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miércoles, 16 de junio de 2010
Los adolescentes suicidantes
Como en una extraordinaria puesta en escena de la casualidad, esta mañana muy temprano me senté a leer los diarios antes de ir a trabajar y me encontré con la noticia de los ocho adolescentes muertos en Salta a causa del "juego de la corbata". Tan desafortunado el jueguito como los textos de los periodistas espantados intentando explicarlo racionalmente, pensé. Me tomé el café y me fui al aula sin pensar demasiado en lo que había leído.
Y claro: me lo merecía de alguna manera. Como en cachetazo de las divinidades inescrutables, la noticia me manoteó apenas entré a la escuela: Una alumna del turno tarde se había suicidado el domingo anterior ahorcándose con una chalina en el baño de la carnicería de sus padres, separada de ellos y de su hermanito menor por una mísera pared de ladrillos. Una alumna, una chica de 13 años, una joven adolescente, una nena. En el baño. "Porque había discutido con su papá". Una pared de morondanga. Los padres. El hermanito.
Salir de preceptoría con la noticia estampada en la cara y meterme en el aula fue un conjunto obvio: apenas entré los alumnos me rodearon para preguntarme si sabía por qué la chica había hecho eso. Y cuando abrí la boca para repetir la vacía frase de la "discusión con su papá" me encontré de nuevo con los adolescentes de Salta en mente y los periodistas explicando la imbecilidad suprema de jugar a morirse.
Acá va mi interpretación, más o menos desafortunada quizás, tal vez, andá a saber, pero necesaria para poder irme a dormir un rato sin tantas palabras dolorosas pugnando por irse de la punta de mis dedos.
El juego de la corbata es una versión barata de la famosa ruleta rusa. Barata porque no hace falta revólver ni bala, pero versión al fin porque involucra dos componentes idénticos: el desafío grupal para demostrar individualmente "valentía", valor o presunto coraje ante el resto del grupo (en general pares: en la ruleta rusa, adultos, en el juego de la corbata, adolescentes) aceptando el desafío de arriesgar la vida en el juego y la posibilidad de morirse bien muerto irremediablemente (en la ruleta rusa con los sesos desparramados sobre el resto de los concursantes valerosísimos y en el juego que nos ocupa asfixiado ante unos padres horrorizados para la eternidad, cadáveres con una soguita elegante al cuello). ¿Y por qué lo cuento de esta manera tan irrespetuosa si hay ocho pibes muertos en Salta y acaba de fallecer la chica de 13 años de mi colegio? Porque esto que a todas luces parece una irracionalidad, una imbecilidad, una cosa sin ton ni son, la antilógica, lo absurdo llevado hasta el extremo de la náusea, lo es siempre y cuando se vea desde el punto de vista de un adulto y no de un adolescente. Para un muchacho de esa edad, para una chica, jugar a asfixiarse puede ser lo más natural, inofensivo y deseable del mundo. Y precisamente por esa razón es que suenan tan huecos los intentos de "por qués" que ensayamos los adultos para justificar lo irreparable: "Se había peleado con el padre", "El papá no la dejó ir a ver un recital", "Tenía problemas con el novio", frases vacías que son hojarasca y que suenan tan a muerto en nuestros labios como la muerte misma que nos ha dejado fríos y cubiertos de miedo.
Durante mis años de docencia he asistido a espectáculos lamentables, casi siempre marcados por modas que no son de ropa ni de diseño sino de flagelaciones varias. Mis alumnos se han rasgado la piel con lapiceras intentando hacerse tatuajes de cicatrices, se han infectado, se han cubierto de llagas supurantes. Mis alumnos han jugado ante mis ojos a pegarse en los brazos con reglas, fuerte, muy fuerte. El año pasado se mordían, vampirizados por la moda de una película con actor jovencísimo y bello, a pesar de todas las explicaciones acerca del contagio del HIV, de hepatitis, de cualquier otra cosa lógica que uno quisiera esgrimir para frenar los lengüetazos con sangre. Desde hará dos o tres años atrás, mis alumnos se perforan ellos mismos las cejas, los labios, la nariz, la lengua, con unos aros sin esterilizar manoseados y sucios, sin importarles historias verídicas sobre músculos dañados para siempre. Desde siempre, algunos y algunas tienen sexo sin usar preservativo, a pesar de las infinitas y tediosas explicaciones acerca de por qué hay que cuidarse que se brindan en la escuela. Y por supuesto, algunos y algunas serán padres o madres adolescentes a pesar de haber estado informados de la existencia de esa posibilidad. Algunos se irán de sus casas. Algunos volverán. Otros no. Algunos dejarán de estudiar. Otros no.
Y desde siempre, algunos y algunas, a veces, pocas veces, se suicidan.
