PROYECTO PIBE LECTOR

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jueves, 7 de octubre de 2010

Cuatro formas fáciles de resolver una situación desastrosa dentro del aula (y no resolverla)




Hace poco leía en un artículo interesantísimo llamado "Juventud negada y negativizada: Representaciones y formaciones discursivas vigentes en la Argentina contemporánea", de Marcela Chaves, una antropóloga argentina, diferentes formas posibles de clasificación en la concepción de la adolescencia a lo largo de los años y desde diferentes marcos discursivos. El ser joven como inseguro de sí mismo, como ser en transición, como ser no productivo, como ser incompleto, como ser desinteresado y/o sin deseo, como ser "desviado", como subversivo, delincuente o violento, como ser peligroso, como ser victimizado, como ser del futuro, como ser en relación, como futuro ciudadano. Cito a la autora:

"Todos estos discursos quitan agencia (capacidad de acción) al joven o directamente no reconocen (invisibilizan) al joven como un actor social con capacidades propias —sólo leen en clave de incapacidades—. Las formaciones presentadas operan como discursos de clausura: cierran, no permiten la mirada cercana, simplifican y funcionan como obstáculos epistemológicos para el conocimiento del otro. Se trata de discursos que provocan una única mirada sobre el joven, pero que son utilizados estratégicamente —o políticamente— según sea de ricos o de pobres. Según sea la clase o sector de clase será el estereotipo a fijar, así se encuentran principalmente discursos naturalistas, psicologistas y culturalistas ligados a la juventud de clase media y alta, y discursos de patología social y pánico moral cuando se habla de la clase media empobrecida y los pobres. Tanto en sus versiones de «derecha» como de «izquierda» —o progresistas y neoliberales para usar términos de los noventa—, estas son miradas estigmatizadoras de la juventud. Desde la representación negativa o peyorativa del joven, como de su aparente extremo opuesto, la representación romántica de la juventud, son miradas que niegan. Las prácticas de intervención paternalistas no entran en contradicción con ninguno de estos discursos, todos le son útiles y unidos son más eficaces."

Me parece interesante señalar cómo estas interpretaciones de la adolescencia  han desplazado nuestra experiencia personal como adolescentes. Todos nosotros hemos pasado esa etapa, y, al parecer, la hemos cubierto con un piadoso manto de olvido convirtiendo en "el otro" al sujeto adolescente y dejando que una o varias concepciones teóricas mamadas directa o indirectamente en la universidad o en el terciario (en el mejor de los casos, ya que muchísimos profesores de adolescentes no han transitado esos lares) sean las herramientas interpretativas para decodificar qué vemos cuando posamos la vista sobre "el otro". La objeción trivial de "en mis tiempos era diferente", "los tiempos han cambiado", "en mi época esto no era así" se vuelve cliché cuando uno ahonda: "los tiempos" cambian en la diacronía pero el sujeto adolescente sigue siendo una persona vulnerable a un entorno al igual que todos los seres humanos (un entorno contemporáneo al que nosotros estamos viviendo), una persona en general carente de autonomía económicaque asiste obligatoriamente a la escuela para adquirir una formación cultural que le permita insertarse en la sociedad como un participante activo, sano y pleno sin relegar esta inserción al futuro sino extendiéndola al presente.

Es verdad que la realidad dentro de las escuelas secundarias estatales argentinas no es fácil, y que constantemente los docentes se enfrentan a problemas que exceden el enseñar los ocntenidos de sus áreas de conocimiento en clase.  Pero veamoslo en un ejemplo:
Sale "la de matemáticas" y entro yo, "la de lengua". ¿Es natural pretender que treinta sujetos de quince años que estaban sumergidos en un tema abstracto determinado, garrapateando números en hojas cuadriculadas, oigan una voz en tono imaperativo que diga "Buenas tardes, bueno, el tema de hoy es la irregularidad del verbo apretar" y guarden sus carpetas, saquen otras e instantáneamente estén concentrados en ese nuevo tema? ¿Es humana la pretensión de anular la individualidad del sujeto para pretender impartir conocimientos teóricos en un grupo donde hierven los problemas, los conflictos, las demandas, la alegría, el aburrimiento y el sufrimiento? 

No es la primera vez que escribo que, ante una situación evidentemente violenta, uno debe detenerse y preguntar qué pasa  ( y escuchar atentamente las respuestas que surjan) para poder resolver el conflicto y continuar el proceso de enseñanza del contenido teórico. O como mamá, ante el cambio de actitud, ante el silencio, la expresión de preocupación o cualquier signo alarmante que uno puede percibir en el hijo adolescente, que una debe sentarse, necesariamente, y preguntar, y escuchar atentamente. No es la primera vez que escribo esto, digo, y no es la primera vez que me indigno al conocer otros procedimientos utilizados por docentes para afrontar situaciones como las que describo. Veámoslo en otro ejemplo: 

Situación: grupo con alumnos con problemas de atención. Tres deambulan por el aula. Cuatro alumnas se resisten a guardar el celular, hay dos que se maquillan en plena clase, tres que se arrojan objetos. Dos alumnos observan al profesor y manifiestan sus ganas de aprender, de que se desarrolle la clase... en el fondo hay cuatro alumnos que se niegan a guardar las barajas con las que tienen iniciado un partido de truco. El profesor decide...

a) gritar como un desaforado que son todos unos inútiles e imbéciles y que jamás van a llegar a nada en la vida porque son unos ignorantes. 

b) comenzar a ridiculizar a los alumnos que se resisten a sentarse en forma individual, humillándolos ante el grupo destacando aspectos de sus personas que supone deben desagradarles o que no obedecen a los ideales estéticos del imaginario cultural. (Ejemplos: "Vos, gorda, largá los sánguches, ¿no te sentás porque no entrás en el banco?", "¿Para qué se mira tanto en el espejo, señorita, quiere que se rompa?", "Che, Guido Suller, sí, vos, mariposita, largá las plumas y sentate como un pibe y no como Graciela Alfano", "Vos, nene, el de la cara llena de granos...").

c) Adoptar un aire ofendido, repartir unas fotocopias o escribir alguna tareíta en el pizarrón destinada a grados iniciales o para jardín de infantes, sentarse ante el escritorio a hacer otra cosa y decirle a la preceptora, cuando venga a ver qué son los gritos que se oyen en toda la manzana "Pobrecitos, si no pueden entender nada... si no pueden hacer otra cosa...", bajito y con aire condescendiente.

d) Abandonar el aula y repetir delante de las autoridades, preceptores, colegas, porteros o quienes quieran escuchar que "Estos pendejos de mierda qué carajo se creen", que uno está harto y que no tiene por qué tolerar esta situación y que "cuando yo era alumna esto no pasaba y que estos pibes no tienen padres acaso" y que "ya van a ver".

Y claro. Cuando estaba en la facultad no pensaba que dar clase iba a involucrar situaciones como ésta. Las materias pedagógicas te llenaban de fotocopias con textos de Braslavsky  o de Lowenfeld y uno se imaginaba un ambiente idílico con adolescentes sentados en silencio y escuchando con atención lo que uno tuviera que decir sobre la irregularidad del verbo apretar, como si fuera la develación de una de las grandes inquietudes de los 16 años. La realidad es que si te sentás en un rincón con el pibe que deambula como un zombie por el aula y le preguntás qué le pasa te va a decir que a los padres no les importa nada lo que él haga, que está aburrido, que no tiene ganas, que viene porque lo obligan y que no sabe qué le pasa. Si te sentás a conversar sobre el uso de celulares en horas de clase con las chicas, te van a decir que sus madres o abuelas están internadas y que los tienen prendidos por las dudas las llaman, se van a reír, te van a mostrar las fotos que tienen en las pantallas y te van a contar que están a cargo de sus hermanitos, que la abuela trabaja todo el día, que la mamá está en el sur, que quieren estudiar para peluqueras, biólogas marinas o veterinarias y ... quizás después de charlar unos minutos el celular se vaya al bolso. Y el pibe que deambulaba, se siente. Y las miradas se fijen en los materiales nuevos que llevaste, buscando formas de hacer la clase más atractiva y relevante para los alumnos. Llevás un cuento con el verbo apretar mal escrito. Llevás una grabación de un diálogo que contiene el verbo. Hacés una grabación con los chicos. No tenés grabador, pero las chicas tienen los celulares y algunos graban... los hacés escribir alguna obra en donde se use la palabra en forma correcta y en forma incorrecta. Las leen. Una en especial les parece graciosa y deciden representarla... el que deambula siempre es el protagonista... no, no quiere... bueno, pero puede filmarla con el celular y después nos cuenta que sabe cómo hacer para subirla al blog del curso...

