PROYECTO PIBE LECTOR

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miércoles, 21 de julio de 2010

Una historia de amor

Para A. y J.





De vez en cuando, y por diversos motivos, recuerdo el siguiente acontecimiento, presenciado por mí en vivo y en directo, primera fila, hace suficientes años atrás. Para contarlo en forma de historia lo he cambiado, transformándolo en palabras, pero quienes lo protagonizaron o fueron sus espectadores podrán reconocerlo al menos en sus adjetivos. Es una historia cotidiana, común y silvestre; es tu historia o la que soñaste que vivías, no por esa condición de soñada menos tuya ni menos real. Acá va:

Resulta que de buenas a primeras, Antonia se convirtió en mujer. Y no fue porque le haya venido la menstruación por primera vez  ni por causa fácil de decir: la pequeña que estaba pendiente de mis explicaciones, la que escribía con una lapicera con alas de mariposa plateadas en hojas decoradas con colores brillantes e imágenes de Kitty, de pronto desapareció y se convirtió en una extraña. Los adultos solemos pensar que el paso de la niñez a la adolescencia es gradual y está pautado por las hormonas para tranquilizarnos y olvidarnos de lo incomprensible, confuso y desalentador que es ese momento de la vida que gracias al cielo hemos dejado atrás; pero nada está más lejos de la realidad que esa creencia o pensamiento. Antonia un viernes estaba ahí sentada en el primer banco mirándome con ojos de Antonia niña y el miércoles ya no estaba más; había una extraña con su cara y su cuerpo pero mirándome con ojos de adolescencia plena, mirándome sin verme. Me acuerdo de ese momento perfectamente: era un comienzo nuevo, un replanteo de nuestra relación docente-alumna, volver a cero y contemplarnos como desconocidas para empezar a conocernos. No me desalenté: en eso consiste gran parte de mi trabajo.

Antonia dejó de sentarse en el primer banco y se pasó al fondo del aula. Se tiñó el pelo con tintura roja y se cortó ella misma sus larguísimas mechas en forma despareja. Empezó a maquillarse con tonos vivos, pero pronto pasó al negro, al igual que negras se volvieron sus ropas y negro su pelo. Atrás quedaron Kitty y las princesas de Disney en los separadores de la carpeta: lamentablemente pasó a no tener carpeta sino hojas sueltas y arrugadas pedidas a gruñidos desde el fondo del aula a los antiguos amigos, nada asombrados con la metamorfosis de su compañera de tan absortos en sus propias mutaciones. Antonia pasó de ser abanderada a alumna en riesgo de repetir el año, acodada y atrincherada en una mesa de atrás, con los auriculares del celular escondidos detrás de los mechones ni rojos ni negros del todo.

_ Anto..., ¿qué escuchás?

Me acuerdo que levantó la mirada ausente y, por primera vez en meses, me vio. Me dijo que no sabía qué le pasaba, que estaba muy preocupada, que no sabía porqué no tenía ya ganas de estudiar ni de prestar atención en clase y que si no fuera porque la obligaban, hacía rato que hubiera dejado la escuela. Me dijo que su papá estaba con mucha angustia por lo que ella estaba haciendo, pero que no podía hacer otra cosa... y no sabía qué hacer. Y, finalmente, sacó un montón de papeles cuidadosamente doblados y me dijo que había estado escribiendo y que si yo tenía tiempo, si yo podía, si yo tenía ganas, tal vez...

Me acuerdo de las historias escritas por Antonia.  Le pedí que siguiera escribiendo, le expliqué que no había que preocuparse demasiado sino pensar y tomar decisiones correctas, que no le pasaba nada malo... pero que sí podía pasarle algo realmente malo si ella misma lo permitía. La diferencia entre la niñez y la adolescencia tiene que ver en gran parte con la posibilidad concreta de tomar decisiones que tendrán incidencia en el resto de la vida: Antonia escribía sobre irse de su casa, sobre escaparse en algún tren con rumbo desconocido, sobre abandonar definitivamente la escuela, sobre la angustia de las tardes interminables con los auriculares apagados, sin escuchar nada, tirada en el suelo. Hasta que un día reconoció a Julián, y empezó a escribir sobre lo que sentía por él.

