PROYECTO PIBE LECTOR

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sábado, 2 de noviembre de 2013

Viejo en la vereda

 Margarita lleva ya cinco años ocultando su desperfecto. Sé exactamente la fecha porque estaba en la vereda del club cuando la vi entrar con el aviso clasificado plegado prolijamente y asomando por el borde de la vieja cartera que aún sigue usando.
Ella prefiere considerarlo así: una falla química en su cerebro, algo relacionado con líquidos y sustancias finas y delicadas imposibles de replicar mediante alquimias humanas. Le tomó tiempo interpretarlo de ese modo, porque al principio creyó que tenía que existir un tumor, algo denominado de manera temible con desinencia en noma, una entidad extraña compuesta de sebo, grasas o cera de oreja que explicara ese cambio drástico en su personalidad que la obligó a buscar la oscura biblioteca del club y convertirla en su escondite.
(En realidad no la obligó nada, ella sola tomó sus decisiones, pero para Margarita siempre fue inteligible atribuir sus cambios a fuerzas externas).
Lo que le pasa es lo siguiente: se quedó en carne viva. No literalmente (hubiera sido más fácil de ese modo); basta con que un perro callejero levante la vista ante su paso y la vea para que Margarita se sienta atravesada por el dolor más hondo del planeta. Al principio fue desconcertante: si un vendedor no le devolvía el saludo al entrar en un negocio, si un desconocido la empujaba en el apretujado devenir del tren Sarmiento, si un automovilista le gritaba que era una idiota por cruzar la calle distraída... ella quedaba sumergida en un estado lastimoso durante, por lo menos, tres semanas. Así lo supo, y apenas tuvo conciencia de ello, se organizó.
No se lo contó a nadie. Le parecía absolutamente vergonzoso poder experimentar semejante intensidad de sufrimiento cuando no había relación alguna de coherencia con las causas... ¿Qué derecho tenía a arrastrarse de dolor con el estómago como en una montaña rusa en picada de puro vértigo si existían madres a las que se les habían muerto hijos, personas que se enteraban de que padecían enfermedades incurables, gente que sin querer había ocasionado daños irreparables a sus seres queridos? ¿Qué derecho tenía ella para sufrir esa clase de pureza y cantidad inconmensurable de dolor? Ningún derecho.
Margarita se volvió hábil para disimular su inconfesable desequilibrio químico. Pasó por diferentes etapas de experimentación: negar lo que le pasaba no lo hizo desaparecer, restarle importancia lo acentuó. Redujo al máximo las posibilidades de que se desencadenara el episodio: abandonó a su novio, dejó de ver a todas sus amistades, se mudó a otra ciudad, tiró a la basura su celular, dejó de estudiar Medicina, se cortó el pelo. Afortunadamente, no había tenido tiempo para tener hijos, solía decirse ante el espejo, pasando agua fría por los ojos hinchados. Consiguió trabajo en la biblioteca del club de mi barrio y, abruptamente, su vida enmudeció.
Margarita se dedica a catalogar y clasificar con ahínco, a mano, de modo obsoleto e inservible, el material ajado y sucio que generaciones de vecinos han preferido donar al club ante el deceso de algún pariente lector. Ordena libros que pertenecieron a muertos. Nada más inofensivo. Libros que nunca nadie ya leerá. Así puede esconder sus episodios lastimosos, entre anaqueles olientes a rata y a libro viejo. Un hombre la mira con severidad en el colectivo: tres semanas de ahogados sollozos entre dos mudos tomos. La señora del mostrador parecía asombrada (¿habría escuchado algo?); recurrir a otras artimañas: una gripe, una alergia, una mala noticia recibida recientemente, un familiar enfermo... Ver cómo desalojaron a la señora que vivía debajo del puente de Liniers, cruzar su mirada de hermana gemela y entrar en un milésimo segundo simbiótico en entendimiento con ella: licencia médica de cuatro meses por la pérdida de la voz (debería haber hecho foniatría, pero esa vez quedó tendida prácticamente inerte en la cama y casi no sobrevivió).
Cuando escribo este relato, estoy sentado en mi reposera, en la vereda, en la cuadra del club donde ella trabaja ahora. Nadie me ve, a pesar de que existo. Si la pobre sospechara que la observo, que la pienso, la interpreto y la invento, entraría seguramente en uno de esos estados pavorosos que conozco tan bien y reducen cualquier vida a hojarasca. No puedo contarle nada de eso, decirle que le pasa a mucha gente, que no tiene nada de malo ni de vergonzoso, que el delicado encaje que yo supongo denomina equilibrio químico se le altera a tanta gente que la industria farmacéutica no existiría si ya hubieran encontrado la cura. Imagino que tengo la llave del club y por las noches entro. Veo su letra prolija y la imagino inventariando libros, y si no hay polvo sobre un tomo de Poe, y si falta Henry James, y si los tomos de Las Mil y Una Noches cambiaron de lugar... voy tejiendo la historia donde Margarita es protagonista (como lo fue antes Ofelia, y antes Paula, y Horacio después) y así aquieto mis propios pozos del monólogo obsesivo, le doy coherencia a lo incoherente inventando biografías tristes a la gente desconocida refugiado en la ficción, en el simulacro de ser escritor sin papel ni lapicera, desde la soledad de mi reposera, la vereda, mi silencio y los libros, desde hace ya tantos años perdido en un laberinto mental inventado por mí que ya ni me acuerdo de cómo salir, ni lo intento.