PROYECTO PIBE LECTOR

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jueves, 24 de junio de 2010

Sapos y culebras. Reflexiones sobre el lenguaje adolescente.

 imagen de Kokomoo, ilustradora china, tomada de la         blogósfera 
Existe una clase de alumnos que me recuerda inevitablemente a una princesa de cuentos (hermanastra malvada, siempre, de la heroína y sufrida protagonista). Esta princesa en cuestión había sido maldecida por un hada madrina, por más paradójico que esto pueda parecernos a los adultos, y su castigo consistía en que, cada vez que abriera la boca para pronunciar palabras, de ella saldrían sapos y culebras. Espantoso.
Te da qué pensar: la temperatura y viscosidad de un sapo posado sobre la lengua moviéndose asustado en la oscuridad del paladar…las culebras reptando por la garganta deslizándose desde las cuerdas vocales buscando la luz del afuera vislumbrado entre la dentadura entreabierta… Náuseas, vómito ineludible. Un asco tanto ser la princesa embrujada como el espectador del hecho: estar en un  lugar que se va llenando de esas criaturas, que te salten encima, que te toquen...
En el cuento el castigo terrible es brindado por la generosa hada para no dejar impune la maldad: el egoísmo, el desprecio, la injusticia, las humillaciones a las que esta hermanastra ha sometido a la verdadera princesa. Todo es fácil de comprender (es un cuento infantil): la buena es rubia, de cabellos larguísimos y sedosos, la del talle finísimo de cinturita de avispa, la bonita. La mala es la morocha, la gordita, narigona, la de los pies enormes. Su maldad surge de la impureza de su sangre: no es una hermana real; las verdaderas hermanas jamás tendrían actitudes así para con sus hermanas menores. El hada madrina que castiga tan despiadadamente no es una sádica investida de magia, sino que es la que administra justicia y es incuestionable.
Sería muy interesante analizar las huellas que estos cuentos van dejando impresas en los estereotipos internos que van a servir a los niños que los han escuchado o leído en su vida de adultos; puede considerárselos como parte responsable del problema, pero ese análisis excede este artículo. Lo que me ocupa aquí es establecer un paralelismo: he tomado el cuento como metáfora para explicar algo que suele suceder en las escuelas.
En la realidad no hay personajes, y ya sabemos que las personas son muchísimo más complejas cuando uno pretende ubicarlas en categorías para clasificar  y describirlas mejor. Lo intentaré igual:
En primer lugar, los vomitadores y vomitadoras de sapos y culebras no son todos iguales, y pueden ser príncipes o princesas. Los hay bonitos y feos, los hay robustos y delgados, rubios, morochos, pelirrojos y albinos. Pueden ser pobres o ricos (a esta altura la categoría de “pureza de sangre” ya no es tan popular, aunque se conserva la noción de linaje y buena familia). Es indiferente la edad que tengan: hay vomitadores tan jóvenes que contemplarlos produce escalofríos. Y lamentablemente (y esto es crucial), el hada madrina que los ha castigado no lo ha hecho por justicia, ya que estas víctimas del maleficio no han realizado ningún acto malo y, por lo tanto, lo que les sucede es absolutamente cuestionable.
¿Qué factor dañino ha encarnado en hada madrina y les ha ocasionado este daño a los chicos?
¿Existe un antídoto para este mal? ¿Un hechizo contrario? ¿Quién es el responsable de deshacer y reparar el daño causado por el hechizo? (¿A quién corresponde ser el príncipe montado en bella cabalgadura al rescate de la princesa fea y vomitadora de culebras?)
