Ser adolescente es debatirse en la confusión y el enojo que da el reconocer que se está confundido.
Eso es lo que pensé hace unas semanas cuando regresaba a mi casa después de una tarde intensa dentro de mi escuela, intentando mediar en un conflicto iracundo y teñido de lágrimas y sangre entre chicas de 13 a 15 años. ¿Los motivos? La discriminación disfrazada de amor no correspondido, por supuesto. Y la bronca, el despecho, los celos, la envidia, el efecto “patota” que te arrastra a contagiarte de los gritos de guerra de los otros. ¿Suena exagerado? No exagero. Una de las chicas mostraba la cara rasgada por las uñas de otra: se habían agarrado a las trompadas y patadas en la vereda del colegio la tarde anterior. Y esa tarde, la tarde siguiente, los ojos brillaban encendidos porque el transcurso de las horas no las había aplacado: se habían organizado en masa, vengarían la osadía de la que utilizó sus uñas y no pararían de golpearla y gritarle insultos hasta que corriera su sangre por el pavimento.
Una de las funciones de la escuela de esta época es precisamente contener y deshacer ese tipo de situaciones. Enseñando los rudimentos de cómo sostener una argumentación en forma coherente, una chica de 16 años me planteó hoy su postura acerca de que la escuela no debería ser obligatoria, ya que no garantizaba que los alumnos aprendieran ningún contenido con el transcurso de los años y los saberes incorporados resultaban, en el egreso, de la capacidad y el esfuerzo individual más que de la eficacia del sistema mismo. Y yo me encontré explicando algo en el aula que se encuentra íntimamente relacionado a la situación expuesta en el párrafo anterior: La escuela de la actualidad no se reduce en su función a brindar meros saberes acerca de geografía, matemáticas, historia, lengua o la disciplina que sea. La escuela se ha convertido en el único espacio en donde los adolescentes tienen contacto con personas cultas que les hablan y escriben utilizando un lenguaje que oscila entre estándar y formal, en donde se adquieren hábitos primordiales como el permanecer quieto y sentado durante un lapso más o menos largo escuchando una explicación, donde se practica la convivencia con los pares y con “los diferentes”, donde en forma de simulacro de la vida real que aguarda tras la puerta de entrada, se adquiere la práctica de ajustarse a un rol determinado y respetar sus códigos y normas implícitas. La escuela es un lugar donde se come, donde se escucha música, donde se guarda o esconde el celular durante las clases, donde se dibuja, donde se aburre uno, se sueña, se conversa, se divierte, se discute, se expresa, se enoja. Un lugar a donde se debe ir limpio, vestido de forma no ofensiva y discreta, donde se debe ejercitar el uso de la formalidad en los textos orales y escritos.
A veces los docentes se aferran al rol que creen que es el correcto y pretenden ser meros impartidores de sus disciplinas en el aula. Sus salarios son bajísimos, corren de una escuela a otra, están agobiados de alumnos, horarios, papeles, ruido, burocracia sin sentido, arbitrariedades. Se enojan terriblemente con lo alumnos o con la docencia en sí, y declaman en las salas de profesores entre paredes descascaradas añorando las épocas en donde los chicos estudiaban y los respetaban aunque fuera como personas. Sin embargo, esos docentes olvidan que la realidad de hoy no es la de hace treinta, veinte, ni siquiera diez o cinco años atrás. La función del profesor se ha recargado, se ha resemantizado su papel y se ha convertido en fundamental modelo de adulto, mediador y guía de los adolescentes adentro de una escuela-hogar-guardería posmoderna. Obligatoriamente el profesor deberá cesar de hablar de Historia o de Física, y explicar el por qué no se pueden gritar insultos de puerta a puerta durante una clase, el por qué no se puede atender el telefonito en medio de una explicación, el por qué hablamos castellano y no inglés o portugués, el por qué hay que dialogar para resolver conflictos y no estar a las patadas.