Demás está decir que me indigno cuando mis alumnos me cuentan que algún profesor tomó con ellos los caminos a), b), c)o d). Cuando estoy en la sala de profesores o preceptoría, y escucho a alguno despotricar en plena d). Demás está decir que provoco grandes desconciertos a veces en mis colegas o en las autoridades o en los mismos alumnos cuando salgo con actitudes diferentes, y digo desconcierto por no decir desagrado, rechazo, recelo, molestia o cualquier sentimiento desagradable. Me han tachado de loca, de seguir utopías, de amiguista, de condescendiente con los alumnos, de paternalista (o maternalista...), de demagógica...  ¿Tomo la actitud d) y contesto así? No..., mejor escribo este artículo y listo.






 

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Yo soy la mudita (Acerca de las patologías de la voz docente)

Quienes me conocen saben que estoy desde hace un tiempo sin poder dar clase, de licencia por ART, a causa de que me diagnosticaron un hiatus en las cuerdas vocales que me produce disfonías crónicas. El otorrinolaringólogo me recetó 20 sesiones de foniatría "para comenzar", y así fue como conocí a la licenciada Marita Dalmasso e inicié el camino que, espero, pronto me conducirá nuevamente a mis queridos salones de clase.

Que la voz nos falle, nos abandone, enmudezca, es algo sorprendente y doloroso para cualquiera, pero para quienes trabajamos comunicándonos a través de ella, es un acontecimiento desesperante. La pérdida de la voz puede llevar al cese temporal o definitivo de nuestro trabajo, y para un docente, cuya tarea es tan particular, no es algo que pueda ser tomado a la ligera.Y sin embargo... yo no lo sabía. Y precisamente de esa ignorancia trata el presente artículo, que surge de la lectura de algunas páginas sobre el tema escritas por mi foniatra.

9:55 de la mañana de un viernes cualquiera. Ingreso en el aula para comenzar mi jornada, camino entre adolescentes que me alcanzan hojas, me gritan "hola", "Me olvidé la carpeta", "¿Para qué vino?", "No, chiste, profe", se lanzan algún objeto y se ríen. Es cambio de hora; si hubieran ingresado del recreo serían peor el ruido y los movimientos. Me inclino sobre el libro de temas, anoto algo, firmo unos papeles, se los doy a la preceptora y me dirijo hacia el frente. Me paro ahí, con los brazos cruzados y expresión amable... espero. Hace 13 años que trabajo como profesora y conozco las limitaciones de mi voz. Sé por penosas experiencias que si grito para que hagan silencio, hacia las 14 o 15 hs. mi garganta dolerá y mi voz será un murmullo inaudible... y mi jornada de los viernes termina exactamente a las 20:15 hs, por lo que no puedo correr ese riesgo.

Así que espero. Sé que alguna de mis alumnas, dotada de una voz poderosa y bella, notará mi silencio y pegará los gritos necesarios: "Eh, cállense, ¿no ven que está la profesora esperando...?". Resulta un método eficaz: minutos después mis alumnos escuchan mi "Buenos días" y comenzamos la tarea. Casi nadie trajo las fotocopias, sólo dos tienen el libro, la biblioteca no tiene ningún ejemplar y decido que no existe otra alternativa que leer. "El gato negro", digo entonando lo más alto que puedo y preparándome para la lectura en alta voz del cuento de Poe. Se oye un timbre. Y en estampida, las voces de cien niñitos de la escuela primaria atraviesan el pasillo y se derraman en el patio al que dan las ventanas, la mayoría sin vidrios y con cartones sujetados con cinta adhesiva, de mi salón de clases. 

Estoy tan acostumbrada a que pase esto que elevo mi voz sobre el batifondo sin siquiera pensarlo. Mis alumnos no parecen notar el ruido externo ni el interno y seleccionan mi voz entre las demás voces para seguir el hilo del relato. Mi voz, que intenta ser la voz del narrador de Poe, se derrama por el aula y así transcurre mi clase de Prácticas del Lenguaje. Entra la preceptora. Entra el portero con las bandejas que llevan las tazas y jarras de té. Entra la portera y reparte porciones de pizza. Yo quiero una. Suena otro timbre, las voces aflautadas de las cien cabecitas despeinadas y felices de "la primaria" atraviesan nuevamente el pasillo y se ordenan en el laberinto del edificio... se oye un potente silbato en el patio y la voz admirable del profe de Educación Física atraviesa vidrios, cartones y paredes. Ya casi termina el cuento de Poe... puedo saber quiénes fueron los que lo escucharon por la expresión horrorizada de sus ojos... son pocos, pero teniendo en cuenta el esfuerzo que hicieron para lograrlo, me siento conforme. Los que no escucharon pronto lamentarán no haberlo hecho al oír nuestros comentarios sobre el cuento, y la mayoría hará la lectura posteriormente, con suerte, motivado por la curiosidad. Es un cuento estupendo.

Así es mi clase de la mañana. No se diferencia mucho de mis clases de la tarde. El aula de mi 3ro de adultos del turno vespertino da a la calle, y suelen estacionarse allí alumnos o amigos de los alumnos en autos para escuchar música mientras esperan, así que los ruidos nocturnos cambian algo, pero siguen existiendo: tránsito, motos, colectivos, música. A las 20: 15, cuando la calle me recibe con su noche fría o cálida o como sea de "mañana es sábado y ya terminé de trabajar", mi voz exhibe los daños producidos por el esfuerzo. Pero me quedo callada... y el lunes ya tengo voz para trabajar.

El relato anterior es aproximadamente el que hice a mi fonoaudióloga durante la primera sesión de foniatría. Mi primera impresión fue el asombro ("Tiene un hiatus, profesora, va a tener que hacer veinte sesiones de foniatría, nos vemos en un mes"...), la segunda de angustia (y qué será un hiatus, y mis alumnos, mis proyectos en marcha, todo queda postergado... ¿será grave?), la tercera de miedo (¿No sabías que por los problemas con la voz podés tener que abandonar la docencia?)... esta vez nuevamente fue de asombro. Jamás me había detenido a reflexionar acerca de la importancia de mi voz como vehículo en la experiencia enseñanza-aprendizaje; luego de tantos años de utilizarla ignorando cómo usarla apropiadamente y cómo cuidarla, mi voz se había dañado. El otorrinolaringólogo me había asegurado que con foniatría me recuperaría al 100%; la licenciada Dalmasso confirmó esa afirmación, y me explicó cuál era el problema y cómo lo solucionaríamos, e inició conmigo un recorrido personal de conocimiento de mi voz y sus limitaciones. En eso estamos hoy.

Ni los institutos  de formación docente ni las universidades preparan a los futuros educadores para conocer y mantener adecuadamente la voz. Este vacío de información libra al docente a sus capacidades innatas y conocimientos autodidactas, y ocasionará que en las comunidades educativas se considere "normal" el quedarse sin voz directamente o el sufrir de disfonías, especialmente los viernes al final de la jornada semanal. Este desconocimiento, sumado a la contaminación sonora que se agravó en la comunidad educativa a partir de la convivencia de niños con adolescentes en los mismos edificios (con recreos diferentes, clases de Educación Física diferentes, necesidades edilicias diferentes), provoca el enorme número de pedidos de licencia por patologías de la voz, enfermedad profesional que ocupa el segundo lugar entre las bajas laborales docentes, precedida por los problemas de depresión y ansiedad.

En la fundamentación del Programa Provincial de Salud Vocal para docentes se lee:

  • El uso incorrecto de la técnica vocal interfiere en el correcto desempeño de la profesión, no permite la proyección vocal efectiva, fundamento esencial de la comunicación en público.

  • Las disfonías docentes son causa de baja laboral temporal o permanente.

  • Es importante el número  de pedidos de cambio de función por incapacidad vocal.

  • Las disfonías se presentan en docentes titulares, provisionales y suplentes, dificultando la      titularización de estos últimos.