Digo "reconoció" porque Antonia y Julián ya se conocían de toda la vida. Habían hecho el jardín de infantes y toda la escuela primaria juntos, pero jamás habían intercambiado más que algunas palabras. Una tarde Antonia tiró sin querer una tiza para el lado de Julián y éste la increpó enojado gritándole que tuviera más cuidado. Y mientras Julián le gritaba, a Antonia le pareció que tenía unos hoyuelos muy lindos al lado de la boca y que los ojos se le ponían más oscuros con el enojo. Y entendió lo que quería decir el poeta en Annabel Lee.

Antonia empezó a escribir poesías y a devorar con la mirada a Julián. No se detuvo hasta que él la notó, le habló, la buscó y se enamoró tan perdidamente como ella se había enamorado de él. Julián dejó de estudiar, dejó de hacer los trabajos prácticos, de comprar las fotocopias y, finalmente, dejó de ser uno solo para ser dos y dejaron de venir todos los días a la escuela. Se quedaban enfrente, en alguna plaza, en algún umbral, mirándose a los ojos como absorbiéndose mutuamente las almas. Y, por supuesto, con esa decisión empezaron los problemas.

El papá de Antonia, azorado por una situación que no sabía cómo manejar, pidió ayuda en la escuela. Antonia fue obligada a regresar a las aulas y separada de Julián por una pared finita; a él lo cambiaron de año y lo pasaron al salón contiguo. Antonia y Julián pasaron a ser ojos anhelantes de recreo para encontrarse en los pasillos y abrazarse con angustia y pasión como si la pared finita estuviera plagada de kilómetros o tiempo. Antonia y Julián dejaron de ser dos nombres para ser uno solo, en bloque. Y las historias de Antonia abandonaron el tono gótico para pasar a un estilo ardiente y erótico, tanto tanto que tuve que empezar a pensar qué decirle a mi lánguida adolescente de mechas desiguales... "Anto... acordate de que estamos en la escuela y no en un taller literario... es una historia excelente... muy, muy, muy, muy...". Y Anto sonreía, "Sí, profe, ya sé, no sé por qué las escribo, si las ve mi papá, se muere".

La historia se precipitó. En la época de la secundaria todo suele pasar muy rápido y nada sobra: el papá de Antonia decidió cambiar a su hija de escuela ante la evidente situación de que repetiría el año, en manotazo de ahogado, esperando beneficiarla. Me lo contó Julián, tirado en el piso del pasillo, llorando delante de toda la escuela. Recuerdo haberme agachado, haber visto su mentón cuadrado y cubierto de suave pelo rubio; me acuerdo de haber buscado la carita de mi alumno adentro del desencajado rostro de casi hombre ahí tirado sufriendo. "¿Y ahora qué voy a hacer? Yo la amo".

Los adultos decimos cosas razonables la mayoría del tiempo. Le dije a Julián que no pasaba nada, que la escuela nueva de Antonia quedaba a unas veinte cuadras de la nuestra, que era importante que estudiaran los dos para pasar de año y que los dejaran de molestar y de censurar la relación, que no pasaba nada, que no pasaba nada y nada y nada, pero después entramos al aula y leímos el final del Wherter de Goethe. Y Julián, que antes de enamorarse era un excelente escucha de mis lecturas y peroratas, volvió a escuchar.

Lo que pasó al día siguiente me lo contaron, porque yo no trabajaba ahí los jueves. La escuela amaneció cubierta de inscripciones en aerosol y se armó un lindo lío de adultos, y un no menos lindo bochinche de alumnos. Al parecer, Julián había saltado los paredones del edificio centenario, había burlado los sistemas de seguridad (¿tenemos sistema de seguridad?, pregunté asombrada) y había pintado y escrito sobre cuanta pared había encontrado unos "ANTO TE AMO" bellísimos en tonos de negro y rojo que eran una maravilla de ternura, una apoteosis de ofrenda de amor, un acto romántico inundado del joven Wherter... Un escándalo de proporciones, un desastroso daño a la escuela, un delito, dónde está Julián, no va a poder entrar al edificio sin estar acompañado de sus padres, alcanzame una citación, mañana mismo, sin falta.

