PROYECTO PIBE LECTOR

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viernes, 18 de julio de 2014

15. Si mi papá fuera Charles Ingalls



Se dio cuenta de que temblaba cuando chocó su rodilla contra la punta metálica de la caja de su abuela y un relámpago de dolor la devolvió a la realidad. Se inclinó y observó la herida, le pasó saliva con la punta de los dedos. Sintió lástima por su cuerpo, autocompasión infinita. Arrastró la pesada caja y se sentó sobre ella, a esperar.
Sabía lo que contenía. Cuando era niña, solía abrirla porque extrañaba a su mamá, para mirar fotos viejas, con el pretexto de que estaba aburrida. Recordó el cuaderno Gloria de tapas duras, el juego de los Ingalls, que tantas veces había calificado de ridículo. Buscó en su celular imágenes de la serie para que los minutos fueran menos largos. 
Envidiaba a su abuela cuando jugaba con su mamá. "Tu papá se fue a Mankato", decía, y se desternillaban de risa las dos, poseedoras del código secreto. Ningún hombre en la familia, durante dos generaciones, y ella era la tercera. La había tenido a los catorce años, sola, durante diez había compartido su vida en la casa grande, llena de primos, hermanos y tíos de la misma edad; se había marchado sin decirle quién era su padre. Justificaba todo: "Y qué querés, qué pretendés de mí, si te tuve a los catorce". Ahora ella tenía quince, y pensaba que no era excusa válida, pero antes no sabía, no entendía. "Se fue a Paraguay con un chongo", decía la abuela, usando un lenguaje que pretendía ser moderno. La abuela, que debía tener no más de cincuenta. La abuela, esa mujer sin hombre, inmensa, que alimentaba a todos, sopapeaba, acariciaba, daba remedios y llevaba a la salita a las tres de la mañana. Sintió el corazón inundado de amor y se concentró en las imágenes. 
No necesitaba leer el cuaderno, ni abrir la caja. Recordaba el juego. Debajo de recortes de revistas en donde se veían los actores de la serie y resúmenes de los capítulos favoritos, la abuela había comenzado a escribir en su infancia una serie de continuaciones a una frase inicial, nunca reformulada, escrita en imprenta y decorada con corazones y florecitas: "Si mi papá fuera Charles Ingalls, me diría..." Su mamá también había escrito, con letra apretada y azul. Ahora que tenía quince y estaba sentada en el baño mirando de reojo el reloj, refugiándose del ruido infernal de doce niños y adolescentes que tenían su misma sonrisa, comprendía perfectamente a las dos mujeres deseosas de ser abrazadas, tener trenzas y llamarse Laura. Escribió con su celular, en su muro de facebook, con emoción, mientras acariciaba su rodilla lastimada:

Si mi papá fuera Charles Ingalls, me diría que mi cuerpo es una navecita, mi bote, y que soy su capitana. Yo suspiraría y pensaría que la vida se extiende a mi alrededor, haciendo las veces de océano. No pude elegir qué mar es, ni qué cielo completa el paisaje en el que estoy inserta, ahí, en mi botecito, pero hay cosas que puedo elegir, según mi papá. Cuidar el barquito, convertirlo en balsa, en buque de guerra, en crucero, en goleta... eso depende de mí y de mi esfuerzo. A veces, el mar es amable y cálido, como una piscina en verano, y me puedo deslizar en mi joven barquito plácidamente, sola o entre ajenos navíos, con gaviotas en el cielo y brisa fresca. Me diría: " A veces, Pequeña, el mar se revuelve como un monstruo y se vuelve oscuro y frío, las olas parecen tragarte y llueve, hay relámpagos, parece que Dios está enojado o no existe ... pero el secreto es capear el temporal, amarrarse fuerte a la nave si es necesario y tener fe... porque todo pasa y, a tu edad, estás aprendiendo a navegar sola y todo tiene solución, menos la muerte".

Sonrió, se puso de pie y acarició la tapa de la caja. "Papá se fue a Mankato", dijo en voz baja, y tomó decidida la barrita sumergida en el pequeño recipiente, para ver el resultado del test de embarazo.   

sábado, 12 de julio de 2014

Docente, decime qué se siente


Falta poco para las vacaciones de invierno. Como era de esperar, dos paros (uno para antes, otro para después), ya fueron anunciados. Entre el cantito de "Brasil, decime qué se siente" y las frases sobre lo que puede hacer Mascherano, desdibujados, los anuncios de la disconformidad, del reclamo perpetuo, del lamento lánguido, aparecen en los diarios, pequeños, llevando como la cola de un cometa la sarta de comentarios agresivos y denigrantes que caracteriza cualquier publicación que lleve la palabra "docente" en el título:
 "Vayan a trabajar, vagos", "Tres meses de vacaciones", "No tienen vocación", "Manga de ignorantes", "Se rascan a cuatro manos", "Están de licencia perpetua y por cada uno hay tres cobrando", "Alumnos rehenes", "Los chicos cada vez más burros", "Si tanto les molesta cobrar poco por qué no se buscan otro trabajo", "Trabajan cuatro horitas". Es la esencia, sin las malas palabras. 

¿Los comentaristas de los diarios reflejan la opinión pública? ¿Son el "termómetro" de lo que piensa la sociedad? Sería interesante analizarlo: si alguien se tomara el trabajo de leer los comentarios de todos los diarios, descubriría que los "comentaristas destacados" son una porción pequeña de la población lectora de periódicos, bastante estable. Hay comentaristas de notas políticas, de fútbol, de espectáculos. De notas sobre educación. Comentaristas que uno puede predecir que aparecerán, exultantes, escribiendo que los docentes son una especie de delincuentes que, a propósito, deja a la juventud de este país sumida en la ignorancia. Qué se siente, leyendo esas cosas. Se siente mal. 

El paro es una forma lícita de protesta. Es la única forma de hacer visible, al parecer, el problema que atraviesan los docentes de las escuelas públicas de la provincia de Buenos Aires. Y ese problema es complejo. Si los docentes gozaran de tres meses de vacaciones pagas, licencias indefinidas y les pagaran por cuatro horitas de no hacer absolutamente nada, difícilmente harían paros. Sería una cosa bastante extraña encontrar miles de personas malvadas, tácitamente puestas de acuerdo para sumergir al alumnado de bajos recursos en la ignorancia y desidia... y si eso fuera posible, tampoco necesitarían hacer paro. 

Las escuelas tienen problemas de infraestructura. Un aula digna es fundamental para poder enseñar y aprender, ya escribí sobre eso.

Los docentes tenemos variados problemas con nuestro sueldo, no sólo con que es escaso y quedó por debajo de lo que se necesita para vivir dignamente. Muchos no cobran, a pesar de que trabajan. O cobran mal. 

La obra social de los docentes deja mucho que desear, por decirlo diplomáticamente.

Y hay algo que no se dice: los docentes enfrentamos día a día el inmenso, monumental y heroico trabajo de contener al alumnado en primer lugar, para luego poder enseñar. Ninguna persona ajena a la realidad de lo que sucede en las escuelas tiene idea de la importancia de esa tarea, de lo difícil que es hacerla, de lo desgastante y reconfortante que es llevarla a cabo. Es cierto: no todos los docentes la realizan, o no todos en el mismo grado. No todos están dispuestos, ni todas las situaciones son las mismas. Contener implica algo que va más allá de la preparación académica de un docente: involucra sus emociones, involucra involucrarse, con todo lo que eso implica. Ponerle el corazón al chico que no comió, que está solo, que es maltratado, que está enojado, furioso, que no está en condiciones de sentarse tranquilamente en su sillita y ponerse a escuchar cómo se conjugan los verbos regulares. Nadie lo dice, ningún libro te lo enseña, no figura en los textos ni en las materias pedagógicas de la facultad, enfrentás la situación cuando aparece, día a día, al entrar al salón de clases e intentar comenzar a explicar un contenido ante un grupo de chicos que no quiere escuchar "porque". Sí, "porque". La tarea entonces, del docente, es investigar cómo continúa ese "porque" para completar la frase, buscarle una solución y, por fin, poder dar la clase en forma eficiente. Hay que ser docente para saber qué se siente explicar los verbos regulares ante una clase y que los chicos los aprendan, una vez develado y superado ese "porque". Se siente fenomenal. 