  • Siete de cada diez casos se debe a mala técnica vocal.

  • Las disfonías docentes inician como funcionales y suelen llegar a la consulta cuando ya presentan manifestación orgánica.

  • La capacidad de resistencia al habla se sitúa en un margen de 4 horas; por encima de ese tiempo hace falta una técnica adecuada para no lesionarse la voz.

  • Es más fácil y económico educar la voz que reeducarla.

  • Los docentes serán capaces de desempeñar su labor sin fatiga vocal ni molestias laríngeas.
Hablar en clase, algo tan espontáneo y considerado natural, debe ser producto de una técnica de uso de la voz, y ésta, como todas las técnicas, debe ser aprendida. En palabras de la lic. Dalmasso: "Nadie cuida lo que desconoce".

Informar al docente los valores de sus parámetros vocales, informar  a cerca de las pautas de uso profesional      de la voz y vivenciar la ejercitación de las áreas a desarrollar en el uso adecuado de la voz son los objetivos que harán que las experiencias educativas sean más plenas y evitarán daños irreparables. 

Las disfonías son multifactoriales*. Inciden en su aparición factores individuales (variables personales como predisposición anatómica, problemas de salud, enfermedades respiratorias, gástricas) y ambientales (lugares con contaminación sonora, polvo en el aire, humo, posturas inadecuadas). 
   

¿Y qué se puede hacer?
Bueno, he dicho que estoy recorriendo mi camino de sanación guiada por mi fonoaudióloga. No es fácil: hay que hacer ejercicios vocales que nunca hice, hay que respirar de un modo que jamás practiqué, hay que tener una paciencia infinita y una confianza plena en la profesional que te está atendiendo. Pero, yendo más allá de mi caso particular, me parece que lo que se puede hacer es incluir el estudio de la voz entre los contenidos de las instituciones que preparan a los futuros docentes. "Si yo hubiera sabido qué era lo que debía hacer, lo hubiera hecho", dije también, durante mi extensa e intensa primera sesión. De eso se trata este artículo: no lo sabía, hubiera sido importante saberlo.



*    según la clasificación  que hace M. Behlau (2005)
    Este autor define disfonía como la alteración de una o más cualidades de la voz, y divide las disfonías en tres grandes grupos:

DISFONÍAS FUNCIONALES:
    Son aquellas relacionadas con el uso vocal
     Describe en este grupo las disfonías POR USO INCORRECTO DE LA VOZ,  ya sea por falta de técnica vocal o por modelo vocal inadecuado, POR  INADAPTACIÓN  VOCAL,  causadas por asimetrías o por alteraciones estructurales mínimas. Incluye también a las disfonías producidas POR ALTERACIONES PSICOEMOCIONALES.

DISFONÍAS MIXTAS:
    Son las disfonías de origen funcional que desarrollan una manifestación orgánica.
    Se describen en este grupo los nódulos, pólipos, edemas, úlcera de contacto, granuloma, etc.

DISFONÍAS ORGÁNICAS:
    Son las disfonías producidas por alteraciones orgánicas no relacionadas con el uso vocal. En este grupo se describen las Disfonías congénitas: Ej: Sind. de Down; Disfonías endocrinas: Ej: Hipotiroidismo, diabetes; Disfonías psiquiátricas: Ej: Depresión;  Disfonías neurológicas: Ej: Parkinson; Disfonías por Reflujo Gastroesofágico; Disfonía por Cáncer de Cabeza y cuello .

    También se mencionan otras clasificaciones como por Hipofunción o Hiperfunción.

DISFONÍAS DEL DOCENTE

    Si se hace mal uso o abuso de la voz se produce un esfuerzo muscular obligado, una contracción forzada para lograr sonidos con intensidad y amplificación exagerada. Esto deriva en una disfonía funcional que si persiste puede convertirse en una disfonía con manifestación orgánica.

La imagen que ilustra el texto es una reproducción de "El grito", de Edvard Munch. 

miércoles, 21 de julio de 2010

Una historia de amor

Para A. y J.





De vez en cuando, y por diversos motivos, recuerdo el siguiente acontecimiento, presenciado por mí en vivo y en directo, primera fila, hace suficientes años atrás. Para contarlo en forma de historia lo he cambiado, transformándolo en palabras, pero quienes lo protagonizaron o fueron sus espectadores podrán reconocerlo al menos en sus adjetivos. Es una historia cotidiana, común y silvestre; es tu historia o la que soñaste que vivías, no por esa condición de soñada menos tuya ni menos real. Acá va:

Resulta que de buenas a primeras, Antonia se convirtió en mujer. Y no fue porque le haya venido la menstruación por primera vez  ni por causa fácil de decir: la pequeña que estaba pendiente de mis explicaciones, la que escribía con una lapicera con alas de mariposa plateadas en hojas decoradas con colores brillantes e imágenes de Kitty, de pronto desapareció y se convirtió en una extraña. Los adultos solemos pensar que el paso de la niñez a la adolescencia es gradual y está pautado por las hormonas para tranquilizarnos y olvidarnos de lo incomprensible, confuso y desalentador que es ese momento de la vida que gracias al cielo hemos dejado atrás; pero nada está más lejos de la realidad que esa creencia o pensamiento. Antonia un viernes estaba ahí sentada en el primer banco mirándome con ojos de Antonia niña y el miércoles ya no estaba más; había una extraña con su cara y su cuerpo pero mirándome con ojos de adolescencia plena, mirándome sin verme. Me acuerdo de ese momento perfectamente: era un comienzo nuevo, un replanteo de nuestra relación docente-alumna, volver a cero y contemplarnos como desconocidas para empezar a conocernos. No me desalenté: en eso consiste gran parte de mi trabajo.

Antonia dejó de sentarse en el primer banco y se pasó al fondo del aula. Se tiñó el pelo con tintura roja y se cortó ella misma sus larguísimas mechas en forma despareja. Empezó a maquillarse con tonos vivos, pero pronto pasó al negro, al igual que negras se volvieron sus ropas y negro su pelo. Atrás quedaron Kitty y las princesas de Disney en los separadores de la carpeta: lamentablemente pasó a no tener carpeta sino hojas sueltas y arrugadas pedidas a gruñidos desde el fondo del aula a los antiguos amigos, nada asombrados con la metamorfosis de su compañera de tan absortos en sus propias mutaciones. Antonia pasó de ser abanderada a alumna en riesgo de repetir el año, acodada y atrincherada en una mesa de atrás, con los auriculares del celular escondidos detrás de los mechones ni rojos ni negros del todo.

_ Anto..., ¿qué escuchás?

Me acuerdo que levantó la mirada ausente y, por primera vez en meses, me vio. Me dijo que no sabía qué le pasaba, que estaba muy preocupada, que no sabía porqué no tenía ya ganas de estudiar ni de prestar atención en clase y que si no fuera porque la obligaban, hacía rato que hubiera dejado la escuela. Me dijo que su papá estaba con mucha angustia por lo que ella estaba haciendo, pero que no podía hacer otra cosa... y no sabía qué hacer. Y, finalmente, sacó un montón de papeles cuidadosamente doblados y me dijo que había estado escribiendo y que si yo tenía tiempo, si yo podía, si yo tenía ganas, tal vez...

Me acuerdo de las historias escritas por Antonia.  Le pedí que siguiera escribiendo, le expliqué que no había que preocuparse demasiado sino pensar y tomar decisiones correctas, que no le pasaba nada malo... pero que sí podía pasarle algo realmente malo si ella misma lo permitía. La diferencia entre la niñez y la adolescencia tiene que ver en gran parte con la posibilidad concreta de tomar decisiones que tendrán incidencia en el resto de la vida: Antonia escribía sobre irse de su casa, sobre escaparse en algún tren con rumbo desconocido, sobre abandonar definitivamente la escuela, sobre la angustia de las tardes interminables con los auriculares apagados, sin escuchar nada, tirada en el suelo. Hasta que un día reconoció a Julián, y empezó a escribir sobre lo que sentía por él.

Digo "reconoció" porque Antonia y Julián ya se conocían de toda la vida. Habían hecho el jardín de infantes y toda la escuela primaria juntos, pero jamás habían intercambiado más que algunas palabras. Una tarde Antonia tiró sin querer una tiza para el lado de Julián y éste la increpó enojado gritándole que tuviera más cuidado. Y mientras Julián le gritaba, a Antonia le pareció que tenía unos hoyuelos muy lindos al lado de la boca y que los ojos se le ponían más oscuros con el enojo. Y entendió lo que quería decir el poeta en Annabel Lee.

