De vez en cuando, y por diversos motivos, recuerdo el siguiente acontecimiento, presenciado por mí en vivo y en directo, primera fila, hace suficientes años atrás. Para contarlo en forma de historia lo he cambiado, transformándolo en palabras, pero quienes lo protagonizaron o fueron sus espectadores podrán reconocerlo al menos en sus adjetivos. Es una historia cotidiana, común y silvestre; es tu historia o la que soñaste que vivías, no por esa condición de soñada menos tuya ni menos real. Acá va:
Resulta que de buenas a primeras, Antonia se convirtió en mujer. Y no fue porque le haya venido la menstruación por primera vez ni por causa fácil de decir: la pequeña que estaba pendiente de mis explicaciones, la que escribía con una lapicera con alas de mariposa plateadas en hojas decoradas con colores brillantes e imágenes de Kitty, de pronto desapareció y se convirtió en una extraña. Los adultos solemos pensar que el paso de la niñez a la adolescencia es gradual y está pautado por las hormonas para tranquilizarnos y olvidarnos de lo incomprensible, confuso y desalentador que es ese momento de la vida que gracias al cielo hemos dejado atrás; pero nada está más lejos de la realidad que esa creencia o pensamiento. Antonia un viernes estaba ahí sentada en el primer banco mirándome con ojos de Antonia niña y el miércoles ya no estaba más; había una extraña con su cara y su cuerpo pero mirándome con ojos de adolescencia plena, mirándome sin verme. Me acuerdo de ese momento perfectamente: era un comienzo nuevo, un replanteo de nuestra relación docente-alumna, volver a cero y contemplarnos como desconocidas para empezar a conocernos. No me desalenté: en eso consiste gran parte de mi trabajo.
Antonia dejó de sentarse en el primer banco y se pasó al fondo del aula. Se tiñó el pelo con tintura roja y se cortó ella misma sus larguísimas mechas en forma despareja. Empezó a maquillarse con tonos vivos, pero pronto pasó al negro, al igual que negras se volvieron sus ropas y negro su pelo. Atrás quedaron Kitty y las princesas de Disney en los separadores de la carpeta: lamentablemente pasó a no tener carpeta sino hojas sueltas y arrugadas pedidas a gruñidos desde el fondo del aula a los antiguos amigos, nada asombrados con la metamorfosis de su compañera de tan absortos en sus propias mutaciones. Antonia pasó de ser abanderada a alumna en riesgo de repetir el año, acodada y atrincherada en una mesa de atrás, con los auriculares del celular escondidos detrás de los mechones ni rojos ni negros del todo.
_ Anto..., ¿qué escuchás?
Me acuerdo que levantó la mirada ausente y, por primera vez en meses, me vio. Me dijo que no sabía qué le pasaba, que estaba muy preocupada, que no sabía porqué no tenía ya ganas de estudiar ni de prestar atención en clase y que si no fuera porque la obligaban, hacía rato que hubiera dejado la escuela. Me dijo que su papá estaba con mucha angustia por lo que ella estaba haciendo, pero que no podía hacer otra cosa... y no sabía qué hacer. Y, finalmente, sacó un montón de papeles cuidadosamente doblados y me dijo que había estado escribiendo y que si yo tenía tiempo, si yo podía, si yo tenía ganas, tal vez...
Me acuerdo de las historias escritas por Antonia. Le pedí que siguiera escribiendo, le expliqué que no había que preocuparse demasiado sino pensar y tomar decisiones correctas, que no le pasaba nada malo... pero que sí podía pasarle algo realmente malo si ella misma lo permitía. La diferencia entre la niñez y la adolescencia tiene que ver en gran parte con la posibilidad concreta de tomar decisiones que tendrán incidencia en el resto de la vida: Antonia escribía sobre irse de su casa, sobre escaparse en algún tren con rumbo desconocido, sobre abandonar definitivamente la escuela, sobre la angustia de las tardes interminables con los auriculares apagados, sin escuchar nada, tirada en el suelo. Hasta que un día reconoció a Julián, y empezó a escribir sobre lo que sentía por él.
Digo "reconoció" porque Antonia y Julián ya se conocían de toda la vida. Habían hecho el jardín de infantes y toda la escuela primaria juntos, pero jamás habían intercambiado más que algunas palabras. Una tarde Antonia tiró sin querer una tiza para el lado de Julián y éste la increpó enojado gritándole que tuviera más cuidado. Y mientras Julián le gritaba, a Antonia le pareció que tenía unos hoyuelos muy lindos al lado de la boca y que los ojos se le ponían más oscuros con el enojo. Y entendió lo que quería decir el poeta en Annabel Lee.
Antonia empezó a escribir poesías y a devorar con la mirada a Julián. No se detuvo hasta que él la notó, le habló, la buscó y se enamoró tan perdidamente como ella se había enamorado de él. Julián dejó de estudiar, dejó de hacer los trabajos prácticos, de comprar las fotocopias y, finalmente, dejó de ser uno solo para ser dos y dejaron de venir todos los días a la escuela. Se quedaban enfrente, en alguna plaza, en algún umbral, mirándose a los ojos como absorbiéndose mutuamente las almas. Y, por supuesto, con esa decisión empezaron los problemas.
