12:55, el preadolescente hirsuto por dentro y por fuera, continuó cruzando la reja y entrando en la escuela. No le hacía falta cerciorarse: Juan Moreira permanecería allí, sentado, firme, guarecido bajo el improvisado techito formado por la cornisa del piso de arriba. Desde aquel chiflido ya añoso, con lluvia, nieve, frío o calor (los chicos así jamás faltan a la escuela), el perro espera pacientemente junto a la reja la salida de su dueño. Recibió algunas patadas al principio, pero fueron pocas. La portera del jardín (una señora robusta y con fama de pícara), lo bautizó “Paco”, y comenzó a traerle las sobras de sus comidas. El portero de la primaria le puso un cacharro roto, con agua. Cuando el  invierno se puso fiero, la seño Soledad le llevó un pullóver viejo, de su papá. La rutina del chico se bifurcó y pautó la rutina del perro, que fue Juan Moreira durante casi todo el día excepto ante la reja, donde era el Paco, para la malicia de algunos y la indiferencia de casi todos.
El día que ocupa este relato, rompió para siempre la dupla cotidiana. Empieza como siempre: 17:15 suena el timbre y el perro se estira, atento, expectante. Salen todos y al final, se oye el chiflido. Aparece  el dueño, huraño, ceñudo. Caminan juntos, pero separados ( las costillas de Juan Moreira saben lo que sucederá si se acerca demasiado en público, pero ignoran que este momento siginifica el comienzo del final de la cadena). Los pasos se sincronizan, como su relación, simple y compleja. Son veintisiete cuadras, sin abrigo ni paraguas. Manos en los bolsillos, auriculares, el monólogo interior de dientes apretados, ininterrumpido. Ojos sin ojos. Cara gris. Juan Moreira presiente a las 17:43 que sus vidas cambiarán para siempre. Se niega a admitirlo, sacude la cabeza: está bien así. A Juan Moreira, las apariencias de la luz del sol bajando sobre los árboles y el viento frío no lo engañan. Presiente que, tras la reja misteriosa que le veda el paso, ese día su dueño ha cometido un error que les costará caro. Tensos, llegan a la esquina última. El chico saca las manos de sus bolsillos, convertidas en puños. El perro reconoce a dos chicos de la escuela, en actitud de espera. Abre la boca para ladrarles, pero la mano de su dueño detiene el sonido de su voz y, resignado, se sienta a unos pasos, guardando distancia. Ve que uno de los otros blande un cuchillito, que lanza un reflejo que encandila. Ve cómo su dueño mete nuevamente la mano en su bolsillo y saca algo indefinido, oloroso, en una bolsita. La bolsita cambia de manos, pero el cuchillito refulgente no desaparece en un bolsillo, sino en la espalda de su amigo, que gira convertido en niño (qué extraño, es la cara que tenía cuando soñaba pesadillas y lo abrazaba y lo besaba en las noches estrepitosas de esa infancia sobresaltada de gritos, frío, hambre y cosas rotas) y cae de rodillas ante él, como en un rezo. Juan Moreira no sabe lo que es un rezo. No entiende por qué lo patean los policías, cuando llegan, y lo arrancan de los brazos de su dueño, que se ha transformado en muñeco. No entiende por qué el chico no le hace la acostumbrada seña con la mano, cuando lo suben al estruendoso auto. No entiende por qué, para las miradas de la portera del jardín, del portero de la primaria y de la seño Soledad,  no vuelve a significar perro, sino metáfora. Ya no vuelve a su casa, se queda esperando frente a la reja.  No entiende por qué, si existen las 12:55 y las 17:15, en un continuado día que al final es todos los días, no ha vuelto aún a escuchar el esperado chiflido.

domingo, 2 de agosto de 2015

Es bullying, no bowling, ¡bruto!

Este relato fue publicado en: http://blogs.infobae.com/proyecto-lector/2014/05/23/es-bullying-no-bowling-bruto/
8. Es bullying, no bowling, ¡bruto!