Antonia empezó a escribir poesías y a devorar con la mirada a Julián. No se detuvo hasta que él la notó, le habló, la buscó y se enamoró tan perdidamente como ella se había enamorado de él. Julián dejó de estudiar, dejó de hacer los trabajos prácticos, de comprar las fotocopias y, finalmente, dejó de ser uno solo para ser dos y dejaron de venir todos los días a la escuela. Se quedaban enfrente, en alguna plaza, en algún umbral, mirándose a los ojos como absorbiéndose mutuamente las almas. Y, por supuesto, con esa decisión empezaron los problemas.

El papá de Antonia, azorado por una situación que no sabía cómo manejar, pidió ayuda en la escuela. Antonia fue obligada a regresar a las aulas y separada de Julián por una pared finita; a él lo cambiaron de año y lo pasaron al salón contiguo. Antonia y Julián pasaron a ser ojos anhelantes de recreo para encontrarse en los pasillos y abrazarse con angustia y pasión como si la pared finita estuviera plagada de kilómetros o tiempo. Antonia y Julián dejaron de ser dos nombres para ser uno solo, en bloque. Y las historias de Antonia abandonaron el tono gótico para pasar a un estilo ardiente y erótico, tanto tanto que tuve que empezar a pensar qué decirle a mi lánguida adolescente de mechas desiguales... "Anto... acordate de que estamos en la escuela y no en un taller literario... es una historia excelente... muy, muy, muy, muy...". Y Anto sonreía, "Sí, profe, ya sé, no sé por qué las escribo, si las ve mi papá, se muere".

La historia se precipitó. En la época de la secundaria todo suele pasar muy rápido y nada sobra: el papá de Antonia decidió cambiar a su hija de escuela ante la evidente situación de que repetiría el año, en manotazo de ahogado, esperando beneficiarla. Me lo contó Julián, tirado en el piso del pasillo, llorando delante de toda la escuela. Recuerdo haberme agachado, haber visto su mentón cuadrado y cubierto de suave pelo rubio; me acuerdo de haber buscado la carita de mi alumno adentro del desencajado rostro de casi hombre ahí tirado sufriendo. "¿Y ahora qué voy a hacer? Yo la amo".

Los adultos decimos cosas razonables la mayoría del tiempo. Le dije a Julián que no pasaba nada, que la escuela nueva de Antonia quedaba a unas veinte cuadras de la nuestra, que era importante que estudiaran los dos para pasar de año y que los dejaran de molestar y de censurar la relación, que no pasaba nada, que no pasaba nada y nada y nada, pero después entramos al aula y leímos el final del Wherter de Goethe. Y Julián, que antes de enamorarse era un excelente escucha de mis lecturas y peroratas, volvió a escuchar.

Lo que pasó al día siguiente me lo contaron, porque yo no trabajaba ahí los jueves. La escuela amaneció cubierta de inscripciones en aerosol y se armó un lindo lío de adultos, y un no menos lindo bochinche de alumnos. Al parecer, Julián había saltado los paredones del edificio centenario, había burlado los sistemas de seguridad (¿tenemos sistema de seguridad?, pregunté asombrada) y había pintado y escrito sobre cuanta pared había encontrado unos "ANTO TE AMO" bellísimos en tonos de negro y rojo que eran una maravilla de ternura, una apoteosis de ofrenda de amor, un acto romántico inundado del joven Wherter... Un escándalo de proporciones, un desastroso daño a la escuela, un delito, dónde está Julián, no va a poder entrar al edificio sin estar acompañado de sus padres, alcanzame una citación, mañana mismo, sin falta.

La historia termina muy rápido, pero estoy segura de que en la mente de Julián y de Antonia, permanecerá para siempre, al igual que en la mía. Julián fue obligado a ir a la escuela el fin de semana a cubrir sus grafittis con honorable pintura blanca, fue obligado a retomar los libros, los trabajos prácticos, las fotocopias, pasó de año y a pesar de que no lo vi más, sé que está en la universidad en este momento, estudiando para ser ingeniero. Antonia jamás vio los grafittis, pero se los contaron y se los imaginó. Y la imaginación de Antonia era estupenda, así que seguramente las letras grotescas en negro y rojo ( y que yo pude contemplar el viernes antes de que fueran cubiertas por el manto blanco), fueron doradas, bellas, resplandecientes y luminosas para ella. Años después de que pasara todo, reconocí los ojos de Anto en una mujer joven parada ante la escuela y oí su voz preguntándome: "Profe... ¿ahí también había escrito?". Por la misma Antonia supe que, lamentablemente, las decisiones que había tomado no habían sido buenas. Antonia no sólo había repetido el año sino que había abandonado la escuela, se había ido de la casa peleada con su papá (cuánto dolor), había empezado a trabajar en una feria vendiendo ropa, vivía con una tía, no sé, estaba bueno porque no veía mucho a nadie, pero pasaba mucho tiempo sola, no le pagaban bien pero algo era algo, igual la vida era una porquería siempre, pero estaba okey. "Sabe, profe", me dijo, antes de irse, sin sacar la vista del frente de la escuela. "Siempre me acuerdo de este lugar, de cómo me gustaba venir, de lo que viví con Julián, de lo bien que la pasábamos acá, de lo feliz que fui".

 Después de decirle muchas cosas razonables, como siempre hacemos los adultos, abracé a Anto en la puerta de la escuela. No la volví a ver, no supe más de ella. A veces  me parece ver los grafittis de Julián sobre el paredón del patio, o los ojos de Anto reflejados en los de alguna de las chicas que se sientan en el fondo. No puedo evitar recordarlos cuando leo Annabel Lee... A veces, cada tanto, me acuerdo de ellos, abrazados en el pasillo de la escuela, de la mano en un banco del parque, compartiendo los auriculares apagados, creciendo, sintiendo, experimentando, viviendo. Ellos se repiten y multiplican en cada amor adolescente que chisporrotea por las escuelas, iluminando u oscureciendo semblantes, gritando a la humanidad entera que, por más que digamos cosas razonables al volvernos adultos, ahí, en la esencia, somos emoción y pasiones que tanto ángeles del cielo como demonios del mar, enividian y envidiarán. 