¿Y por qué sucede todo esto? Por la misma razón para nada imbécil ni ilógica: el adolescente no tiene noción del significado de "irreparable", "sin retorno", "para siempre", o al menos no le otorga el mismo campo semántico que el adulto, que ya pasó alborozado su adolescencia y olvidó cómo era adolecer la vida. Los jóvenes toman decisiones que modificarán el resto de su existencia sin tomar en cuenta ese factor, y pibes que a los 14 se lastimaron el brazo con la lapicera, a los 24 se mirarán las marcas y se preguntarán por qué carancho hicieron eso y no sabrán qué contestar, porque no hay respuesta, solamente un "porque era adolescente", que es lo mismo a veces que decir que uno estaba en la edad del pavo o, menos simpáticamente, porque se sentía horrible adentro de un cuerpo multiforme y mutante, atrapado en la casa ajena de unos padres o adultos extraños dueños de qué comer, qué vestir y adónde ir, sin poder de decisión sobre uno mismo y con ganas de escuchar música tirados en la cama todo el día a ver si se pasa la vida más rápido.
Pero la gran mayoría no se mata... esa chica que se suicidó debe haber tenido otros problemas más graves que "se peleó con su papá" para haber tomado semejante decisión únicamente porque quería dejar de sufrir o quería ser ardiente Némesis y que su padre sufriera en carne propia el dolor, haciendo holocausto de su vida en la placentera fogata de la venganza...
He tenido (tengo y tendré, con ellos trabajo, para ellos me desempeño profesionalmente y, en cierto sentido, por ellos mi vida tiene sentido) alumnos que han pasado situaciones tremendamente difíciles. Alumnos violados, abusados en todo sentido, abandonados, desposeídos, despojados hasta de su dignidad. Alumnos que son llagas sangrantes, bocas llenas de dientes abiertas reclamando atención, amor, comida, educación. Alumnos que no se suicidan sino que salen adelante, crecen y vuelven hechos hombres o mujeres a saludar con los ojos llenos de nostalgia por la escuela que tiene un pedazo de historia personal más poderoso que la marca que pueda dejar una lapicera en un brazo. Alumnos que no se suicidan y viven. Y alumnos que no.
¿Cuál es la diferencia entre ellos? ¿Puede nuestro hijo, hija, hermano, hermana, nieto, nieta, alumno, alumna, ser amado rotulado con cualquier etiqueta tomar la decisión desafortunada de matarse como de cortarse el pelo? ¿Puede decidir junto a un grupo de amigos reales o virtuales arriesgar su vida, su inestimable y preciada vida, para demostrar un falso valor jugando al juego de la corbata o a tomar alcohol hasta descerebrarse o a drogarse con vaya a saber qué hasta quedar hecho una cosa vulnerable, solo, sin nosotros para rescatarlo?
Lo importante, lo fundamental, es saber que sí, que pueden. Todos ellos pueden. Tengan o no problemas que nosotros consideremos graves. Pueden.
¿Y qué hacemos entonces para no ser esos padres en la carnicería, entrando en el baño y arrojándose sobre el cuerpito desgarbado que una vez fue el relámpago de la felicidad más pura y el dolor del parto, el primer diente, el primer pasito, el dejar los pañales, la calesita, las fotos, los besos, el perfume Jhonson, el acto del jardín y la bandera bonaerense en el acto de la primaria, el dolor puro hecho carne irreparablemente muerta, hijo mío, qué hiciste...?
Estamos atentos. Eso hacemos. Conversamos con los hijos, con los nietos, los alumnos, los convertimos en personas y no en etiquetas. Preguntamos a dónde van, con quién están, qué están haciendo, nos interesamos, explicamos, advertimos, educamos. Eso hacemos. Acompañamos.
A veces, supongo, no alcanzará con ello. Pero consuela pensar que si tenemos la posibilidad de no ser espectadores sino actores en la vida de los jóvenes que tenemos a nuestro alcance, habrá muchos menos pibes diciendo "Dale, cagón, pasame la corbata, yo lo hago primero".
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yo soy maestra, y te entiendo perfectamente.
ResponderEliminarEn estos años han pasado por delante de mí historias dignas de un guión de Tarantino.
He visto en sus miradas infantiles más gravedad que en la de muchos adultos.
La necesidad de sentirse parte de un grupo, parte de algo, aceptado, querido...
Hace un mes enterré a un alumno mío. Se suicidó tirándose al río.
17 años, toda la vida por delante... y no quiso seguir jugando.
Un beso
una sola pregunta ¿que provocó este cambio entre ellos y nosotros? ¿que hemos hecho mal los padres, los maestros?
ResponderEliminarSaludos