La historia termina muy rápido, pero estoy segura de que en la mente de Julián y de Antonia, permanecerá para siempre, al igual que en la mía. Julián fue obligado a ir a la escuela el fin de semana a cubrir sus grafittis con honorable pintura blanca, fue obligado a retomar los libros, los trabajos prácticos, las fotocopias, pasó de año y a pesar de que no lo vi más, sé que está en la universidad en este momento, estudiando para ser ingeniero. Antonia jamás vio los grafittis, pero se los contaron y se los imaginó. Y la imaginación de Antonia era estupenda, así que seguramente las letras grotescas en negro y rojo ( y que yo pude contemplar el viernes antes de que fueran cubiertas por el manto blanco), fueron doradas, bellas, resplandecientes y luminosas para ella. Años después de que pasara todo, reconocí los ojos de Anto en una mujer joven parada ante la escuela y oí su voz preguntándome: "Profe... ¿ahí también había escrito?". Por la misma Antonia supe que, lamentablemente, las decisiones que había tomado no habían sido buenas. Antonia no sólo había repetido el año sino que había abandonado la escuela, se había ido de la casa peleada con su papá (cuánto dolor), había empezado a trabajar en una feria vendiendo ropa, vivía con una tía, no sé, estaba bueno porque no veía mucho a nadie, pero pasaba mucho tiempo sola, no le pagaban bien pero algo era algo, igual la vida era una porquería siempre, pero estaba okey. "Sabe, profe", me dijo, antes de irse, sin sacar la vista del frente de la escuela. "Siempre me acuerdo de este lugar, de cómo me gustaba venir, de lo que viví con Julián, de lo bien que la pasábamos acá, de lo feliz que fui".

 Después de decirle muchas cosas razonables, como siempre hacemos los adultos, abracé a Anto en la puerta de la escuela. No la volví a ver, no supe más de ella. A veces  me parece ver los grafittis de Julián sobre el paredón del patio, o los ojos de Anto reflejados en los de alguna de las chicas que se sientan en el fondo. No puedo evitar recordarlos cuando leo Annabel Lee... A veces, cada tanto, me acuerdo de ellos, abrazados en el pasillo de la escuela, de la mano en un banco del parque, compartiendo los auriculares apagados, creciendo, sintiendo, experimentando, viviendo. Ellos se repiten y multiplican en cada amor adolescente que chisporrotea por las escuelas, iluminando u oscureciendo semblantes, gritando a la humanidad entera que, por más que digamos cosas razonables al volvernos adultos, ahí, en la esencia, somos emoción y pasiones que tanto ángeles del cielo como demonios del mar, enividian y envidiarán. 