En el reclamo, se pide más dinero para los comedores escolares. Dar algo más que un mate cocido y un pedazo de pan es una manera de finalizar un "porque" y solucionar el problema: "No pueden aprender porque no comieron nada". En mis últimos textos, pido algo que solucionaría otro "porque", pero no se puede incluir en los motivos del paro: la ayuda de los señores padres en la tarea de educar a los chicos. Lindo sería, un paro hasta que los padres se hagan cargo de sus responsabilidades como padres. "No pueden aprender porque creen que el saber no sirve para nada". "No pueden aprender porque creen que los docentes son unos vagos despreciables que no tienen ningún saber respetable que transmitirles", "no pueden aprender porque en la casa tienen infinidad de problemas", "porque los papás no se preocupan ni siquiera de que tengan útiles", y así seguiría la lista. Es una falacia sostener que los chicos no aprenden porque los docentes no les enseñan a propósito. Puedo pensar en malos docentes, pero las escuelas exceden la individualidad, son instituciones que van más allá de las personas que trabajan en ellas... Todos hemos tenido buenos y malos docentes a lo largo de nuestra vida, cualquiera sea nuestra edad. No se puede generalizar sin faltar a la verdad. 

Docente, decime qué se siente. Se siente que el paro de principio de año no sirvió para nada. Se siente que uno no tiene derecho. Que la gente derrama sobre nosotros una catarata de agresiones. Que estamos remando solos contra múltiples cosas que nos superan. Que se vienen nuevos paros. Que contener cada vez es más desgastante y difícil. 

Como siempre, se siente mal. 


esta nota la podés leer en http://opinion.infobae.com/graciela-adriana-lara/2014/07/15/docente-decime-que-se-siente/

viernes, 11 de julio de 2014

14. Qué hacer en caso de pibe que rebota



Folleto informativo hallado en la sala de espera de una salita de primeros auxilios

INTRODUCCIÓN:

Existen los pibes que rebotan.
Algunos tienen la suerte de nacer en el seno de familias amorosas y atentas, que detectarán de inmediato que el niñito no deja de rebotar y lo abrazarán fuertemente, le darán té de tilo, lo llevarán a practicar básquet, a estudiar batería, a la iglesia o al pediatra. La familia en primer lugar y, luego, las señoritas, los profesores, los especialistas, harán las veces, para él, de suave y elástica red contenedora, juntos, unidos, acompañando su crecimiento. Para ellos, el futuro será más que promisorio. Serán eximios artistas, deportistas, profesionales exitosos, escalarán el Everest. Esos jovencitos no nos preocupan en absoluto.
Otros pibes no tendrán esa suerte. A pesar de que el sentido común indique que todas las familias son amorosas y atentas, en la realidad eso no sucede. El niño, entonces, no dejará de rebotar; como si fuera el pato Lucas, dará tumbos para el deleite de sus espectadores y desesperación de los adultos transitoriamente responsables. Lo hará entre redes improvisadas, nada elásticas ni suaves, o sin red.

Nota: Cabe destacar que, como no todo es blanco ni negro, en el medio existe una serie de matices que ayudará o entorpecerá la situación de los rebotes. 