Si el docente se niega a aceptar esa responsabilidad que la sociedad ha volcado sobre sus hombros, los alumnos aprenderán más o menos de sus disciplinas durante sus clases y mi alumna argumentadora tendrá razón: “la escuela” representada simbólicamente por su persona habrá tenido sentido únicamente para la ínfima minoría que prestó atención y aprendió. Pero si el docente acepta el desafío y trasciende el mero impartir información o herramientas para abordar una disciplina, marcará la diferencia y dejará una huella indeleble en la memoria y personalidad de esos maleables seres que tiene más o menos sentados durante unas horas adentro de su aula.
Las chicas que se habían propuesto destrozar a la compañera en venganza por el arañazo habían anunciado su plan a toda la escuela. La víctima sabía lo que le esperaba a la salida del colegio. Ni ella ni ningún otro chico o chica de una escuela de cientos de alumnos habían avisado a algún adulto lo que iba a suceder. Fui yo, en mi papel de docente, cuando después de intentar hablar durante veinte minutos de una poesía de Baudelaire me di cuenta de que algo mucho más interesante e importante pasaba en esos rostros enojados y alterados (uno de ellos marcado, como dije), y decidí cesar de dar clase y preguntar qué pasaba.
Preguntar a los adolescentes qué les pasa y escuchar atentamente su respuesta puede ser decisivo. Dejé de dar clase sobre el género lírico, pero di clase ese día sobre cómo manejarse en los conflictos sin violencia. Las chicas lloraron; no se amigaron, pero no hubo pelea a la salida. Miles de profesores, maestros, preceptores y porteros trabajamos evitando estas situaciones todos los días dentro de las escuelas. Lamentablemente, a veces nuestro diálogo y vigilancia no alcanza: todos los años como mínimo una de mis adolescentes resulta embarazada siendo casi niña (y a pesar de disponer de la información correcta acerca de cómo impedir esa situación brindada por mí misma o por otros docentes dentro de las aulas). Se pueden enumerar en un in crescendo otras situaciones peores por lo irreparables: hace unos días una piba murió por un cóctel de alcohol y pastillas, otro día un pibe de 12 años apuñaló a un compañero en su casa, mientras hacían un trabajo práctico; de vez en cuando sucede algo extremo y aparece un Junior y asesina a algunos compañeros. Esta es la sociedad en la que vivimos, donde la escuela es escenario y espacio en donde se manifiesta la violencia, la discriminación, el abandono y ausencia familiar, la desnutrición, la incomprensión, la inversión de valores, el individualismo y la caída de los valores solidarios y humanistas que nos hacen personas.
Le dije a mi alumna al final de mi explicación del por qué la escuela debe ser obligatoria: Y si no fuera así, seríamos muy pocos acá adentro conversando acerca de todos estos temas tan importantes, ¿no te parece que sería una lástima? Está bueno que charlemos, por ejemplo: tus compañeras seguirían pensando que lo mejor es matarse a patadas en lugar de resolver las cosas de otra manera si no hubiéramos conversado la otra vez…
Y sí… sería una pena. Afortunadamente existe aún ese espacio para recobrar nuestra capacidad de sentir, de expresar y de ser seres humanos completos en un mundo que se ha despersonalizado al extremo de convertirse en inhumano. Y ser docente en este espacio es la profesión más importante y valiosa del mundo.
Texto publicado en mi desaparecido blog Biromes en el año 2008
Los maestros sufrimos de pluriempleo las 24 horas.
ResponderEliminarLa fuerza para soportarlo ha de ser inagotable.
Beso!
Velo desde el otro punto de vista...yo de niña tuve fobia escolar y lo pase fatal.
ResponderEliminarBesos para tiii.
mar
Cuando ví Biromes me acordé de ese blog, buenos recuerdos.
ResponderEliminarAdriana , esta entrada merece un comentario con calma, la realidad que tu planteas es idéntica a la nuestra , con algunos pequeños matices.
Ahora estoy haciendo las maletas para ir a tu país, de regreso comentaré con calma esta entrada
Saludos