Margarita lleva ya cinco años
ocultando su desperfecto. Sé exactamente la fecha porque estaba en
la vereda del club cuando la vi entrar con el aviso clasificado
plegado prolijamente y asomando por el borde de la vieja cartera que
aún sigue usando.
Ella prefiere considerarlo así: una
falla química en su cerebro, algo relacionado con líquidos y
sustancias finas y delicadas imposibles de replicar mediante
alquimias humanas. Le tomó tiempo interpretarlo de ese modo, porque
al principio creyó que tenía que existir un tumor, algo denominado
de manera temible con desinencia en noma, una entidad extraña
compuesta de sebo, grasas o cera de oreja que explicara ese cambio
drástico en su personalidad que la obligó a buscar la oscura
biblioteca del club y convertirla en su escondite.
(En realidad no la obligó nada, ella
sola tomó sus decisiones, pero para Margarita siempre fue
inteligible atribuir sus cambios a fuerzas externas).
Lo que le pasa es lo siguiente: se
quedó en carne viva. No literalmente (hubiera sido más fácil de
ese modo); basta con que un perro callejero levante la vista ante su
paso y la vea para que Margarita se sienta atravesada por el dolor
más hondo del planeta. Al principio fue desconcertante: si un
vendedor no le devolvía el saludo al entrar en un negocio, si un
desconocido la empujaba en el apretujado devenir del tren Sarmiento,
si un automovilista le gritaba que era una idiota por cruzar la calle
distraída... ella quedaba sumergida en un estado lastimoso durante,
por lo menos, tres semanas. Así lo supo, y apenas tuvo conciencia
de ello, se organizó.
No se lo contó a nadie. Le parecía
absolutamente vergonzoso poder experimentar semejante intensidad de
sufrimiento cuando no había relación alguna de coherencia con las
causas... ¿Qué derecho tenía a arrastrarse de dolor con el
estómago como en una montaña rusa en picada de puro vértigo si
existían madres a las que se les habían muerto hijos, personas que
se enteraban de que padecían enfermedades incurables, gente que sin
querer había ocasionado daños irreparables a sus seres queridos?
¿Qué derecho tenía ella para sufrir esa clase de pureza y cantidad
inconmensurable de dolor? Ningún derecho.
Margarita se volvió hábil para
disimular su inconfesable desequilibrio químico. Pasó por
diferentes etapas de experimentación: negar lo que le pasaba no lo
hizo desaparecer, restarle importancia lo acentuó. Redujo al máximo
las posibilidades de que se desencadenara el episodio: abandonó a su
novio, dejó de ver a todas sus amistades, se mudó a otra ciudad,
tiró a la basura su celular, dejó de estudiar Medicina, se cortó
el pelo. Afortunadamente, no había tenido tiempo para tener hijos,
solía decirse ante el espejo, pasando agua fría por los ojos
hinchados. Consiguió trabajo en la biblioteca del club de mi barrio
y, abruptamente, su vida enmudeció.
Margarita se dedica a catalogar y
clasificar con ahínco, a mano, de modo obsoleto e inservible, el
material ajado y sucio que generaciones de vecinos han preferido
donar al club ante el deceso de algún pariente lector. Ordena libros
que pertenecieron a muertos. Nada más inofensivo. Libros que nunca
nadie ya leerá. Así puede esconder sus episodios lastimosos, entre
anaqueles olientes a rata y a libro viejo. Un hombre la mira con
severidad en el colectivo: tres semanas de ahogados sollozos entre
dos mudos tomos. La señora del mostrador parecía asombrada (¿habría
escuchado algo?); recurrir a otras artimañas: una gripe, una
alergia, una mala noticia recibida recientemente, un familiar
enfermo... Ver cómo desalojaron a la señora que vivía debajo del
puente de Liniers, cruzar su mirada de hermana gemela y entrar en un
milésimo segundo simbiótico en entendimiento con ella: licencia
médica de cuatro meses por la pérdida de la voz (debería haber
hecho foniatría, pero esa vez quedó tendida prácticamente inerte
en la cama y casi no sobrevivió).
Cuando escribo este relato, estoy
sentado en mi reposera, en la vereda, en la cuadra del club donde
ella trabaja ahora. Nadie me ve, a pesar de que existo. Si la pobre
sospechara que la observo, que la pienso, la interpreto y la invento,
entraría seguramente en uno de esos estados pavorosos que conozco
tan bien y reducen cualquier vida a hojarasca. No puedo contarle nada
de eso, decirle que le pasa a mucha gente, que no tiene nada de malo
ni de vergonzoso, que el delicado encaje que yo supongo denomina
equilibrio químico se le altera a tanta gente que la industria
farmacéutica no existiría si ya hubieran encontrado la cura.
Imagino que tengo la llave del club y por las noches entro. Veo su
letra prolija y la imagino inventariando libros, y si no hay polvo
sobre un tomo de Poe, y si falta Henry James, y si los tomos de Las
Mil y Una Noches cambiaron de lugar... voy tejiendo la historia donde
Margarita es protagonista (como lo fue antes Ofelia, y antes Paula, y
Horacio después) y así aquieto mis propios pozos del monólogo
obsesivo, le doy coherencia a lo incoherente inventando biografías
tristes a la gente desconocida refugiado en la ficción, en el
simulacro de ser escritor sin papel ni lapicera, desde la soledad de
mi reposera, la vereda, mi silencio y los libros, desde hace ya
tantos años perdido en un laberinto mental inventado por mí que ya
ni me acuerdo de cómo salir, ni lo intento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario