Seguramente Carlos sabe que mi casa tiene pulso porque está llena de voces. Está mi perrito, que ladra con desesperación cuando suena el timbre (claro, está el timbre), cuando escucha algún gato, cuando alguien se pelea, cuando mis vecinos de adelante andan por el otro patio, que a Carlos le es vedado. Está mi gata, que maúlla delicadamente porque quiere entrar y porque quiere salir, entrar y salir, entrar y salir, todo el santo día. Están los televisores, las computadoras, la música que pone mi hijo adolescente y la que produce, con sus variadas guitarras. Está la voz aguda de mi hijo chiquitito, la no menos aguda de mi hija, el vozarrón de mi marido y mi voz, apagada y tonta, pero constante, ahí, "maáaá" "queéé", todo el santo día. Están las risas, los llantos, los cánticos, las discusiones. Un mediodía común, exactamente a las 12:46, en audio, podría ser:
"¡Vamos, hija, siempre lo mismo, ya es muy tarde, te estoy esperando!" (mi voz, sobre el volumen de Phineas y Ferb, que está bastante alto)
"AAaaaahhhhhhhh, aaaaaaaaaaaaaahhhhhh, aaaaaaaaaaaaaaaaaayyyyyyyyyy, dónde están mis zapatillassssssssssssss" (mi hija gritando desde el piso de arriba como una desaforada)
"¡Pero será posible, siempre lo mismo, ahí voy!" (yo, haciendo ruido al subir la escalera, marcando los pasos como hacía mi papá con las chancletas cuando yo me portaba mal de chiquita y decía que me iba a dar un chancletazo, igualito, pero sin darme cuenta de que lo hago por eso)
"Aaaaaaaaaaah, grrrrrrrrrrrrrrrr, aaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhhhh, me tengo que lavar los dienteeeeeesssssss" (mi hija, que se sigue revolcando por el piso y su cama y grita como si la estuvieran chancleteando sobre los ladridos entusiasmados de nuestro perrito, que brinca abajo, arriba, al costado, multiplicado en centenares de perritos tan bonitos como molestos)
"Vamos, dale" (Yo. Portazo. Ruido de carros de mochilas que se arrastran).
Salís y, a veces, mientras das vueltas a la llave, te encontrás que justamente en ese momento está saliendo (o entrando), Carlos. Y sonreís discretamente y decís "Buen día" o lo que corresponda, porque es un perfecto desconocido el vecino, ése del que sabés que es traicionado por su joven concubina por las tardes de los jueves, que es odiado por su mamá nonagenaria, que le gusta llorar en el patio cuando tomó fernet, que es de River, que le gusta Metallica, que canta como un orangután, que es maniático de la limpieza y el orden, que es alérgico a las abejas, que toma diazepan porque bruxa cuando duerme, que trabaja en una peletería que está siempre a punto de cerrar y se desespera pensando que se quedará sin trabajo, que añora a sus hijos casados, que tienen hijos que son sus nietos y nunca ve, que le tiene miedo a la oscuridad y duerme con una luz prendida, que tiene un amigo al que ama y detesta que se llama Aníbal y, por sobre todas las cualidades que pueda llegar a tener, que es un puteador empedernido que pronuncia las P y las RR con una voz cavernosa provilegiada que hace vibrar cuanto vidrio haya en las ventanas, intermitente y religiosamente, las 14 horas al día que pasa en su casa. "Buen día", contestará cortés Carlos, y pensará asombrado qué diferente suena mi voz cuando está acompañada de mi cara, lo mismo que estaba pensando yo, mientras me alejaba entre los ruidos del carro de la mochila murmurando entre dientes a mi hija "Por qué no saludás, maleducada, mirá cómo me hacés quedar con el vecino..."