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lunes, 10 de octubre de 2022

La historia del zapatero

 


                                                                                                         dedicado a Leo García

Durante la época de mis viajes a La Plata, una vez hablé con un señor que solía ver frecuentemente en la parada de Avenida de Mayo y 9 de Julio, compañero de las madrugadas destempladas y ventosas de la espera del micro.

Despertaba mi curiosidad que viajara frecuentemente, temprano, sin importar inclemencias del tiempo. La casualidad hizo que se sentara junto a mí una mañana y tuviera ganas de hablar. Esta es la historia que me contó:

Cuando era chico, había sido muy pobre. Su abuelo le había enseñado el oficio de zapatero a su papá, pero éste se había dedicado a la vagancia y no había honrado la profesión. De adolescente, notó la tristeza mezclada con desprecio en los ojos del viejo zapatero cuando se fijaba en el hijo. Así describió lo que hizo: "Lo que continuaría haciendo a lo largo de toda mi vida". Quiso reparar el dolor ajeno, se acercó a su abuelo y le pidió que le enseñara.

Fue zapatero y ahora era el dueño de la zapatería. Su vida había transcurrido mansamente dentro de un local antiguo y polvoriento, porque cuando su abuelo murió, le dio pena modificar ese microclima sagrado y ancestral que le dejó por herencia. Le gustaba decir esa frase intrincada a quien preguntara por qué la zapatería estaba en ese estado de abandono. En realidad, lo que impedía que moviera algún objeto era su fracaso: la expresión en los ojos de su abuelo no había cambiado jamás, a pesar de sus esfuerzos. La de su padre, burlona y cargada de resentimiento, tampoco.

Se había enamorado de la mujer correcta. El problema era que vivía lejos, y no había querido mudarse cerca de la zapatería. Todavía era joven cuando tomó la decisión de que ése era un detalle sin importancia, y había dedicado su trabajo como zapatero al pago de un crédito bancario, de esos que te daban antes, me dijo, a pagar una casa enorme, en Moreno. A dos cuadras de la casa de sus suegros. Con muchas habitaciones y un gran patio, para llenarla de hijos.

Tuvo que acostumbrarse a viajar. Comenzaron a transcurrir cincuenta años de levantarse de noche y tomar unos mates amargos ante el espejo colgado en el cuartito del patio. El caserón enorme había quedado vacío; en sus palabras, Dios no había querido mandarles ningún hijo. (Fue en ese momento de la conversación que me miró durante unos segundos, por única vez; me miró sin verme, pero yo pude entender la expresión a la que se refería cuando describía la que tenía su abuelo cuando miraba a su padre). Ante un galponcito sin puerta, se afeitó a navaja prolijamente durante medio siglo, se peinó y abotonó camisas y sacos, partió sin despedidas hacia el tren, el colectivo, el micro y luego el último colectivo, de ida primero y luego de vuelta, hacia la zapatería.

-       - ¿A dónde queda la zapatería, señor? ¿En La Plata?

En Ensenada, quedaba. Me pareció que le molestó que mi voz interrumpiera su relato, y también me pareció que lo había contado tantas veces que había quedado despojado de emociones y sentido. Posiblemente era ese alivio lo que buscaba al contarlo, el adormecimiento que lleva a cualquiera a relatar historias. Insistí:

-       - ¿Y viaja todos los días?, ¿No tiene empleados?, ¿Su mujer lo acompaña a veces?

-      -  No.

En ese punto, decidió quedarse callado durante el resto del viaje. No volvió a sentarse a mi lado, aunque el asiento estuviera frecuentemente vacío. Años después, dejé de verlo, oso gigante envuelto en impermeables raídos, manos en los bolsillos, bufanda al cuello o pañuelo, según hiciera frío o calor, para protegerse del viento de la 9 de Julio, seguramente. Supuse durante la última vez que pensé en él que su vida había continuado hasta enfermarse, que su mujer había muerto antes que él y que ningún hijo zapatero había pasado una franela anaranjada sobre los cajoncitos de madera de la zapatería ni sobre su cabeza atormentada. Imaginé el caserón vacío y el espejo reflejando una parra. Una pileta de material, inútil ante la falta de niños, de veranos y tiempo. Escuché el silencio y, antes de que se me escapara del todo la imagen, pude ver en un destello las baldosas antiguas que llevaban el nombre ante las puertas de madera encadenadas de la zapatería cerrada. Adivino ahora una silla y una frazada marrón a cuadros envolviendo una silueta ante una vidriera. Escribo la historia del zapatero precisamente porque no me acuerdo qué decían las baldosas, y cuando intento recordar me parece que la expresión de mis ojos se contamina con esa cosa detestable de cargar con sufrimientos y culpas ajenas que tiene tanto que ver conmigo cuando me convierto en pariente de zapateros.

2 comentarios:

  1. Que honor ser el primer comentarista de una escritora que colgó su biromes durante años para cuidar a sus alumnos.
    Han pasado largos años y la habilidad está intacta.
    Por acá no pude dejar de compararme con el viejo zapatero que en este caso es un maestro que cada mañana siente el peso de los años y frente a una realidad que solo los docentes conocemos, la pregunta es¿ vale la pena seguir esperando el dichoso bono de retiro o disfrutar de esas 2 exquisitas nietas que Dios me envió?.
    Espero este año tener la respuesta en los meses que restan.

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  2. Querida amiga , siempre emocionando con tus narraciones. que alegría volver a leer una historia. Gracias. Siempre en la memoria del de matemática estará la de Lengua.

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