En primer lugar, para detectar al hada responsable, es recomendable escuchar atentamente y decodificar de qué materia están hechos estos sapos y culebras. Los niños y adolescentes a los que me refiero no se limitan a utilizar un vocabulario pobre y abundoso en puteadas repetitivas u obscenidades varias. Es peor lo que sale de sus bocas. Yo me estoy centrando específicamente en esos chicos que cuando hablan dicen cosas como ésta: “Calláte, volá, boliviano de mierda… (sustitúyase el “boliviano” por bolita, paragua, peruano, chileno, provinciano, indio, negro, gordo, sucio, narigón, villero, cartonero, retrasado, mogólico, rengo, sordo o lo que se pueda imaginar relacionado a nacionalidades varias, aspectos físicos y socioeconómicos, condiciones de salud, etc.)”. O que dicen cosas como: “Volá, qué te pasa, si cuando estaban los milicos estaba todo mejor y no había negros por todos lados choreando, que se vuelvan a sus países”, “Los desaparecidos algo habrán hecho”, “Hay que matarlos a todos (y ese todos se puede referir a cualquiera de las categorías mencionadas en el anterior paréntesis), hay que ponerlos contra un paredón, cagarlos a tiros y se soluciona el problema”. O dicen cosas así: “Qué tanto paro ni piquete, si andan en cero kilómetro y chalecito, barrio privado, que vayan a laburar" (refiriéndose a cualquier grupo de trabajadores que protesta o reclama por su salario, en especial a los docentes).
Cuando me encuentro dentro de aulas con alumnos que vomitan sapos y culebras, lo primero que hago es entristecerme mucho, porque sólo tengo un año por delante para intentar deshacerles el hechizo. Despotrican a los gritos, contaminan el aire y lo cargan de un agobiante velo que hace bajar las miradas de los pares bolivianos, peruanos, indígenas, obesos, muy altos, petisitos, pobres, discapacitados, etc. O la de los docentes, lo que es peor en mi opinión. Y las miradas bajas se cargan de sufrimiento y de humedad, por eso es que me entristezco doblemente: debo rescatar al enloquecido vomitador de reptiles, pero también debo rescatar a sus víctimas para que aprendan a no ser pasivas ante sus ataques. Todo en esa situación está mal; por suerte es remediable y la tristeza no sirve para nada en ese proceso, así que inmediatamente hay que abandonarla.
Para luchar contra esta situación (y ser los príncipes o princesas guerreras, en corceles de crines sedosas, armados con ornamentadas espadas), debemos en primer lugar retornar a la primera pregunta planteada: el origen de este mal, el hada embrujadora. Los chicos que dicen esas cosas están imitando un modelo: repiten frases que han escuchado en boca de adultos que admiran y respetan, copian su actitud, su tono de voz autoritario. Los chicos que, al oír esas cosas y sentirse dolidos de alguna manera por ellas, bajan la mirada y no hacen nada para impedir esa situación violenta, también están imitando un modelo. Y estos modelos que copiar se hallan en dos lugares, básicamente:
. La propia casa.
. La programación de televisión que se ve en la propia casa.
De mi experiencia docente surge esa conclusión, que para mí es incuestionable. Se puede objetar que muchos chicos aprenden a manejarse de ese modo de sus amigos, o de padres de esos mismos amigos. Son los menos, y si eso sucede, también recae sobre la responsabilidad familiar el no haber ejercido ningún control para impedir que el chico copie modelos tan dañinos para sí mismo y para los demás. Se puede objetar que los chicos escuchan música violenta, juegan a juegos violentos, acceden a Internet en forma irrestricta; contesto lo mismo que en la frase anterior. Un vomitador de sapos y culebras es un inadaptado social, un incapacitado para obedecer una figura de autoridad que no esté basada en el rigor y la severidad, una persona incapaz de desarrollar un pensamiento crítico, un sujeto despojado de la capacidad de ver a los demás como sujetos. Un ciego, un sordo, un gritón desaforado que va por la vida atropellando los derechos de los otros con sus palabras que, de tanto reiterar, se le han vuelto vacías. Un ignorante del daño que él mismo causa a sí mismo y a los demás.