miércoles, 7 de julio de 2010

Cuento futurista por el bicentenario: LA CLASE RETRO

a pedido de Yanet


El 22 de mayo del año 2110, la señora Lara ( y no doña Lara, a pesar de que ya tenía 138 años y estaba muuuy vieja), recibió el siguiente mensaje:
“Estamos convocando a todo el personal docente y no docente que estaba trabajando en la Escuela N 11, Florentino Ameghino, de La Plata, en el año 2010, para conmemorar el tricentenario del 25 de mayo con una jornada retro recreando esos antiguos años de la historia de la patria”
Por supuesto, emocionadísima, Lara se tomó un micro Plaza supersónico y ese 25 de mayo, a las 13 hs, estuvo parada ante la 11 mirando la estatua de Sarmiento, ahí, igualita, y la de Ameghino, derechitas, en la fachada de la escuela conservada intacta gracias a haber sido declarada patrimonio histórico de la ciudad. El parque Saavedra ya no estaba, pero con sólo no darse vuelta, a Lara le pareció que era joven de nuevo (porque sí, a los 38 años en el 2010 era joven), y subió las escaleras desdeñando el moderno ascensor, lagrimeando un poco, derechito rumbo a dirección.
“Buenas…” dijo, apretando el botón de la puerta que estaba en lugar de la de madera, antes, allá en el 2010, un poco acongojada por lo cambiada que estaba la escuela por dentro. Pero apenas se abrió, se olvidó de todo y le temblaron las piernas aún más (claro, tenía 138 años) porque ante ella estaban… estaban ¡Laura Chino, Teresa Gascón, Nora Ortega, Claudia Costi, Analía Prenda, la divina de Rosita de Rosa y Patricia Ripa! Viejísimas estaban, pero igualitas. Y empezaron ahí los besos, los abrazos, la exhibición de fotos de hijos, nietos, bisnietos, tataranietos, choznos y súper recontra choznos, porque todas tenían más de cien años y desde que se había extendido el límite de la vida humana con los avances de la medicina estaban todas y todos viejísimos pero lozanos, felices y preciosos, vivitos y coleando, igualitos a como estaban en el 2010.
Lara firmó en una carpeta que los alumnos habían conseguido en una casa de antigüedades, con una bic que le pareció una preciosidad (porque en el 2110 ya no existían el papel ni las lapiceras) y se dirigió al salón donde estaba antes su antiguo 3r año. Al pasar por el pasillo pudo admirar los murales que en el 2010 estaban descoloridos y dañados hechos una pinturita… las altas ventanas modernas con pantallas digitales holográficas, el piso… el piso brillante e impecable que ahora se limpiaba solo, en este momento estaba siendo limpiado con un antiquísimo trapo de piso sacado de vaya a saber dónde por .. ¡Mary! Casi se desmaya de la sorpresa al ver a Mary que largando el trapo le dijo “¡Neeegraaaa, estás divina!”. Y otra vez los abrazos y besos y emoción.
Finalmente, Lara llegó a su antiguo salón. Los alumnos, algo desconcertados por haber dejado de lado por la conmemoración del tricentenario todos sus aparatos de tecnología moderna para dar clase y por tener una profesora adelante en vivo y en directo (desde el año 2050 los pocos profesores que se dedicaban a dar clase lo hacían a través de la tecnología desde sus casas y las escuelas eran el espacio de congregación cultural de los alumnos y no de los docentes), la miraron atentamente y en respetuoso silencio. Lara dejó la cartera sobre un escritorio que habían colocado en su homenaje y empezó…
_ Buenas tardes…
Había escrito un discurso similar al que había leído el 25 de mayo del 2010, día en que le había tocado leer en el acto del colegio. Pero la voz se le fue yendo de a poco mientras leía porque veía pasar a través de las paredes translúcidas del salón a Carina, Silvana y a Silvia pasando lista con registros conseguidos en el Museo de Secretaría de Inspección, a la profesora Addiechi haciéndole gestos de saludo desde el salón de enfrente, a Marta la bibliotecaria llevando en sus manos… ¡libros! Tanto tiempo que no se veían libros en los salones de clases… En dirección le habían dicho que Epíscopo había recibido la invitación cuando paseaba con su esposa por Indochina y se había tomado un colectivo supersónico para venir… Era demasiada emoción. Lara dejó el papel que leía sin anteojos, a los 138 años, gracias a los avances de la medicina y clavó su vista en los alumnos de nuevo para poder aclarar la garganta en donde se le había hecho un nudo y poder hablar de nuevo. Había quedado en la parte de los ideales de libertad, justicia y equidad social, pero no podía hablar aunque quisiera de lo emocionada que estaba. La ayudó que entraran Viviana y Rosario con una bandeja con porciones de una tarta espectacular, idéntica a la del 2010, que dejó a los alumnos modernos boquiabiertos y a ella más calmada y serena. Pero como seguía sin habla, uno de los alumnos se atrevió a preguntar:
_ ¿ Es cierto que en el 2010 los alumnos dialogaban con los profesores en las clases?
_ ¿Es verdad que en el 2010 los chicos y chicas estudiaban usando papeles y lapiceras?
_ ¿Es cierto que las lapiceras no se podían borrar?
_ ¿Es cierto que los docentes de 2010 cobraban sueldos bajos o es una exageración de los historiadores?
Preguntaban y preguntaban. Y mientras Lara les respondía, los miraba e iba recuperando la serenidad y la voz, porque veía sus ojos negros, marrones, celestes, azules, sus cabellos de todos los tonos imaginables, sus ropas diversas, sus rostros que delataban las fisonomías ancestrales de los países de Latinoamérica, de oriente, de Europa, de África, y se iba dando cuenta de que el proceso del que ella había hablado en su discurso del 2010, en la queridísima 11, hablaba precisamente de lo que ella y sus compañeros docentes y no docentes de la 11 estaban haciendo en esa época. De la esperanza de que esas caritas que estaban frente y alrededor de ellos y ellas pudieran reflexionar, dialogar, debatir y discutir con respeto y conciencia acerca de cómo lograr ser ciudadanos habitantes de una Argentina libre, con conciencia y justicia social, sin discriminación, sin hambre, sin injusticia, sin desigualdades, de una Argentina hermosa y diversa en su tierra y su gente. Sus compañeras y compañeros de trabajo habían luchado por esos ideales enunciados por los próceres de la Primera Junta, junto a los alumnos y a los padres de sus alumnos, y ahora, a tantos años de ese momento, ella se daba cuenta de lo importantes que habían sido sus papeles adentro de los salones, en cada gesto cotidiano, en cada clase, conversación, acto de toma de decisiones, cada gesto cariñoso, comprensivo, cada paso. Y se sintió feliz por haber sido parte importante de ese proceso.
Lara miró el pasillo de nuevo y siguió dejándose inundar por la emoción de sentirse nuevamente en casa en esa querida escuela, rodeada de preguntas, de voces, de compañeros, mientras la escuela en la “clase retro” volvía a llenarse de voces como en los viejos tiempos, de risas, de ruidos de pasos.
_ ¿Es cierto que en esa época en la escuela había recreos y sonaba una campana? Hay un autor que dice que es un mito por el anacronismo ya que existía algo llamado timbre…
Y ahí justito se escuchó la campana. Sí, era cierto, no era un mito. Y también era cierto que lo que los alumnos, familias y todo el personal de la 11 en el 25 de mayo del 2010 hacían, era luchar por el cumplimiento de los ideales de los patriotas de la Primera Junta desde lo cotidiano, sin darse cuenta casi, en el día a día. ¿Lo habían logrado en el 2110? Seguramente lo habían logrado. Seguro. Segurísimo que sí.

viernes, 2 de julio de 2010

Pensamientos acerca de la función de la escuela secundaria.

                                                         Ver imagen en tamaño completo
Ser adolescente es debatirse en la confusión y el enojo que da el reconocer que se está confundido.
Eso es lo que pensé hace unas semanas cuando regresaba a mi casa después de una tarde intensa dentro de mi escuela, intentando mediar en un conflicto iracundo y teñido de lágrimas y sangre entre chicas de 13 a 15 años. ¿Los motivos? La discriminación disfrazada de amor no correspondido, por supuesto. Y la bronca, el despecho, los celos, la envidia, el efecto “patota” que te arrastra a contagiarte de los gritos de guerra de los otros. ¿Suena exagerado? No exagero. Una de las chicas mostraba la cara rasgada por las uñas de otra: se habían agarrado a las trompadas y patadas en la vereda del colegio la tarde anterior. Y esa tarde, la tarde siguiente, los ojos brillaban encendidos porque el transcurso de las horas no las había aplacado: se habían organizado en masa, vengarían la osadía de la que utilizó sus uñas y no pararían de golpearla y gritarle insultos hasta que corriera su sangre por el pavimento.

Una de las funciones de la escuela de esta época es precisamente contener y deshacer ese tipo de situaciones. Enseñando los rudimentos de cómo sostener una argumentación en forma coherente, una chica de 16 años me planteó hoy su postura acerca de que la escuela no debería ser obligatoria, ya que no garantizaba que los alumnos aprendieran ningún contenido con el transcurso de los años y los saberes incorporados resultaban, en el egreso, de la capacidad y el esfuerzo individual más que de la eficacia del sistema mismo. Y yo me encontré explicando algo en el aula que se encuentra íntimamente relacionado a la situación expuesta en el párrafo anterior: La escuela de la actualidad no se reduce en su función a brindar meros saberes acerca de geografía, matemáticas, historia, lengua o la disciplina que sea. La escuela se ha convertido en el único espacio en donde los adolescentes tienen contacto con personas cultas que les hablan y escriben utilizando un lenguaje que oscila entre estándar y formal, en donde se adquieren hábitos primordiales como el permanecer quieto y sentado durante un lapso más o menos largo escuchando una explicación, donde se practica la convivencia con los pares y con “los diferentes”, donde en forma de simulacro de la vida real que aguarda tras la puerta de entrada, se adquiere la práctica de ajustarse a un rol determinado y respetar sus códigos y normas implícitas. La escuela es un lugar donde se come, donde se escucha música, donde se guarda o esconde el celular durante las clases, donde se dibuja, donde se aburre uno, se sueña, se conversa, se divierte, se discute, se expresa, se enoja. Un lugar a donde se debe ir limpio, vestido de forma no ofensiva y discreta, donde se debe ejercitar el uso  de la formalidad en los textos orales y escritos.