miércoles, 7 de julio de 2010

Cuento futurista por el bicentenario: LA CLASE RETRO

a pedido de Yanet


El 22 de mayo del año 2110, la señora Lara ( y no doña Lara, a pesar de que ya tenía 138 años y estaba muuuy vieja), recibió el siguiente mensaje:
“Estamos convocando a todo el personal docente y no docente que estaba trabajando en la Escuela N 11, Florentino Ameghino, de La Plata, en el año 2010, para conmemorar el tricentenario del 25 de mayo con una jornada retro recreando esos antiguos años de la historia de la patria”
Por supuesto, emocionadísima, Lara se tomó un micro Plaza supersónico y ese 25 de mayo, a las 13 hs, estuvo parada ante la 11 mirando la estatua de Sarmiento, ahí, igualita, y la de Ameghino, derechitas, en la fachada de la escuela conservada intacta gracias a haber sido declarada patrimonio histórico de la ciudad. El parque Saavedra ya no estaba, pero con sólo no darse vuelta, a Lara le pareció que era joven de nuevo (porque sí, a los 38 años en el 2010 era joven), y subió las escaleras desdeñando el moderno ascensor, lagrimeando un poco, derechito rumbo a dirección.
“Buenas…” dijo, apretando el botón de la puerta que estaba en lugar de la de madera, antes, allá en el 2010, un poco acongojada por lo cambiada que estaba la escuela por dentro. Pero apenas se abrió, se olvidó de todo y le temblaron las piernas aún más (claro, tenía 138 años) porque ante ella estaban… estaban ¡Laura Chino, Teresa Gascón, Nora Ortega, Claudia Costi, Analía Prenda, la divina de Rosita de Rosa y Patricia Ripa! Viejísimas estaban, pero igualitas. Y empezaron ahí los besos, los abrazos, la exhibición de fotos de hijos, nietos, bisnietos, tataranietos, choznos y súper recontra choznos, porque todas tenían más de cien años y desde que se había extendido el límite de la vida humana con los avances de la medicina estaban todas y todos viejísimos pero lozanos, felices y preciosos, vivitos y coleando, igualitos a como estaban en el 2010.
Lara firmó en una carpeta que los alumnos habían conseguido en una casa de antigüedades, con una bic que le pareció una preciosidad (porque en el 2110 ya no existían el papel ni las lapiceras) y se dirigió al salón donde estaba antes su antiguo 3r año. Al pasar por el pasillo pudo admirar los murales que en el 2010 estaban descoloridos y dañados hechos una pinturita… las altas ventanas modernas con pantallas digitales holográficas, el piso… el piso brillante e impecable que ahora se limpiaba solo, en este momento estaba siendo limpiado con un antiquísimo trapo de piso sacado de vaya a saber dónde por .. ¡Mary! Casi se desmaya de la sorpresa al ver a Mary que largando el trapo le dijo “¡Neeegraaaa, estás divina!”. Y otra vez los abrazos y besos y emoción.
Finalmente, Lara llegó a su antiguo salón. Los alumnos, algo desconcertados por haber dejado de lado por la conmemoración del tricentenario todos sus aparatos de tecnología moderna para dar clase y por tener una profesora adelante en vivo y en directo (desde el año 2050 los pocos profesores que se dedicaban a dar clase lo hacían a través de la tecnología desde sus casas y las escuelas eran el espacio de congregación cultural de los alumnos y no de los docentes), la miraron atentamente y en respetuoso silencio. Lara dejó la cartera sobre un escritorio que habían colocado en su homenaje y empezó…
_ Buenas tardes…
Había escrito un discurso similar al que había leído el 25 de mayo del 2010, día en que le había tocado leer en el acto del colegio. Pero la voz se le fue yendo de a poco mientras leía porque veía pasar a través de las paredes translúcidas del salón a Carina, Silvana y a Silvia pasando lista con registros conseguidos en el Museo de Secretaría de Inspección, a la profesora Addiechi haciéndole gestos de saludo desde el salón de enfrente, a Marta la bibliotecaria llevando en sus manos… ¡libros! Tanto tiempo que no se veían libros en los salones de clases… En dirección le habían dicho que Epíscopo había recibido la invitación cuando paseaba con su esposa por Indochina y se había tomado un colectivo supersónico para venir… Era demasiada emoción. Lara dejó el papel que leía sin anteojos, a los 138 años, gracias a los avances de la medicina y clavó su vista en los alumnos de nuevo para poder aclarar la garganta en donde se le había hecho un nudo y poder hablar de nuevo. Había quedado en la parte de los ideales de libertad, justicia y equidad social, pero no podía hablar aunque quisiera de lo emocionada que estaba. La ayudó que entraran Viviana y Rosario con una bandeja con porciones de una tarta espectacular, idéntica a la del 2010, que dejó a los alumnos modernos boquiabiertos y a ella más calmada y serena. Pero como seguía sin habla, uno de los alumnos se atrevió a preguntar:
_ ¿ Es cierto que en el 2010 los alumnos dialogaban con los profesores en las clases?
_ ¿Es verdad que en el 2010 los chicos y chicas estudiaban usando papeles y lapiceras?
_ ¿Es cierto que las lapiceras no se podían borrar?
_ ¿Es cierto que los docentes de 2010 cobraban sueldos bajos o es una exageración de los historiadores?
Preguntaban y preguntaban. Y mientras Lara les respondía, los miraba e iba recuperando la serenidad y la voz, porque veía sus ojos negros, marrones, celestes, azules, sus cabellos de todos los tonos imaginables, sus ropas diversas, sus rostros que delataban las fisonomías ancestrales de los países de Latinoamérica, de oriente, de Europa, de África, y se iba dando cuenta de que el proceso del que ella había hablado en su discurso del 2010, en la queridísima 11, hablaba precisamente de lo que ella y sus compañeros docentes y no docentes de la 11 estaban haciendo en esa época. De la esperanza de que esas caritas que estaban frente y alrededor de ellos y ellas pudieran reflexionar, dialogar, debatir y discutir con respeto y conciencia acerca de cómo lograr ser ciudadanos habitantes de una Argentina libre, con conciencia y justicia social, sin discriminación, sin hambre, sin injusticia, sin desigualdades, de una Argentina hermosa y diversa en su tierra y su gente. Sus compañeras y compañeros de trabajo habían luchado por esos ideales enunciados por los próceres de la Primera Junta, junto a los alumnos y a los padres de sus alumnos, y ahora, a tantos años de ese momento, ella se daba cuenta de lo importantes que habían sido sus papeles adentro de los salones, en cada gesto cotidiano, en cada clase, conversación, acto de toma de decisiones, cada gesto cariñoso, comprensivo, cada paso. Y se sintió feliz por haber sido parte importante de ese proceso.
Lara miró el pasillo de nuevo y siguió dejándose inundar por la emoción de sentirse nuevamente en casa en esa querida escuela, rodeada de preguntas, de voces, de compañeros, mientras la escuela en la “clase retro” volvía a llenarse de voces como en los viejos tiempos, de risas, de ruidos de pasos.
_ ¿Es cierto que en esa época en la escuela había recreos y sonaba una campana? Hay un autor que dice que es un mito por el anacronismo ya que existía algo llamado timbre…
Y ahí justito se escuchó la campana. Sí, era cierto, no era un mito. Y también era cierto que lo que los alumnos, familias y todo el personal de la 11 en el 25 de mayo del 2010 hacían, era luchar por el cumplimiento de los ideales de los patriotas de la Primera Junta desde lo cotidiano, sin darse cuenta casi, en el día a día. ¿Lo habían logrado en el 2110? Seguramente lo habían logrado. Seguro. Segurísimo que sí.