Una persona que permite que los sapos y culebras se le suban encima a pesar de sentir repugnancia y sufre por ello, alguien que se deja bañar de discriminación a los gritos, también es un inadaptado social. Basa su adaptación en negar su condición de sujeto y se cosifica, se anula, desaparece como persona y se ubica cómodamente en el papel de víctima, hecho que no le sirve de nada ni a él ni a su atacante y sólo contribuye a perpetuar la situación.
No es novedad la noticia de que vivimos en una realidad en donde son moneda cotidiana la discriminación y la violencia. El mundo de los adultos es el que están representando los chicos en una parodia que no es parodia inofensiva para nada, y muchos adultos argentinos se están manejando de ese modo.
 Ahí está el desafío para el docente o quien se enfrente al problema: ¿Cómo contrarrestar ese modelo enfermo de violencia que rodea y contiene a los chicos en su vida cotidiana fuera de la escuela y que ha ingresado y se ha instalado a la fuerza en pasillos y aulas, inundando de gritos y patadas todo el lugar en donde se supone que el modelo debe ser de integración, solidaridad, paz y convivencia armoniosa?
Mi respuesta no es sencilla: el trabajo a hacer para desanudar el nudo, para des hechizar al hechizado, para proteger y dotar de mecanismos de defensa al que se cree indefenso, es arduo. Pero ya dije que no es imposible. Se trata de educación, y en primer lugar, de hacerse cargo de ese papel e integrarlo a nuestra propia visión del rol que debemos desempeñar en el aula.
Escribía en un artículo anterior que el docente debe hacerse cargo de papeles que tradicionalmente no le han correspondido para poder marcar una diferencia en su labor de docente. Muy bien: éste es uno de esos casos. Se debe enseñar a los alumnos (a los que están ejerciendo la violencia y a los que la están padeciendo) que eso que están haciendo está mal. Se debe explicar de una forma científica y sólida que la discriminación racial se basa en conceptos insostenibles y peligrosos, que han ocasionado millones de muertes a lo largo de la historia. Se debe conducir a los chicos por el camino de un razonamiento que los haga redescubirse como sujetos y no como objetos, como personas que sienten, que se emocionan, que sufren, que tienen miedo, que se enamoran, que lloran. Y como seres humanos, como sujetos críticos y pensantes, instruidos y capaces de sostener una postura coherente y una actitud razonada ante algo que los preocupe e interese, enseñar que ellos pueden ser transformadores de su realidad.
La sociedad actual argentina, resultado de años oscuros de represión y de un modelo neoliberal descarnado y deshumanizador que se ha centrado en el lucro y en el objeto y no en los sujetos, se mueve propagando valores individualistas y competitivos impregnados de violencia de todo tipo. Vivimos sufriendo la injusticia e inequidad en la distribución de la riqueza (y cuando me refiero a riqueza esta palabra abarca tanto los bienes materiales como el capital simbólico). Y la manera de cambiar esto que se reproduce como en espejito mágico dentro de muchas aulas argentinas, es trabajando sobre la situación y mostrando que ésta no es natural, sino resultado de una historia determinada. Y como no es natural, puede modificarse y cambiarse para situarnos en un camino que nos agrade más a todos: el docente debe transformar la realidad dentro de su aula, el directivo debe transformar la realidad dentro de su escuela, el alumno debe transformar la realidad dentro de su casa, la familia debe transformar la realidad dentro de la sociedad….
Tan difícil como en la imagen ésa del hombre parado delante del tanque de guerra con los brazos abiertos. Pero tan posible: en esa foto el tanque está detenido.
Recordemos: el príncipe liberador y la princesa guerrera siempre ganan al final de los cuentos para chicos. Y de eso hablamos: de chicos.                                                        Este texto apareció en el desaparecido blog Biromes en el 2008                                                                       