A veces los docentes se aferran al rol que creen que es el correcto y pretenden ser meros impartidores de sus disciplinas en el aula. Sus salarios son bajísimos, corren de una escuela a otra, están agobiados de alumnos, horarios, papeles, ruido, burocracia sin sentido, arbitrariedades. Se enojan terriblemente con lo alumnos o con la docencia en sí, y declaman en las salas de profesores entre paredes descascaradas añorando las épocas en donde los chicos estudiaban y los respetaban aunque fuera como personas. Sin embargo, esos docentes olvidan que la realidad de hoy no es la de hace treinta, veinte, ni siquiera diez o cinco años atrás. La función del profesor se ha recargado, se ha resemantizado su papel y se ha convertido en fundamental modelo de adulto, mediador y guía de los adolescentes adentro de una escuela-hogar-guardería posmoderna. Obligatoriamente el profesor deberá cesar de hablar de Historia o de Física, y explicar el por qué no se pueden gritar insultos de puerta a puerta durante una clase, el por qué no se puede atender el telefonito en medio de una explicación, el por qué hablamos castellano y no inglés o portugués, el por qué hay que dialogar para resolver conflictos y no estar a las patadas.
Si el docente se niega a aceptar esa responsabilidad que la sociedad ha volcado sobre sus hombros, los alumnos aprenderán más o menos de sus disciplinas durante sus clases y mi alumna argumentadora tendrá razón: “la escuela” representada simbólicamente por su persona habrá tenido sentido únicamente para la ínfima minoría que prestó atención y aprendió. Pero si el docente acepta el desafío y trasciende el mero impartir información o herramientas para abordar una disciplina,  marcará la diferencia y dejará una huella indeleble en la memoria y personalidad de esos maleables seres que tiene más o menos sentados durante unas horas adentro de su aula.

Las chicas que se habían propuesto destrozar a la compañera en venganza por el arañazo habían anunciado su plan a toda la escuela. La víctima sabía lo que le esperaba a la salida del colegio. Ni ella ni ningún otro chico o chica de una escuela de cientos de alumnos habían avisado a algún adulto lo que iba a suceder. Fui yo, en mi papel de docente, cuando después de intentar hablar durante veinte minutos de una poesía de Baudelaire me di cuenta de que algo mucho más interesante e importante pasaba en esos rostros enojados y alterados (uno de ellos marcado, como dije), y decidí cesar de dar clase y preguntar qué pasaba.

Preguntar a los adolescentes qué les pasa y escuchar atentamente su respuesta puede ser decisivo. Dejé de dar clase sobre el género lírico, pero di clase ese día sobre cómo manejarse en los conflictos sin violencia. Las chicas lloraron; no se amigaron, pero no hubo pelea a la salida. Miles de profesores, maestros, preceptores y porteros trabajamos evitando estas situaciones todos los días dentro de las escuelas. Lamentablemente, a veces nuestro diálogo y vigilancia no alcanza: todos los años como mínimo una de mis adolescentes resulta embarazada siendo casi niña (y a pesar de disponer de la información correcta acerca de cómo impedir esa situación brindada por mí misma o por otros docentes dentro de las aulas). Se pueden enumerar en un in crescendo otras situaciones peores por lo irreparables: hace unos días una piba murió por un cóctel de alcohol y pastillas, otro día un pibe de 12 años apuñaló a un compañero en su casa, mientras hacían un trabajo práctico; de vez en cuando sucede algo extremo y aparece un Junior y asesina a algunos compañeros. Esta es la sociedad en la que vivimos, donde la escuela es escenario y espacio en donde se manifiesta la violencia, la discriminación, el abandono y ausencia familiar, la desnutrición, la incomprensión, la inversión de valores, el individualismo y la caída de los valores solidarios y humanistas que nos hacen personas.

Le dije a mi alumna al final de mi explicación del por qué la escuela debe ser obligatoria: Y si no fuera así, seríamos muy pocos acá adentro conversando acerca de todos estos temas tan importantes, ¿no te parece que sería una lástima? Está bueno que charlemos, por ejemplo: tus compañeras seguirían pensando que lo mejor es matarse a patadas en lugar de resolver las cosas de otra manera si no hubiéramos conversado la otra vez…
Y sí… sería una pena. Afortunadamente existe aún ese espacio para recobrar nuestra capacidad de sentir, de expresar y de ser seres humanos completos en un mundo que se ha despersonalizado al extremo de convertirse en inhumano. Y ser docente en este espacio es la profesión más importante y valiosa del mundo.


Texto publicado en mi desaparecido blog Biromes en el año 2008

jueves, 24 de junio de 2010

Sapos y culebras. Reflexiones sobre el lenguaje adolescente.

