dedicado a Leo García
Durante la época de mis viajes a La Plata, una vez hablé con un señor que solía ver frecuentemente en la parada de Avenida de Mayo y 9 de Julio, compañero de las madrugadas destempladas y ventosas de la espera del micro.
Despertaba mi
curiosidad que viajara frecuentemente, temprano, sin importar inclemencias del
tiempo. La casualidad hizo que se sentara junto a mí una mañana y tuviera ganas
de hablar. Esta es la historia que me contó:
Cuando era chico,
había sido muy pobre. Su abuelo le había enseñado el oficio de zapatero a su
papá, pero éste se había dedicado a la vagancia y no había honrado la
profesión. De adolescente, notó la tristeza mezclada con desprecio en los ojos
del viejo zapatero cuando se fijaba en el hijo. Así describió lo que hizo: "Lo que continuaría haciendo a lo largo de toda mi vida". Quiso reparar el dolor ajeno, se acercó a su abuelo y le pidió que le enseñara.
Fue zapatero y
ahora era el dueño de la zapatería. Su vida había transcurrido mansamente
dentro de un local antiguo y polvoriento, porque cuando su abuelo murió, le dio
pena modificar ese microclima sagrado y ancestral que le dejó por herencia. Le
gustaba decir esa frase intrincada a quien preguntara por qué la zapatería
estaba en ese estado de abandono. En realidad, lo que impedía que moviera algún
objeto era su fracaso: la expresión en los ojos de su abuelo no había cambiado
jamás, a pesar de sus esfuerzos. La de su padre, burlona y cargada de resentimiento,
tampoco.
Se había
enamorado de la mujer correcta. El problema era que vivía lejos, y no había
querido mudarse cerca de la zapatería. Todavía era joven cuando tomó la
decisión de que ése era un detalle sin importancia, y había dedicado su trabajo
como zapatero al pago de un crédito bancario, de esos que te daban antes, me
dijo, a pagar una casa enorme, en Moreno. A dos cuadras de la casa de sus
suegros. Con muchas habitaciones y un gran patio, para llenarla de hijos.
Tuvo que acostumbrarse
a viajar. Comenzaron a transcurrir cincuenta años de levantarse de noche y
tomar unos mates amargos ante el espejo colgado en el cuartito del patio. El caserón
enorme había quedado vacío; en sus palabras, Dios no había querido mandarles
ningún hijo. (Fue en ese momento de la conversación que me miró durante unos
segundos, por única vez; me miró sin verme, pero yo pude entender la expresión
a la que se refería cuando describía la que tenía su abuelo cuando miraba a su
padre). Ante un galponcito sin puerta, se afeitó a navaja prolijamente durante
medio siglo, se peinó y abotonó camisas y sacos, partió sin despedidas hacia
el tren, el colectivo, el micro y luego el último colectivo, de ida primero y
luego de vuelta, hacia la zapatería.
- - ¿A
dónde queda la zapatería, señor? ¿En La Plata?
En Ensenada,
quedaba. Me pareció que le molestó que mi voz interrumpiera su relato, y
también me pareció que lo había contado tantas veces que había quedado
despojado de emociones y sentido. Posiblemente era ese alivio lo que buscaba al
contarlo, el adormecimiento que lleva a cualquiera a relatar historias. Insistí:
- - ¿Y
viaja todos los días?, ¿No tiene empleados?, ¿Su mujer lo acompaña a veces?
- - No.
En ese punto, decidió
quedarse callado durante el resto del viaje. No volvió a sentarse a mi lado,
aunque el asiento estuviera frecuentemente vacío. Años después, dejé de verlo, oso
gigante envuelto en impermeables raídos, manos en los bolsillos, bufanda al cuello
o pañuelo, según hiciera frío o calor, para protegerse del viento de la 9 de
Julio, seguramente. Supuse durante la última vez que pensé en él que su vida
había continuado hasta enfermarse, que su mujer había muerto antes que él y que
ningún hijo zapatero había pasado una franela anaranjada sobre los cajoncitos
de madera de la zapatería ni sobre su cabeza atormentada. Imaginé el caserón
vacío y el espejo reflejando una parra. Una pileta de material, inútil ante la
falta de niños, de veranos y tiempo. Escuché el silencio y, antes de que se me
escapara del todo la imagen, pude ver en un destello las baldosas antiguas que
llevaban el nombre ante las puertas de madera encadenadas de la zapatería
cerrada. Adivino ahora una silla y una frazada marrón a cuadros envolviendo una
silueta ante una vidriera. Escribo la historia del zapatero precisamente porque
no me acuerdo qué decían las baldosas, y cuando intento recordar me parece que
la expresión de mis ojos se contamina con esa cosa detestable de cargar con
sufrimientos y culpas ajenas que tiene tanto que ver conmigo cuando me
convierto en pariente de zapateros.
Que honor ser el primer comentarista de una escritora que colgó su biromes durante años para cuidar a sus alumnos.
ResponderEliminarHan pasado largos años y la habilidad está intacta.
Por acá no pude dejar de compararme con el viejo zapatero que en este caso es un maestro que cada mañana siente el peso de los años y frente a una realidad que solo los docentes conocemos, la pregunta es¿ vale la pena seguir esperando el dichoso bono de retiro o disfrutar de esas 2 exquisitas nietas que Dios me envió?.
Espero este año tener la respuesta en los meses que restan.
Querida amiga , siempre emocionando con tus narraciones. que alegría volver a leer una historia. Gracias. Siempre en la memoria del de matemática estará la de Lengua.
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