Para mí, dar clase este año se convirtió en una pulseada.
A veces la gano fácilmente, me lleva pocos minutos de forcejeo eso de “sacate la gorra, la visera, los auriculares, guarden los celulares, pará con los papelitos, sentate, por favor pará con eso” y esas cosas que una dice ya casi sin pensar, y al rato logro que mi voz sea medio y desaparezca, que desfile Poe por el aire del salón, nos sacuda Quiroga, o Bioy, o Silvina Ocampo o Borges, que grite Fontanarrosa, que el contexto enmudezca, se desdibuje, desaparezca, que nos convirtamos en un lugar aparte y privilegiado en donde caras se dibujan dentro de nuestras mentes, paisajes, casas, sapos, árboles, gatos negros o detectives que fuman pipa.
A veces no pasa nada de eso, entro y trac, ni Arévalo me salva con la pulseada y la clase es un embole, una sustancia densa y pegajosa, una bolsa con caca, una porquería que no termina nunca y ahí es cuando mi voz que no se hizo medio se agita y se lastima, y miro el reloj y salgo cansada, porque vengo de trabajar.