viernes, 2 de julio de 2010

Pensamientos acerca de la función de la escuela secundaria.

                                                         Ver imagen en tamaño completo
Ser adolescente es debatirse en la confusión y el enojo que da el reconocer que se está confundido.
Eso es lo que pensé hace unas semanas cuando regresaba a mi casa después de una tarde intensa dentro de mi escuela, intentando mediar en un conflicto iracundo y teñido de lágrimas y sangre entre chicas de 13 a 15 años. ¿Los motivos? La discriminación disfrazada de amor no correspondido, por supuesto. Y la bronca, el despecho, los celos, la envidia, el efecto “patota” que te arrastra a contagiarte de los gritos de guerra de los otros. ¿Suena exagerado? No exagero. Una de las chicas mostraba la cara rasgada por las uñas de otra: se habían agarrado a las trompadas y patadas en la vereda del colegio la tarde anterior. Y esa tarde, la tarde siguiente, los ojos brillaban encendidos porque el transcurso de las horas no las había aplacado: se habían organizado en masa, vengarían la osadía de la que utilizó sus uñas y no pararían de golpearla y gritarle insultos hasta que corriera su sangre por el pavimento.

Una de las funciones de la escuela de esta época es precisamente contener y deshacer ese tipo de situaciones. Enseñando los rudimentos de cómo sostener una argumentación en forma coherente, una chica de 16 años me planteó hoy su postura acerca de que la escuela no debería ser obligatoria, ya que no garantizaba que los alumnos aprendieran ningún contenido con el transcurso de los años y los saberes incorporados resultaban, en el egreso, de la capacidad y el esfuerzo individual más que de la eficacia del sistema mismo. Y yo me encontré explicando algo en el aula que se encuentra íntimamente relacionado a la situación expuesta en el párrafo anterior: La escuela de la actualidad no se reduce en su función a brindar meros saberes acerca de geografía, matemáticas, historia, lengua o la disciplina que sea. La escuela se ha convertido en el único espacio en donde los adolescentes tienen contacto con personas cultas que les hablan y escriben utilizando un lenguaje que oscila entre estándar y formal, en donde se adquieren hábitos primordiales como el permanecer quieto y sentado durante un lapso más o menos largo escuchando una explicación, donde se practica la convivencia con los pares y con “los diferentes”, donde en forma de simulacro de la vida real que aguarda tras la puerta de entrada, se adquiere la práctica de ajustarse a un rol determinado y respetar sus códigos y normas implícitas. La escuela es un lugar donde se come, donde se escucha música, donde se guarda o esconde el celular durante las clases, donde se dibuja, donde se aburre uno, se sueña, se conversa, se divierte, se discute, se expresa, se enoja. Un lugar a donde se debe ir limpio, vestido de forma no ofensiva y discreta, donde se debe ejercitar el uso  de la formalidad en los textos orales y escritos.