miércoles, 16 de junio de 2010

Los adolescentes suicidantes


Como en una extraordinaria puesta en escena de la casualidad, esta mañana muy temprano me senté a leer los diarios antes de ir a trabajar y me encontré con la noticia de los ocho adolescentes muertos en Salta a causa del "juego de la corbata". Tan desafortunado el jueguito como los textos de los periodistas espantados  intentando explicarlo racionalmente, pensé. Me tomé el café y me fui al aula sin pensar demasiado en lo que había leído.

Y claro: me lo merecía de alguna manera. Como en cachetazo de las divinidades inescrutables, la noticia me manoteó apenas entré a la escuela: Una alumna del turno tarde se había suicidado el domingo anterior ahorcándose con una chalina en el baño de la carnicería de sus padres, separada de ellos y de su hermanito menor por una mísera pared de ladrillos. Una alumna, una chica de 13 años, una joven adolescente, una nena. En el baño. "Porque había discutido con su papá". Una pared de morondanga. Los padres. El hermanito.

Salir de preceptoría con la noticia estampada en la cara y meterme en el aula fue un conjunto obvio: apenas entré los alumnos me rodearon para preguntarme si sabía por qué la chica había hecho eso. Y cuando abrí la boca para repetir la vacía frase de la "discusión con su papá" me encontré de nuevo con los adolescentes de Salta en mente y los periodistas explicando la imbecilidad suprema de jugar a morirse.

Acá va mi interpretación, más o menos desafortunada quizás, tal vez, andá a saber, pero necesaria para poder irme a dormir un rato sin tantas palabras dolorosas pugnando por irse de la punta de mis dedos.

El juego de la corbata es una versión barata de la famosa ruleta rusa. Barata porque no hace falta revólver ni bala, pero versión al fin porque involucra dos componentes idénticos: el desafío grupal para demostrar individualmente "valentía", valor o presunto coraje ante el resto del grupo (en general pares: en la ruleta rusa, adultos, en el juego de la corbata, adolescentes) aceptando el desafío de arriesgar la vida en el juego y la posibilidad de morirse bien muerto irremediablemente (en la ruleta rusa con los sesos desparramados sobre el resto de los concursantes valerosísimos y en el juego que nos ocupa asfixiado ante unos padres horrorizados para la eternidad, cadáveres con una soguita elegante al cuello). ¿Y por qué lo cuento de esta manera tan irrespetuosa si hay ocho pibes muertos en Salta y acaba de fallecer la chica de 13 años de mi colegio? Porque esto que a todas luces parece una irracionalidad, una imbecilidad, una cosa sin ton ni son, la antilógica, lo absurdo llevado hasta el extremo de la náusea, lo es siempre y cuando se vea desde el punto de vista de un adulto y no de un adolescente. Para un muchacho de esa edad, para una chica, jugar a asfixiarse puede ser lo más natural, inofensivo y deseable del mundo. Y precisamente por esa razón es que suenan tan huecos los intentos de "por qués" que ensayamos los adultos para justificar lo irreparable: "Se había peleado con el padre", "El papá no la dejó ir a ver un recital", "Tenía problemas con el novio", frases vacías que son hojarasca y que suenan tan a muerto en nuestros labios como la muerte misma que nos ha dejado fríos y cubiertos de miedo.

Durante mis años de docencia he asistido a espectáculos lamentables, casi siempre marcados por modas que no son de ropa ni de diseño sino de flagelaciones varias. Mis alumnos se han rasgado la piel con lapiceras intentando hacerse tatuajes de cicatrices, se han infectado, se han cubierto de llagas supurantes. Mis alumnos han jugado ante mis ojos a pegarse en los brazos con reglas, fuerte, muy fuerte. El año pasado se mordían, vampirizados por la moda de una película con actor jovencísimo y bello, a pesar de todas las explicaciones acerca del contagio del HIV, de hepatitis, de cualquier otra cosa lógica que uno quisiera esgrimir para frenar los lengüetazos con sangre. Desde hará dos o tres años atrás, mis alumnos se perforan ellos mismos las cejas, los labios, la nariz, la lengua, con unos aros sin esterilizar manoseados y sucios, sin importarles historias verídicas sobre músculos dañados para siempre. Desde siempre, algunos y algunas tienen sexo sin usar preservativo, a pesar de las infinitas y tediosas explicaciones acerca de por qué hay que cuidarse que se brindan en la escuela. Y por supuesto, algunos y algunas serán padres o madres adolescentes a pesar de haber estado informados de la existencia de esa posibilidad. Algunos se irán de sus casas. Algunos volverán. Otros no. Algunos dejarán de estudiar. Otros no.

Y desde siempre, algunos y algunas, a veces, pocas veces, se suicidan.