Ilustración de Aylén Giraudo
El de Filosofía es nuevo y no sabe, por eso hay que explicarle. Fue un cambio fenomenal: Nelson entró en la escuela y mejoró. Los más grandes nos dimos cuenta enseguida, y nos daba una bronca… tardamos como mil años en animarnos a hablar de eso y ahora, justo, cuando estábamos bien piola, se le ocurre al profe hacernos decir cosas y me meto en flor de quilombo.
Resulta que desde que llegó Nelson a 4to no hay más piñas afuera. Se terminó el problema de las esquinas: entramos y salimos lo más bien, tranquilitos, sin que nadie nos esté esperando para rompernos la cabeza de un piedrazo. Ni el patrullero necesitamos. Nada. Los padres dejaron de tener que acompañarnos a Educación Física. No se puede creer, después de tantos años de pelea con los pibes de la 68, y gracias a él.
Ni timidez, ni derecho de piso: entró y el primer día revolucionó la vida. Despejó la calle de guachos que nos venían a robar con fierro y a pegar, limpió el baño del grupito que descansaba a los de 1ero, amenazó a las pibas que afanaban en la puerta del kiosquito y frenó las roscas del patio. Los profesores se dieron cuenta al toque: se armaba cualquier bardo y bastaba con que Nelson apareciera, con las manos en los bolsillos y esa mirada que te la regalo, y todos se quedaban mosca. Memorable fue lo del acto del 2 de abril, cuando uno se puso a escuchar música en pleno himno y Nelson cruzó las filas de maleducados, paró el CD y miró desde arriba, así como hace él. “Che, más respeto, que es la patria”, dijo. Y puso a Jairo cantando el himno y no jodió nadie más ni el 25 de mayo ni el 9 de julio, ni siquiera el día del maestro, que era descontrol por tradición.
Pero no se vayan a creer que Nelson es copado, nada que ver, si justo por eso yo empezaba quejándome de lo de Filosofía. Nosotros deberíamos ser como los filósofos, para qué estudiamos su vida  y eso si nos portamos al revés, de cobardes, de porquería que somos. Y lo digo por todos, no solamente los pibes: los profesores, la directora, la vice, las preceptoras, bien que nos estamos haciendo los distraídos con el tema de Nelson, por no decir una mala palabra. Como que le vendimos el alma al diablo; una vergüenza.
Claro que la escuela anda mejor, pero nos estamos aprovechando: nadie molesta, nadie pega, nadie le falta el respeto a los profesores, andamos hechos una sedita, sin miedo a los choreos ni a que nos digan cosas, mirando para otro lado y haciéndonos los que no nos damos cuenta de lo que hace Nelson. Porque si existe el bullying, Nelson podría encarnarlo. Es la fotocopia de la explicación entera, el tipo, una verdadera bestia que tortura, lastima, humilla, pega, coacciona, hostiga… “Pero la hace bien”, dijo mi viejo al principio, cuando le conté: “se la agarra con uno solo y de cayetano”. Con admiración, lo dijo. Y después me salen con que los adultos son un ejemplo, de qué, de qué, la calentura que me hizo agarrar ese día mi viejo.