El papá de Antonia, azorado por una situación que no sabía cómo manejar, pidió ayuda en la escuela. Antonia fue obligada a regresar a las aulas y separada de Julián por una pared finita; a él lo cambiaron de año y lo pasaron al salón contiguo. Antonia y Julián pasaron a ser ojos anhelantes de recreo para encontrarse en los pasillos y abrazarse con angustia y pasión como si la pared finita estuviera plagada de kilómetros o tiempo. Antonia y Julián dejaron de ser dos nombres para ser uno solo, en bloque. Y las historias de Antonia abandonaron el tono gótico para pasar a un estilo ardiente y erótico, tanto tanto que tuve que empezar a pensar qué decirle a mi lánguida adolescente de mechas desiguales... "Anto... acordate de que estamos en la escuela y no en un taller literario... es una historia excelente... muy, muy, muy, muy...". Y Anto sonreía, "Sí, profe, ya sé, no sé por qué las escribo, si las ve mi papá, se muere".
La historia se precipitó. En la época de la secundaria todo suele pasar muy rápido y nada sobra: el papá de Antonia decidió cambiar a su hija de escuela ante la evidente situación de que repetiría el año, en manotazo de ahogado, esperando beneficiarla. Me lo contó Julián, tirado en el piso del pasillo, llorando delante de toda la escuela. Recuerdo haberme agachado, haber visto su mentón cuadrado y cubierto de suave pelo rubio; me acuerdo de haber buscado la carita de mi alumno adentro del desencajado rostro de casi hombre ahí tirado sufriendo. "¿Y ahora qué voy a hacer? Yo la amo".
Los adultos decimos cosas razonables la mayoría del tiempo. Le dije a Julián que no pasaba nada, que la escuela nueva de Antonia quedaba a unas veinte cuadras de la nuestra, que era importante que estudiaran los dos para pasar de año y que los dejaran de molestar y de censurar la relación, que no pasaba nada, que no pasaba nada y nada y nada, pero después entramos al aula y leímos el final del Wherter de Goethe. Y Julián, que antes de enamorarse era un excelente escucha de mis lecturas y peroratas, volvió a escuchar.
Lo que pasó al día siguiente me lo contaron, porque yo no trabajaba ahí los jueves. La escuela amaneció cubierta de inscripciones en aerosol y se armó un lindo lío de adultos, y un no menos lindo bochinche de alumnos. Al parecer, Julián había saltado los paredones del edificio centenario, había burlado los sistemas de seguridad (¿tenemos sistema de seguridad?, pregunté asombrada) y había pintado y escrito sobre cuanta pared había encontrado unos "ANTO TE AMO" bellísimos en tonos de negro y rojo que eran una maravilla de ternura, una apoteosis de ofrenda de amor, un acto romántico inundado del joven Wherter... Un escándalo de proporciones, un desastroso daño a la escuela, un delito, dónde está Julián, no va a poder entrar al edificio sin estar acompañado de sus padres, alcanzame una citación, mañana mismo, sin falta.
La historia termina muy rápido, pero estoy segura de que en la mente de Julián y de Antonia, permanecerá para siempre, al igual que en la mía. Julián fue obligado a ir a la escuela el fin de semana a cubrir sus grafittis con honorable pintura blanca, fue obligado a retomar los libros, los trabajos prácticos, las fotocopias, pasó de año y a pesar de que no lo vi más, sé que está en la universidad en este momento, estudiando para ser ingeniero. Antonia jamás vio los grafittis, pero se los contaron y se los imaginó. Y la imaginación de Antonia era estupenda, así que seguramente las letras grotescas en negro y rojo ( y que yo pude contemplar el viernes antes de que fueran cubiertas por el manto blanco), fueron doradas, bellas, resplandecientes y luminosas para ella. Años después de que pasara todo, reconocí los ojos de Anto en una mujer joven parada ante la escuela y oí su voz preguntándome: "Profe... ¿ahí también había escrito?". Por la misma Antonia supe que, lamentablemente, las decisiones que había tomado no habían sido buenas. Antonia no sólo había repetido el año sino que había abandonado la escuela, se había ido de la casa peleada con su papá (cuánto dolor), había empezado a trabajar en una feria vendiendo ropa, vivía con una tía, no sé, estaba bueno porque no veía mucho a nadie, pero pasaba mucho tiempo sola, no le pagaban bien pero algo era algo, igual la vida era una porquería siempre, pero estaba okey. "Sabe, profe", me dijo, antes de irse, sin sacar la vista del frente de la escuela. "Siempre me acuerdo de este lugar, de cómo me gustaba venir, de lo que viví con Julián, de lo bien que la pasábamos acá, de lo feliz que fui".
Después de decirle muchas cosas razonables, como siempre hacemos los adultos, abracé a Anto en la puerta de la escuela. No la volví a ver, no supe más de ella. A veces me parece ver los grafittis de Julián sobre el paredón del patio, o los ojos de Anto reflejados en los de alguna de las chicas que se sientan en el fondo. No puedo evitar recordarlos cuando leo Annabel Lee... A veces, cada tanto, me acuerdo de ellos, abrazados en el pasillo de la escuela, de la mano en un banco del parque, compartiendo los auriculares apagados, creciendo, sintiendo, experimentando, viviendo. Ellos se repiten y multiplican en cada amor adolescente que chisporrotea por las escuelas, iluminando u oscureciendo semblantes, gritando a la humanidad entera que, por más que digamos cosas razonables al volvernos adultos, ahí, en la esencia, somos emoción y pasiones que tanto ángeles del cielo como demonios del mar, enividian y envidiarán.