 imagen de Kokomoo, ilustradora china, tomada de la         blogósfera 
Existe una clase de alumnos que me recuerda inevitablemente a una princesa de cuentos (hermanastra malvada, siempre, de la heroína y sufrida protagonista). Esta princesa en cuestión había sido maldecida por un hada madrina, por más paradójico que esto pueda parecernos a los adultos, y su castigo consistía en que, cada vez que abriera la boca para pronunciar palabras, de ella saldrían sapos y culebras. Espantoso.
Te da qué pensar: la temperatura y viscosidad de un sapo posado sobre la lengua moviéndose asustado en la oscuridad del paladar…las culebras reptando por la garganta deslizándose desde las cuerdas vocales buscando la luz del afuera vislumbrado entre la dentadura entreabierta… Náuseas, vómito ineludible. Un asco tanto ser la princesa embrujada como el espectador del hecho: estar en un  lugar que se va llenando de esas criaturas, que te salten encima, que te toquen...
En el cuento el castigo terrible es brindado por la generosa hada para no dejar impune la maldad: el egoísmo, el desprecio, la injusticia, las humillaciones a las que esta hermanastra ha sometido a la verdadera princesa. Todo es fácil de comprender (es un cuento infantil): la buena es rubia, de cabellos larguísimos y sedosos, la del talle finísimo de cinturita de avispa, la bonita. La mala es la morocha, la gordita, narigona, la de los pies enormes. Su maldad surge de la impureza de su sangre: no es una hermana real; las verdaderas hermanas jamás tendrían actitudes así para con sus hermanas menores. El hada madrina que castiga tan despiadadamente no es una sádica investida de magia, sino que es la que administra justicia y es incuestionable.
Sería muy interesante analizar las huellas que estos cuentos van dejando impresas en los estereotipos internos que van a servir a los niños que los han escuchado o leído en su vida de adultos; puede considerárselos como parte responsable del problema, pero ese análisis excede este artículo. Lo que me ocupa aquí es establecer un paralelismo: he tomado el cuento como metáfora para explicar algo que suele suceder en las escuelas.
En la realidad no hay personajes, y ya sabemos que las personas son muchísimo más complejas cuando uno pretende ubicarlas en categorías para clasificar  y describirlas mejor. Lo intentaré igual:
En primer lugar, los vomitadores y vomitadoras de sapos y culebras no son todos iguales, y pueden ser príncipes o princesas. Los hay bonitos y feos, los hay robustos y delgados, rubios, morochos, pelirrojos y albinos. Pueden ser pobres o ricos (a esta altura la categoría de “pureza de sangre” ya no es tan popular, aunque se conserva la noción de linaje y buena familia). Es indiferente la edad que tengan: hay vomitadores tan jóvenes que contemplarlos produce escalofríos. Y lamentablemente (y esto es crucial), el hada madrina que los ha castigado no lo ha hecho por justicia, ya que estas víctimas del maleficio no han realizado ningún acto malo y, por lo tanto, lo que les sucede es absolutamente cuestionable.
¿Qué factor dañino ha encarnado en hada madrina y les ha ocasionado este daño a los chicos?
¿Existe un antídoto para este mal? ¿Un hechizo contrario? ¿Quién es el responsable de deshacer y reparar el daño causado por el hechizo? (¿A quién corresponde ser el príncipe montado en bella cabalgadura al rescate de la princesa fea y vomitadora de culebras?)
En primer lugar, para detectar al hada responsable, es recomendable escuchar atentamente y decodificar de qué materia están hechos estos sapos y culebras. Los niños y adolescentes a los que me refiero no se limitan a utilizar un vocabulario pobre y abundoso en puteadas repetitivas u obscenidades varias. Es peor lo que sale de sus bocas. Yo me estoy centrando específicamente en esos chicos que cuando hablan dicen cosas como ésta: “Calláte, volá, boliviano de mierda… (sustitúyase el “boliviano” por bolita, paragua, peruano, chileno, provinciano, indio, negro, gordo, sucio, narigón, villero, cartonero, retrasado, mogólico, rengo, sordo o lo que se pueda imaginar relacionado a nacionalidades varias, aspectos físicos y socioeconómicos, condiciones de salud, etc.)”. O que dicen cosas como: “Volá, qué te pasa, si cuando estaban los milicos estaba todo mejor y no había negros por todos lados choreando, que se vuelvan a sus países”, “Los desaparecidos algo habrán hecho”, “Hay que matarlos a todos (y ese todos se puede referir a cualquiera de las categorías mencionadas en el anterior paréntesis), hay que ponerlos contra un paredón, cagarlos a tiros y se soluciona el problema”. O dicen cosas así: “Qué tanto paro ni piquete, si andan en cero kilómetro y chalecito, barrio privado, que vayan a laburar" (refiriéndose a cualquier grupo de trabajadores que protesta o reclama por su salario, en especial a los docentes).
Cuando me encuentro dentro de aulas con alumnos que vomitan sapos y culebras, lo primero que hago es entristecerme mucho, porque sólo tengo un año por delante para intentar deshacerles el hechizo. Despotrican a los gritos, contaminan el aire y lo cargan de un agobiante velo que hace bajar las miradas de los pares bolivianos, peruanos, indígenas, obesos, muy altos, petisitos, pobres, discapacitados, etc. O la de los docentes, lo que es peor en mi opinión. Y las miradas bajas se cargan de sufrimiento y de humedad, por eso es que me entristezco doblemente: debo rescatar al enloquecido vomitador de reptiles, pero también debo rescatar a sus víctimas para que aprendan a no ser pasivas ante sus ataques. Todo en esa situación está mal; por suerte es remediable y la tristeza no sirve para nada en ese proceso, así que inmediatamente hay que abandonarla.
Para luchar contra esta situación (y ser los príncipes o princesas guerreras, en corceles de crines sedosas, armados con ornamentadas espadas), debemos en primer lugar retornar a la primera pregunta planteada: el origen de este mal, el hada embrujadora. Los chicos que dicen esas cosas están imitando un modelo: repiten frases que han escuchado en boca de adultos que admiran y respetan, copian su actitud, su tono de voz autoritario. Los chicos que, al oír esas cosas y sentirse dolidos de alguna manera por ellas, bajan la mirada y no hacen nada para impedir esa situación violenta, también están imitando un modelo. Y estos modelos que copiar se hallan en dos lugares, básicamente:
. La propia casa.
. La programación de televisión que se ve en la propia casa.
De mi experiencia docente surge esa conclusión, que para mí es incuestionable. Se puede objetar que muchos chicos aprenden a manejarse de ese modo de sus amigos, o de padres de esos mismos amigos. Son los menos, y si eso sucede, también recae sobre la responsabilidad familiar el no haber ejercido ningún control para impedir que el chico copie modelos tan dañinos para sí mismo y para los demás. Se puede objetar que los chicos escuchan música violenta, juegan a juegos violentos, acceden a Internet en forma irrestricta; contesto lo mismo que en la frase anterior. Un vomitador de sapos y culebras es un inadaptado social, un incapacitado para obedecer una figura de autoridad que no esté basada en el rigor y la severidad, una persona incapaz de desarrollar un pensamiento crítico, un sujeto despojado de la capacidad de ver a los demás como sujetos. Un ciego, un sordo, un gritón desaforado que va por la vida atropellando los derechos de los otros con sus palabras que, de tanto reiterar, se le han vuelto vacías. Un ignorante del daño que él mismo causa a sí mismo y a los demás.
Una persona que permite que los sapos y culebras se le suban encima a pesar de sentir repugnancia y sufre por ello, alguien que se deja bañar de discriminación a los gritos, también es un inadaptado social. Basa su adaptación en negar su condición de sujeto y se cosifica, se anula, desaparece como persona y se ubica cómodamente en el papel de víctima, hecho que no le sirve de nada ni a él ni a su atacante y sólo contribuye a perpetuar la situación.
No es novedad la noticia de que vivimos en una realidad en donde son moneda cotidiana la discriminación y la violencia. El mundo de los adultos es el que están representando los chicos en una parodia que no es parodia inofensiva para nada, y muchos adultos argentinos se están manejando de ese modo.
 Ahí está el desafío para el docente o quien se enfrente al problema: ¿Cómo contrarrestar ese modelo enfermo de violencia que rodea y contiene a los chicos en su vida cotidiana fuera de la escuela y que ha ingresado y se ha instalado a la fuerza en pasillos y aulas, inundando de gritos y patadas todo el lugar en donde se supone que el modelo debe ser de integración, solidaridad, paz y convivencia armoniosa?
Mi respuesta no es sencilla: el trabajo a hacer para desanudar el nudo, para des hechizar al hechizado, para proteger y dotar de mecanismos de defensa al que se cree indefenso, es arduo. Pero ya dije que no es imposible. Se trata de educación, y en primer lugar, de hacerse cargo de ese papel e integrarlo a nuestra propia visión del rol que debemos desempeñar en el aula.
Escribía en un artículo anterior que el docente debe hacerse cargo de papeles que tradicionalmente no le han correspondido para poder marcar una diferencia en su labor de docente. Muy bien: éste es uno de esos casos. Se debe enseñar a los alumnos (a los que están ejerciendo la violencia y a los que la están padeciendo) que eso que están haciendo está mal. Se debe explicar de una forma científica y sólida que la discriminación racial se basa en conceptos insostenibles y peligrosos, que han ocasionado millones de muertes a lo largo de la historia. Se debe conducir a los chicos por el camino de un razonamiento que los haga redescubirse como sujetos y no como objetos, como personas que sienten, que se emocionan, que sufren, que tienen miedo, que se enamoran, que lloran. Y como seres humanos, como sujetos críticos y pensantes, instruidos y capaces de sostener una postura coherente y una actitud razonada ante algo que los preocupe e interese, enseñar que ellos pueden ser transformadores de su realidad.
La sociedad actual argentina, resultado de años oscuros de represión y de un modelo neoliberal descarnado y deshumanizador que se ha centrado en el lucro y en el objeto y no en los sujetos, se mueve propagando valores individualistas y competitivos impregnados de violencia de todo tipo. Vivimos sufriendo la injusticia e inequidad en la distribución de la riqueza (y cuando me refiero a riqueza esta palabra abarca tanto los bienes materiales como el capital simbólico). Y la manera de cambiar esto que se reproduce como en espejito mágico dentro de muchas aulas argentinas, es trabajando sobre la situación y mostrando que ésta no es natural, sino resultado de una historia determinada. Y como no es natural, puede modificarse y cambiarse para situarnos en un camino que nos agrade más a todos: el docente debe transformar la realidad dentro de su aula, el directivo debe transformar la realidad dentro de su escuela, el alumno debe transformar la realidad dentro de su casa, la familia debe transformar la realidad dentro de la sociedad….
Tan difícil como en la imagen ésa del hombre parado delante del tanque de guerra con los brazos abiertos. Pero tan posible: en esa foto el tanque está detenido.
Recordemos: el príncipe liberador y la princesa guerrera siempre ganan al final de los cuentos para chicos. Y de eso hablamos: de chicos.                                                        Este texto apareció en el desaparecido blog Biromes en el 2008                                                                       

miércoles, 16 de junio de 2010

Los adolescentes suicidantes


Como en una extraordinaria puesta en escena de la casualidad, esta mañana muy temprano me senté a leer los diarios antes de ir a trabajar y me encontré con la noticia de los ocho adolescentes muertos en Salta a causa del "juego de la corbata". Tan desafortunado el jueguito como los textos de los periodistas espantados  intentando explicarlo racionalmente, pensé. Me tomé el café y me fui al aula sin pensar demasiado en lo que había leído.