Nelson se desquita con Cristian, el de 2do. La escuela entera sabe. Al parecer, son tantas las ventajas que tiene la situación que hemos decidido sacrificarlo, como si fuera daño colateral o algo así. A mí me importa un poco. Me di cuenta enseguida, los vi y era como en las películas de las cárceles, donde el preso grandote y peligroso se agarra uno chiquito para su uso personal. Pensé en decirle a la preceptora, pero me pareció que no era asunto mío y, después, pasaron muchos días y a nadie le molestaba, excepto a Cristian,obvio. O sea: trescientas personas tranquilas y en armonía contra una. Te la regalo, da lástima el pibe, pero no lo mirás y listo.
Repito: sentí un poco de culpa al principio. Le hablé a mi viejo, ¿se acuerdan?, y hasta me hizo sentir envidia… “la hace bien”, me dijo. Y ahora viene el de Filosofía con lo de la moral, la ética y lo que es correcto y primero Carina larga que Nelson le hace cosas a Cristian y después Josué sale con que nadie ayuda a ese pobre chico y la remata Marina con que tendríamos que hacer algo porque somos los grandes y me termino escuchando a mí mismo decir que podríamos escribir una nota para la directora y acá estoy, bien gil, con la lapicera en la mano sin saber qué poner. Porque si subimos a la balanza, ¿no es preferible el bienestar de la comunidad por sobre el de Cristian, que es un individuo? ¿A quién le importa Cristian? ¿Por qué no se defiende solo, por qué no vienen los viejos o alguien a dar la cara? “Seño, Nelson me hace bowling”, le dijo a la preceptora en abril,  y nos reímos en su cara. “Es bullying, no bowling, ¡bruto!”, le grité. Y ahora, después de tanto tiempo, ¿por qué debería importarnos lo que le pasa si se la está bancando y podemos seguir así de piolas todos, como si nada?
El de Filosofía se la buscó, con las preguntitas, yo le voy a echar el fardo encima: ahora lo que le hace Nelson al pibito es SU problema, no el mío. Eso voy a escribir en la nota: que él se haga cargo. Nosotros somos menores y él es el adulto, se viene con lo de la ética y que haga algo, qué le pasa. Si la escuela vuelve a ser el bondi que era antes, el primero en pagar los platos rotos va a ser él, ya lo hablamos, se la tenemos jurada, ojito con las consecuencias que ahí sí no va a haber Filosofía que lo salve. Como si venir a la escuela fuera fácil, qué sabe, si viene un par de horas por semana. Ya se lo estoy escribiendo en el vidrio del auto: “¿Qué preferís? ¿Un Nelson solo o trescientos?” A ver si se sigue haciendo el vivo. Yo prefiero uno a ninguno, o no, no sé bien, duele pensar, mejor no meterse, ¿o no? ¿a quién le puedo preguntar? Y si tengo pesadillas con Cristian es porque debo ser bien maricón. Andá a saber. No se lo conté a nadie ni se lo pienso contar. Listo, me enojé, me voy a dormir ahora. “Sólo sé que no sé nada”, que se haga cargo él de lo que armó con sus preguntitas, ya mismo estoy rompiendo este papel y que siga todo igual, ustedes no leyeron nada, no me botoneen, yo voy a negar todo. Ojito si se meten conmigo, de última, será cosa de avisarle a Nelson para que me haga el aguante. ¿Entendieron? Ustedes, no saben nada. ¿Está claro? Nada. Porque averiguo dónde viven y voy y los rompo uno por uno. Na-da.

