Cada vez que paso por Constitución con el 86, casi llegando a la estación de trenes, no puedo evitar mirar con curiosidad a esas mujeres tan hermosas y de color negro que permanecen de pie delante de puertas abiertas. Están inmóviles y, si es invierno, ateridas por el frío vivido sin medias ni camperas espesas: todas llevan shorts ajustadísimos o minifaldas de absurdas dimensiones. Si es verano también parecen ateridas: visten del mismo modo su desvestido; el calor parece resbalarles por la piel y serle indiferente. La expresión de sus caras es de máscara quieta y hace gris su negrura; los maquillados ojos expresan sufrimiento y cansancio.
Hoy vi una tan hermosa y joven que podría haberme deslumbrado desde la portada de cualquier revista. De pie con su voluptuoso y característico cuerpo africano, se entretenía en rozar con la punta de los dedos una saliente del edificio que la llevaba a ella como ornamento. Levantó la vista ante mi mirada atrevida: bajé mis ojos avergonzada. Qué estoy viendo, qué me llama tanto la atención que miro sin disimulo a una pobre chica que evidentemente está trabajando como prostituta aprovechando su belleza y su condición exótica para sobrevivir en este lugar impiadoso que es Constitución…
Ya en el tren, no pude dejar de pensar en ella. Y para consolarme de ser una fisgona morbosa de miserias ajenas, por más diferentes a las propias miserias que pudieran parecerme, me puse a escribir reconstruyendo una historia inventada para… para Luana, de ahora en más. Una ve que la terminé, no pude releer sin asco mis propias palabras empalagadas de clichés, del latino que escribe sobre lo que él cree que es la negritud, del latino que se cree europeo ante el africano y lo despoja de su condición de sujeto, cosificándolo vilmente, tanto como ha sido él mismo cosificado. Comparto mi historia banal de todas maneras, pidiendo disculpas al lector desde ya:
Luana nació en Nueva Guinea, en un pequeño pueblito que no tiene calles transitables ni agua potable que salga de canillas ni lamparitas que se enciendan cuando uno oprime un botón. Se acuerda muy bien de cuando era chiquita, porque allí donde vivió no existe el concepto de niñez y desde siempre fue tratada como una adulta. O sea: nació, tomó la teta de su enorme madre enfundada en telas coloridas y sin poros (allá la humedad es tal que no se usan prendas que tarden en secar y todo tiene la textura de las cortinas baratas, poliéster, nylon), aprendió a caminar haciendo equilibrio con su enorme panza abombada y con un ombligo colgante parecido a una salchicha sobre piernitas como alambres, y luego, enseguida, fue Luana como es ahora. Sin transiciones, sin jardín de infantes, cumpleaños, coca cola y mimos con colitas y hebillitas rosadas y brillantes. Pero con música, eso sí, una música de percusión parecida a los latidos del corazón de todos los que anduvieran cerca, que hacía que contonearse y brincar como unos desenfrenados fuera lo más natural, espontáneo y cercano a sentirse feliz que recuerda Luana.
Una tarde mojada pero sin lluvia, una señora blanca y de cabellos rojizos se acercó a nuestra protagonista. Que eso sucediera fue nefasto y decisivo en nuestra historia. La mujer dijo llamarse Helena, y le dijo que era una niña muy hermosa. Le pasó la mano por las trencitas y Luana se estremeció como un cachorro que tuviera el contacto con la caricia humana por primera vez. Le empezó a contar unas cosas lindas, con voz baja y melosa, acerca de una ciudad brillante y llena de artefactos desconocidos, de gente con mucho dinero tomando café y degustando manjares inimaginables, de canillas rebosando agua cristalina, luces de colores, sonidos desconocidos y dinero. Mucho dinero. Si Luana aceptaba ser socorrida, Helena la rescataría de sus bailes con pies desnudos sobre finísima arena blanca, la rescataría del paganismo mágico pleno de fantasmagorías con sonido a África y a negro y a diablo, la salvaría de la ignorancia y descorrería el velo en que había estado sumida para conocer “la realidad real”, el verdadero Dios, que estaba en… Buenos Aires, Argentina. A cambio, Luana sólo debería ser dócil y buena, y ayudar a la bondadosa Helena en sus tareas domésticas. Decir que sí, que sí, que sí, sin protestar, para acceder de ese modo al cielo postrero.
La noche antes del inmenso viaje sin retorno, Luana se sentó en la arena a mirar el renegrido azul del mar y a sentir el calor del sol atrapado en las piedras desde debajo de sus piernas. Sus ojos tenían la misma expresión que les vi hoy, pero su piel brillaba de puro oscura y el contexto era perfecto. ¿En qué pensabas, pequeña Luana, si no estabas enamorada, si no tenías hijos, si no tenías trabajo, si no estabas estudiando nada, si en tu interior sólo había peces y frutas y tu aburrimiento era feroz? ¿Pensabas en si te gustaría la música lejana, el tango sin tambores, el aire pesado de smog, el mate y los cigarrilos, el roce de los acolchados ásperos que te aguardaban en Constitución?
Nada de eso… Luana estaba en armonía con el lugar esa última noche, y como engranaje natural del universo, ella no pensaba, sólo estaba… Y fue durante esos momentos la última vez que recuerda que logró hacerlo, porque cuando salió el sol y vio a Helena acercarse con expresión segura y apurada, y escuchó el “Vamos, nena, que pierdo plata con tus vueltas” y le dio a su mamá el último beso verdadero de labios gruesos y húmedos, Luana ya estaba pensando en cómo haría de ahora en más para volver a no pensar.
No vale la pena narrar ni el viaje ni lo que vino después. Es un recorte calcado de muchos viajes y de miles de Luanas que van viajando hacia lugares que no son su casa y se van parando y acostando, parando y acostando, sobre acolchados ásperos que les van lijando la piel oscura o blanquita o amarilla o rojiza impiadosamente. Nos interesa el momento que atrapamos recién: Luana de pie ante la puerta abierta, quieta entre el tránsito veloz y empapado de mugre de gente y gente que no puede pasar con indiferencia ante su negrura y belleza y la mira y camina y vuelve a mirarla. Luana, de pie ahí, con los dedos acariciando la punta del edificio porque conserva el calor del sol que ya se fue hace un rato y se hace sentir en las piernas eternamente sin medias y en los robustos brazos eternamente sin campera… está pensando. Piensa Luana en cómo volver a no pensar, piensa en Helena, en el mar, en la arena, en su mamá, en las telas de colores, en los tambores africanos, y simboliza algo en ese momento eternizado en la imagen que quedó en mi memoria cuando la vi desde el 86 llegando a Constitución. Luana símbolo del dolor callado que se ve espiando por una cerradura, Luana es África llorando en la playa, tendida bajo cielos sin cielo, sin latidos del corazón externos y colectivos ni internos tampoco, lijada por la maldad, la ambición, la impudicia, la impunidad, pensando que era el diablo el que estaba en Buenos Aires, nomás, y no en Nueva Guinea donde el diablo no era diablo sino plantas, aire, arena, hambre saciada con frutas, música de tambores y, probablemente, Dios.
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