CARACTERÍSTICAS:

Los pibes que rebotan suelen hacerlo de la misma manera.
Si están en la calle, andarán en moto, en bicicleta, skate, rollers o corriendo, según las posibilidades económicas de su familia, a la mayor velocidad que puedan.
Si están dentro de un espacio cerrado, sea cual sea la situación y el contexto (1), se arrojarán contra las paredes del lugar, mobiliario o seres vivientes, se pararán de manos, harán abdominales, lagartijas, imitarán a un cachorro desenfrenado y hambriento, etc., dando tumbos y acompañando sus movimientos desacompasados con gritos estridentes y risotadas destempladas.
Como suelen accidentarse en su andar atropellado, andan cubiertos de cicatrices, que varían en magnitud e intensidad. A esas heridas suelen sumarse las que obtienen cuando, de vez en cuando, alguien con poca tolerancia (o impotencia) los agarra bien a trompadas, justificando su actuar en el saludable objetivo de que dejen de rebotar.
Son delgados, finitos, les gusta mostrar sus costillas, panzas, el elástico de sus calzoncillos. Esta clase de pibes adora exhibir sus cortes, raspones y moretones. Se levantan la ropa, se bajan o arremangan los pantalones con la naturalidad de un lactante, sin pudor ni permiso, ante la mirada escandalizada de todo quien padece los rebotes.
Para comunicarse, comúnmente usan latiguillos. Sin embargo, esta pobreza de vocabulario es aparente, ya que los pibes que rebotan poseen un rico y variado repertorio del que harán gala en el caso de que se tenga un grano en la nariz, un lunar peludo, un ligero estrabismo, las raíces del pelo sin teñir, la sombra de un incipiente bigote, el cierre bajo, una mancha sospechosa en la parte trasera del pantalón ... El pibe describirá y adjetivará a los gritos, dejando nuestro defecto expuesto, fosforescente, refulgente e inocultable para toda la eternidad.
Es fácil identificarlos; mencionar otras señas carece de sentido. A los diez minutos de haber ingresado en un espacio físico donde hay un pibe que rebota, uno lo detectará. A los treinta minutos, deseará no haber ido a ese lugar. A la hora, la situación será tan insoportable que deberá tomar medidas acerca de la misma: marcharse, gritar, simular una descompostura, iniciar un incendio. Si debe tolerar esto durante meses o años, no le quedará otro camino que la meditación, la terapia, el yoga o las flores de bach. Porque estos pibes, cuando están sin red, no descansan. No hay forma humana en el universo de lograr que se queden quietos y se dejen de... rebotar. A medida que pasan los años, si sobreviven, el peso de la realidad hará que poco a poco se vayan quedando mustios, pero ya no serán pibes, será demasiado tarde para ayudar.

(1) Los pibes que rebotan sin red lo hacen en el cine, en un casamiento, en un bautismo, en la ceremonia de asunción de un presidente, en el acto del 9 de julio, en un velorio, durante una cirugía odontológica, etc., etc., etc. 

CONCLUSIÓN:

Los pibes que rebotan sin red, o con red precaria, muchas veces tienen "conclusiones" y terminan en esta salita. Se queman, se cortan, se lastiman, se meten en problemas graves o gravísimos, lastiman a los demás, se ven envueltos en calamidades que ni ganas dan de ponerse a contar. Arriesgan su vida a cada momento y pueden morir. Ninguna gracia causa cuando esto sucede: ahí es cuando los adultos toman conciencia de que han cometido un irreparable error y que estos chicos no se parecen ni remotamente al pato Lucas, que es un dibujito animado y si se rompe la cabeza, no pasa nada. Porque lo de rebotar es una metáfora desesperada, un intento de descripción emitido como un pedido de auxilio. En caso de pibe que rebota, lo primero que hay que hacer es recordarle a los papás que los pibes no rebotan, porque son pibes. Y si el que está leyendo el presente informe es el padre de uno de ellos, sí... del mocosito de pequitas y peinado con copete, es hora de dejar de hacerse el chacho rengo, ¿no le parece? Digo, antes de que sea demasiado tarde. Con cambiar a la criatura de colegio a cada rato no se soluciona nada, estimado señor. Los vecinos del barrio no dan más. Podría parar de tirarle la pelota a las pobres señoritas y a nosotras, las enfermeras, que aunque parezcamos de fierro somos personas como usted, y hacerse cargo de cuidar al nene, quererlo, ayudarlo y educarlo, cosas que, aunque parezcan tan naturales, a los adultos, se les suele olvidar tan seguido que necesitan que se las recuerden mediante un folleto.