Crónica de un femicidio

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7. Crónica de un femicidio
Ilustración de Aylén Giraudo

Un efectivo de la policía demasiado jovencito, atrevido y locuaz, me contó los detalles. Había conversado con muchos testigos, pero lo sabroso, lo clave, residía en lo registrado en el diario íntimo de la novia, hallado entre sus pertenencias. Según esas anotaciones, “cuando sucedió, pensó que había sido un error, que era su culpa, que lo tenía merecido. Lo había conocido bañada en soledad, metida bajo el caparazón de una tortuga marina, desesperada, de pie contra la escalera del boliche a donde iba a bailar”Una amiga había agregado datos que quizás podrían ser importantes para la introducción: en aquellas épocas, la víctima cumplía rituales.
El muchacho había profanado insólitamente el diario de la joven; pude ver su caligrafía impetuosa en los márgenes del pequeño libro: Palabras mejor amiga menor de edad (textual):  viernes por la tardecita, matineé; conseguir ropa prestada, bañarse, maquillarse, vestirse, secarse el pelo largamente, caminar lento hasta la puerta, mimetizarse con la multitud, camuflarse, desaparecer, la escalera y la barandita. Ahí: mirar, mirar, devorar a la gente con la mirada hasta encontrar unos ojos que coincidieran y hacerse notar. El juego de la media naranja, del príncipe azul, del amor de la vida: alguien que devolviera la mirada, por lo menos. Cruzar los dedos, anudar pañuelos, improvisar sortilegios. Si continuaba durante más de una noche, cualquier detalle bastaba para convertirlo en especial.”
La víctima había anotado en el diario todo lo sucedido usando una prosa omnisciente y florida que permitía prever al lector el dramático desenlace: ”Lo vio, él la vio, fue hacia él:  lo abordó, bailaron, se agitaron juntos. Entre brazos y piernas y pelo ajeno él le pasó la mano por la cintura y le gritó al oído algo que no entendió, pero no importaba nada a esa altura. Cuando lo vio venir hacia ella, de día, desde el banco de la plaza, vio caderas anchas, ropa estridente, cabello esponjado, papada, lunares, pecas, pero NO IMPORTABA.” El proceso de enamoramiento estaba descripto como el armado de un trabajoso rompecabezas: paso a paso ella iba descubriendo piezas desagradables, pero sometidas al proceso del “no importa” encajaban una a una, una a una, y lo que se veía dejaba de verse, lo que se olía dejaba de olerse, lo áspero se volvía imperceptible, el contexto desaparecía. ’Te amo’, ‘te amo’, ‘te amo’ escrito  por todas partes, susurrado, cantado, gritado, soñado, ‘TE AMO’ con mayúsculas, en cursiva, negrita o subrayado.”  ”Con la histeria y la abnegación de una fan”, en opinión del policía aspirante a la fama mediática. (Aquí el muchacho había abandonado el tono entusiasta y me había confesado sentir aprensión; incluso me alcanzó el diario para que me cerciorara de que no exageraba en un punto con la repetición de las palabritas y me permitió tomarle unas fotos).
“La primera vez fue un sonoro cachetazo”. Había testigos del hecho. Continuaba la trama en las páginas rosadas; la enardecida escritora enfrentaba el conflicto y emprendía su desarrollo ensayando una explicación: “El NO IMPORTA sonó hueco, pero sonó”. Tirones de pelo, mechones arrancados, luego, con o sin testigos. “El NO IMPORTA se reforzó con un sentimiento de orgullo y vanagloria… ser importante, no tener que ir a la matineé, no tener que hacer el simulacro para llegar a la escalera sin que la gente notara que estaba sola, no tener que fingir conversaciones con desconocidas en grupo para confundirme en la multitud, parecer normal, quitarme lo patético y… TIRAME del pelo, PEGAME en los brazos, RETORCEME las muñecas… Me caigo en el piso porque LO AMO y me pega porque me ama y no puede evitarlo.
“Vaya a saber usted qué número de agresiones habrá sufrido. Éste va a ser un caso de gran relevancia en los medios, seguramente, tendré que prepararme para enfrentar a las cámaras”, había agregado el policía, con la voz opaca, creando el clima propicio para arribar al final de la historia.
No lo soporté más. Era absolutamente previsible lo que iba a decir, qué misterio diferente al de la muerte podría encerrar otro librito de tapas rosas edulcorado, enfermizo y banal. Experimenté el intenso sufrimiento que durante las próximas horas caería sobre los seres queridos; la desesperación de una mamá, de un papá, de algún perrito, el tremendo escalofrío que atravesaría a los padres del novio criminal… el desastre, el dolor, la desolación que el entusiasmado oficial había comprimido dentro de la palabra “caso”. Me contaron días después que tuvo que ver con fuego, porque cuando el indiscreto narrador abrió la boca, insuflado de entusiasmo, para plagiar el desenlace, agitando el antaño íntimo diario vejado por todos lados… me sublevé contra sus ínfulas de relator de cuentos policiales y le pedí  bruscamente que no continuara. Con placer perverso contemplé las palabras no pronunciadas apagarse en su boca enmudecida, le dije que ya contaba con los datos suficientes para redactar la crónica y me alejé presa de un rapto de egoísmo supremo, temerosa de que la imagen final de la fallida novia se escapara de mi mente al ser articulada por alguien que no le concedía la menor importancia. A esta altura sé que sería tonto intentar explicarlo, decirle al policía ( o a alguien) que los casos, cuando son femicidios, para mí son voces fantasmas que me invocan y rodean hasta encarnar en un único relato incesante (en intento vano de exorcismo), garrapateado en mis personales, íntimos y enfermizos libritos rosados. Ya dejé de contarlas: son muchas; nunca volveré a estar sola. No me resisto: creo que ellas saben que el final, cuando lo escribo yo, nunca queda del todo cerrado.