Y claro: me lo merecía de alguna manera. Como en cachetazo de las divinidades inescrutables, la noticia me manoteó apenas entré a la escuela: Una alumna del turno tarde se había suicidado el domingo anterior ahorcándose con una chalina en el baño de la carnicería de sus padres, separada de ellos y de su hermanito menor por una mísera pared de ladrillos. Una alumna, una chica de 13 años, una joven adolescente, una nena. En el baño. "Porque había discutido con su papá". Una pared de morondanga. Los padres. El hermanito.

Salir de preceptoría con la noticia estampada en la cara y meterme en el aula fue un conjunto obvio: apenas entré los alumnos me rodearon para preguntarme si sabía por qué la chica había hecho eso. Y cuando abrí la boca para repetir la vacía frase de la "discusión con su papá" me encontré de nuevo con los adolescentes de Salta en mente y los periodistas explicando la imbecilidad suprema de jugar a morirse.

Acá va mi interpretación, más o menos desafortunada quizás, tal vez, andá a saber, pero necesaria para poder irme a dormir un rato sin tantas palabras dolorosas pugnando por irse de la punta de mis dedos.

El juego de la corbata es una versión barata de la famosa ruleta rusa. Barata porque no hace falta revólver ni bala, pero versión al fin porque involucra dos componentes idénticos: el desafío grupal para demostrar individualmente "valentía", valor o presunto coraje ante el resto del grupo (en general pares: en la ruleta rusa, adultos, en el juego de la corbata, adolescentes) aceptando el desafío de arriesgar la vida en el juego y la posibilidad de morirse bien muerto irremediablemente (en la ruleta rusa con los sesos desparramados sobre el resto de los concursantes valerosísimos y en el juego que nos ocupa asfixiado ante unos padres horrorizados para la eternidad, cadáveres con una soguita elegante al cuello). ¿Y por qué lo cuento de esta manera tan irrespetuosa si hay ocho pibes muertos en Salta y acaba de fallecer la chica de 13 años de mi colegio? Porque esto que a todas luces parece una irracionalidad, una imbecilidad, una cosa sin ton ni son, la antilógica, lo absurdo llevado hasta el extremo de la náusea, lo es siempre y cuando se vea desde el punto de vista de un adulto y no de un adolescente. Para un muchacho de esa edad, para una chica, jugar a asfixiarse puede ser lo más natural, inofensivo y deseable del mundo. Y precisamente por esa razón es que suenan tan huecos los intentos de "por qués" que ensayamos los adultos para justificar lo irreparable: "Se había peleado con el padre", "El papá no la dejó ir a ver un recital", "Tenía problemas con el novio", frases vacías que son hojarasca y que suenan tan a muerto en nuestros labios como la muerte misma que nos ha dejado fríos y cubiertos de miedo.

Durante mis años de docencia he asistido a espectáculos lamentables, casi siempre marcados por modas que no son de ropa ni de diseño sino de flagelaciones varias. Mis alumnos se han rasgado la piel con lapiceras intentando hacerse tatuajes de cicatrices, se han infectado, se han cubierto de llagas supurantes. Mis alumnos han jugado ante mis ojos a pegarse en los brazos con reglas, fuerte, muy fuerte. El año pasado se mordían, vampirizados por la moda de una película con actor jovencísimo y bello, a pesar de todas las explicaciones acerca del contagio del HIV, de hepatitis, de cualquier otra cosa lógica que uno quisiera esgrimir para frenar los lengüetazos con sangre. Desde hará dos o tres años atrás, mis alumnos se perforan ellos mismos las cejas, los labios, la nariz, la lengua, con unos aros sin esterilizar manoseados y sucios, sin importarles historias verídicas sobre músculos dañados para siempre. Desde siempre, algunos y algunas tienen sexo sin usar preservativo, a pesar de las infinitas y tediosas explicaciones acerca de por qué hay que cuidarse que se brindan en la escuela. Y por supuesto, algunos y algunas serán padres o madres adolescentes a pesar de haber estado informados de la existencia de esa posibilidad. Algunos se irán de sus casas. Algunos volverán. Otros no. Algunos dejarán de estudiar. Otros no.

Y desde siempre, algunos y algunas, a veces, pocas veces, se suicidan.

¿Y por qué sucede todo esto? Por la misma razón para nada imbécil ni ilógica: el adolescente no tiene noción del significado de "irreparable", "sin retorno", "para siempre", o al menos no le otorga el mismo campo semántico que el adulto, que ya pasó alborozado su adolescencia y olvidó cómo era adolecer la vida. Los jóvenes toman decisiones que modificarán el resto de su existencia sin tomar en cuenta ese factor, y pibes que a los 14 se lastimaron el brazo con la lapicera, a los 24 se mirarán las marcas y se preguntarán por qué carancho hicieron eso y no sabrán qué contestar, porque no hay respuesta, solamente un "porque era adolescente", que es lo mismo a veces que decir que uno estaba en la edad del pavo o, menos simpáticamente, porque se sentía horrible adentro de un cuerpo multiforme y mutante, atrapado en la casa ajena de unos padres o adultos extraños dueños de qué comer, qué vestir y adónde ir, sin poder de decisión sobre uno mismo y con ganas de escuchar música tirados en la cama todo el día a ver si se pasa la vida más rápido.

Pero la gran mayoría no se mata... esa chica que se suicidó debe haber tenido otros problemas más graves que "se peleó con su papá" para haber tomado semejante decisión únicamente porque quería dejar de sufrir o quería ser ardiente Némesis y que su padre sufriera en carne propia el dolor, haciendo holocausto de su vida en la placentera fogata de la venganza...

He tenido (tengo y tendré, con ellos trabajo, para ellos me desempeño profesionalmente y, en cierto sentido, por ellos mi vida tiene sentido) alumnos que han pasado situaciones tremendamente difíciles. Alumnos violados, abusados en todo sentido, abandonados, desposeídos, despojados hasta de su dignidad. Alumnos que son llagas sangrantes, bocas llenas de dientes abiertas reclamando atención, amor, comida, educación. Alumnos que no se suicidan sino que salen adelante, crecen y vuelven hechos hombres o mujeres a saludar con los ojos llenos de nostalgia por la escuela que tiene un pedazo de historia personal más poderoso que la marca que pueda dejar una lapicera en un brazo. Alumnos que no se suicidan y viven. Y alumnos que no.

¿Cuál es la diferencia entre ellos? ¿Puede nuestro hijo, hija, hermano, hermana, nieto, nieta, alumno, alumna, ser amado rotulado con cualquier etiqueta tomar la decisión desafortunada de matarse como de cortarse el pelo? ¿Puede decidir junto a un grupo de amigos reales o virtuales arriesgar su vida, su inestimable y preciada vida, para demostrar un falso valor jugando al juego de la corbata o a tomar alcohol hasta descerebrarse o a drogarse con vaya a saber qué hasta quedar hecho una cosa vulnerable, solo, sin nosotros para rescatarlo?

Lo importante, lo fundamental, es saber que sí, que pueden. Todos ellos pueden. Tengan o no problemas que nosotros consideremos graves. Pueden.

¿Y qué hacemos entonces para no ser esos padres en la carnicería, entrando en el baño y arrojándose sobre el cuerpito desgarbado que una vez fue el relámpago de la felicidad más pura y el dolor del parto, el primer diente, el primer pasito, el dejar los pañales, la calesita, las fotos, los besos, el perfume Jhonson, el acto del jardín y la bandera bonaerense en el acto de la primaria, el dolor puro hecho carne irreparablemente muerta, hijo mío, qué hiciste...?

Estamos atentos. Eso hacemos. Conversamos con los hijos, con los nietos, los alumnos, los convertimos en personas y no en etiquetas. Preguntamos a dónde van, con quién están, qué están haciendo, nos interesamos, explicamos, advertimos, educamos. Eso hacemos. Acompañamos.

A veces, supongo, no alcanzará con ello. Pero consuela pensar que si tenemos la posibilidad de no ser espectadores sino actores en la vida de los jóvenes que tenemos a nuestro alcance, habrá muchos menos pibes diciendo "Dale, cagón, pasame la corbata, yo lo hago primero".