A veces los docentes se aferran al rol que creen que es el correcto y pretenden ser meros impartidores de sus disciplinas en el aula. Sus salarios son bajísimos, corren de una escuela a otra, están agobiados de alumnos, horarios, papeles, ruido, burocracia sin sentido, arbitrariedades. Se enojan terriblemente con lo alumnos o con la docencia en sí, y declaman en las salas de profesores entre paredes descascaradas añorando las épocas en donde los chicos estudiaban y los respetaban aunque fuera como personas. Sin embargo, esos docentes olvidan que la realidad de hoy no es la de hace treinta, veinte, ni siquiera diez o cinco años atrás. La función del profesor se ha recargado, se ha resemantizado su papel y se ha convertido en fundamental modelo de adulto, mediador y guía de los adolescentes adentro de una escuela-hogar-guardería posmoderna. Obligatoriamente el profesor deberá cesar de hablar de Historia o de Física, y explicar el por qué no se pueden gritar insultos de puerta a puerta durante una clase, el por qué no se puede atender el telefonito en medio de una explicación, el por qué hablamos castellano y no inglés o portugués, el por qué hay que dialogar para resolver conflictos y no estar a las patadas.
Si el docente se niega a aceptar esa responsabilidad que la sociedad ha volcado sobre sus hombros, los alumnos aprenderán más o menos de sus disciplinas durante sus clases y mi alumna argumentadora tendrá razón: “la escuela” representada simbólicamente por su persona habrá tenido sentido únicamente para la ínfima minoría que prestó atención y aprendió. Pero si el docente acepta el desafío y trasciende el mero impartir información o herramientas para abordar una disciplina,  marcará la diferencia y dejará una huella indeleble en la memoria y personalidad de esos maleables seres que tiene más o menos sentados durante unas horas adentro de su aula.

Las chicas que se habían propuesto destrozar a la compañera en venganza por el arañazo habían anunciado su plan a toda la escuela. La víctima sabía lo que le esperaba a la salida del colegio. Ni ella ni ningún otro chico o chica de una escuela de cientos de alumnos habían avisado a algún adulto lo que iba a suceder. Fui yo, en mi papel de docente, cuando después de intentar hablar durante veinte minutos de una poesía de Baudelaire me di cuenta de que algo mucho más interesante e importante pasaba en esos rostros enojados y alterados (uno de ellos marcado, como dije), y decidí cesar de dar clase y preguntar qué pasaba.

Preguntar a los adolescentes qué les pasa y escuchar atentamente su respuesta puede ser decisivo. Dejé de dar clase sobre el género lírico, pero di clase ese día sobre cómo manejarse en los conflictos sin violencia. Las chicas lloraron; no se amigaron, pero no hubo pelea a la salida. Miles de profesores, maestros, preceptores y porteros trabajamos evitando estas situaciones todos los días dentro de las escuelas. Lamentablemente, a veces nuestro diálogo y vigilancia no alcanza: todos los años como mínimo una de mis adolescentes resulta embarazada siendo casi niña (y a pesar de disponer de la información correcta acerca de cómo impedir esa situación brindada por mí misma o por otros docentes dentro de las aulas). Se pueden enumerar en un in crescendo otras situaciones peores por lo irreparables: hace unos días una piba murió por un cóctel de alcohol y pastillas, otro día un pibe de 12 años apuñaló a un compañero en su casa, mientras hacían un trabajo práctico; de vez en cuando sucede algo extremo y aparece un Junior y asesina a algunos compañeros. Esta es la sociedad en la que vivimos, donde la escuela es escenario y espacio en donde se manifiesta la violencia, la discriminación, el abandono y ausencia familiar, la desnutrición, la incomprensión, la inversión de valores, el individualismo y la caída de los valores solidarios y humanistas que nos hacen personas.

Le dije a mi alumna al final de mi explicación del por qué la escuela debe ser obligatoria: Y si no fuera así, seríamos muy pocos acá adentro conversando acerca de todos estos temas tan importantes, ¿no te parece que sería una lástima? Está bueno que charlemos, por ejemplo: tus compañeras seguirían pensando que lo mejor es matarse a patadas en lugar de resolver las cosas de otra manera si no hubiéramos conversado la otra vez…
Y sí… sería una pena. Afortunadamente existe aún ese espacio para recobrar nuestra capacidad de sentir, de expresar y de ser seres humanos completos en un mundo que se ha despersonalizado al extremo de convertirse en inhumano. Y ser docente en este espacio es la profesión más importante y valiosa del mundo.


Texto publicado en mi desaparecido blog Biromes en el año 2008