Chica Cutting

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6. Chica Cutting

Ilustración de Aylén Giraudo
Se hace llamar Yanet. Se enoja cuando al pasar lista, al completar una ficha, al entregarle el documento, alguien dice en voz alta “María del Carmen”. Y los que la conocen, evitan padecer sus enojos.
Dice que tiene más de sesenta mil seguidores en twitter. Dice que tiene su propio canal en You Tube, con ochenta mil suscriptores. Que su último video (tres minutos de su cabello agitado por el viento, filmado desde la ventanilla del tren), fue reproducido miles de veces en pocas horas. Aclara que no utiliza el facebook, que sólo administra su fan page allí… y que atesora  decenas de miles de “me gusta”.
No dibuja bien. No canta, no baila, no actúa. No dice, ni hace, cosas interesantes. No escribe, prácticamente, porque se avergüenza de sus faltas de ortografía. Si alguien le pregunta por qué dice que la siguen tantos desconocidos, ella contesta que no sabe, que será porque no tienen algo mejor que hacer.
Yanet no parece interesada en nada y, generalmente, no emite palabra, excepto cuando le preguntan sobre ella misma. Puede pasar horas describiendo su pelo, sus uñas, los zapatos que consiguió o la infección que le provocó el piercing de su ombligo. A veces menciona un novio secreto, que al parecer tiene algún tipo de compromiso previo, con el que piensa formar una gran familia y viajar por el mundo “para disfrutar”. Si alguien le pregunta cuántos años tiene el famoso muchacho, ella sonríe con picardía y baja la vista. Exactamente el mismo gesto hace la madre de María del Carmen, cuando alguien se atreve a preocuparse por Yanet y le pregunta sobre lo que anda diciendo su hija. Sonríe, baja la vista y agrega: “Son cosas de chicas, nunca tuvo novio, no tenemos computadora y en mi casa ni siquiera hay internet”.
(Cuando llega a su habitación, después de un día adormilado, se encierra en el baño, que es su lugar preferido del mundo. Deshace el elaborado peinado despeinado, cubre los mechones de color con papel crepé, se quita la ropa que de puro ajustada le ha dejado las huellas de las costuras impresas y se para frente al espejo. Examina allí las heridas recientes y las compara con las viejas:  muslos y brazos están cubiertos de pequeñas cicatrices paralelas, dolorosos rasponcitos que Yanet le hace a María del Carmen y luego cubre hábilmente con pañuelos, calzas y brazaletes durante el día, pero que, al llegar la noche, le gusta observar).
Al final del día, despojada, delgada y mortecina, la chica de indefinido nombre se mete en su cama para dormir. A la luz del celular, que está subiendo su nuevo video, le es fácil imaginar un ángel inmenso, color violeta, que la abraza fuertemente y la cobija con sus alas.Y así, entre la tibieza de las plumas invisibles, ya casi dormida, con el pulgar en la boquita como cuando era bebé, se abandona hasta ser presa del horrible sueño recurrente, en donde María del Carmen batalla valerosa contra Yanet y vence sólo algunas veces, esperando que llegue el amanecer victorioso que la transforme definitivamente en una mujer indemne y con un solo nombre.