¿Y por qué sucede todo esto? Por la misma razón para nada imbécil ni ilógica: el adolescente no tiene noción del significado de "irreparable", "sin retorno", "para siempre", o al menos no le otorga el mismo campo semántico que el adulto, que ya pasó alborozado su adolescencia y olvidó cómo era adolecer la vida. Los jóvenes toman decisiones que modificarán el resto de su existencia sin tomar en cuenta ese factor, y pibes que a los 14 se lastimaron el brazo con la lapicera, a los 24 se mirarán las marcas y se preguntarán por qué carancho hicieron eso y no sabrán qué contestar, porque no hay respuesta, solamente un "porque era adolescente", que es lo mismo a veces que decir que uno estaba en la edad del pavo o, menos simpáticamente, porque se sentía horrible adentro de un cuerpo multiforme y mutante, atrapado en la casa ajena de unos padres o adultos extraños dueños de qué comer, qué vestir y adónde ir, sin poder de decisión sobre uno mismo y con ganas de escuchar música tirados en la cama todo el día a ver si se pasa la vida más rápido.

Pero la gran mayoría no se mata... esa chica que se suicidó debe haber tenido otros problemas más graves que "se peleó con su papá" para haber tomado semejante decisión únicamente porque quería dejar de sufrir o quería ser ardiente Némesis y que su padre sufriera en carne propia el dolor, haciendo holocausto de su vida en la placentera fogata de la venganza...

He tenido (tengo y tendré, con ellos trabajo, para ellos me desempeño profesionalmente y, en cierto sentido, por ellos mi vida tiene sentido) alumnos que han pasado situaciones tremendamente difíciles. Alumnos violados, abusados en todo sentido, abandonados, desposeídos, despojados hasta de su dignidad. Alumnos que son llagas sangrantes, bocas llenas de dientes abiertas reclamando atención, amor, comida, educación. Alumnos que no se suicidan sino que salen adelante, crecen y vuelven hechos hombres o mujeres a saludar con los ojos llenos de nostalgia por la escuela que tiene un pedazo de historia personal más poderoso que la marca que pueda dejar una lapicera en un brazo. Alumnos que no se suicidan y viven. Y alumnos que no.

¿Cuál es la diferencia entre ellos? ¿Puede nuestro hijo, hija, hermano, hermana, nieto, nieta, alumno, alumna, ser amado rotulado con cualquier etiqueta tomar la decisión desafortunada de matarse como de cortarse el pelo? ¿Puede decidir junto a un grupo de amigos reales o virtuales arriesgar su vida, su inestimable y preciada vida, para demostrar un falso valor jugando al juego de la corbata o a tomar alcohol hasta descerebrarse o a drogarse con vaya a saber qué hasta quedar hecho una cosa vulnerable, solo, sin nosotros para rescatarlo?

Lo importante, lo fundamental, es saber que sí, que pueden. Todos ellos pueden. Tengan o no problemas que nosotros consideremos graves. Pueden.

¿Y qué hacemos entonces para no ser esos padres en la carnicería, entrando en el baño y arrojándose sobre el cuerpito desgarbado que una vez fue el relámpago de la felicidad más pura y el dolor del parto, el primer diente, el primer pasito, el dejar los pañales, la calesita, las fotos, los besos, el perfume Jhonson, el acto del jardín y la bandera bonaerense en el acto de la primaria, el dolor puro hecho carne irreparablemente muerta, hijo mío, qué hiciste...?

Estamos atentos. Eso hacemos. Conversamos con los hijos, con los nietos, los alumnos, los convertimos en personas y no en etiquetas. Preguntamos a dónde van, con quién están, qué están haciendo, nos interesamos, explicamos, advertimos, educamos. Eso hacemos. Acompañamos.

A veces, supongo, no alcanzará con ello. Pero consuela pensar que si tenemos la posibilidad de no ser espectadores sino actores en la vida de los jóvenes que tenemos a nuestro alcance, habrá muchos menos pibes diciendo "Dale, cagón, pasame la corbata, yo lo hago primero".