viernes, 4 de julio de 2014

13. La isla del alumno autodidacta.



13. La isla del alumno autodidacta.
     Cuento dividido en dos partes.

Primera Parte.

Hace más o menos diez años, un excéntrico multimillonario al que llamaremos "X" notó con disgusto que los empleados de su empresa no trabajaban con el ahínco que esperaba. Contrató un equipo de especialistas para averiguar la causa de semejante desidia y, entre las posibles razones que ellos encontraron, una le pareció la culpable por sobre las demás: todos los empleados haraganes tenían hijos adolescentes. El adinerado señor tenía motivos personales para creer que ésa era la clave: su hijo de 13 años lo tenía angustiado, mareado y desvelado. "La piel de Judas", pensó al recordarlo. Y contrató un doctor especialista en educación, entonces.

Como llegado a este punto, al señor X le dio fiaca continuar involucrándose en la investigación que él mismo había iniciado, puso una considerable suma de dinero en las manos del erudito, le encargó que incluyera a su propio hijo en el proyecto y se olvidó por un tiempo del asunto.

El doctor sabio vio la posibilidad de llevar a la práctica una de sus teorías. Compró una pequeña isla y convenció a los empleados del señor X de que le entregaran a sus hijos para realizar una experiencia revolucionaria y educativa allí. Fundó desde su escritorio la  "Isla del alumno autodidacta", basada en el sencillo principio de la "autoeducación autodidacta por medio de las tecnologías modernas". La idea era vieja, pero engalanada con dinero y artefactos de última generación, parecía acertada. Todos sabían, ya en esa época, que la escuela tradicional era algo obsoleto. Y todos (menos el sabio, que no tenía hijos ni sobrinos y se sentía incómodo con los adolescentes, hecho por el cual los evitaba desde su propia, dolorosa y olvidable adolescencia) estaban en la misma situación inconfesable: no sabían qué hacer con sus hijos. Así que aplaudieron unánimemente las ideas del doctorcito, que muy impresionado hasta él mismo con su oratoria, su valor y su eficacia, logró sin tener la necesidad de viajar que en tiempo récord el edificio estuviera abierto para los educandos autodidactas, que comenzaron a deambular libremente por allí, conectados a sus músicas, juegos y aparatos.

El proyecto fue mutando: no por nada era una experiencia piloto, y el sabio estaba dispuesto a ser indulgente consigo mismo. El primer mes contrató un ejército de docentes especializados, elegidos estrictamente entre los mejores de sus respectivas áreas. Su función era estar ahí, al alcance de la mano del educando, por así decirlo, en caso de que éste tuviera una pregunta o necesitara orientación para algo. Se suponía que los jóvenes poseían innatamente la curiosidad y la avidez por el conocimiento que caracterizan a los seres humanos, así que ¿por qué no esperar de ellos preguntas más o menos funcionales, en el período de su autoinstrucción? Un equipo de nutricionistas se encargaba de la alimentación en la isla, había campos de deportes equipados profusamente y un gimnasio digno de un hotel de lujo. Todo estaba preparado para que las cosas anduvieran sobre rieles. El hijo del señor X había abandonado su prestigioso colegio privado y estaba ahí, en un ejemplo increíble de justicia e igualdad social (el sabio sentía un nudo en la garganta cuando pronunciaba esa frase y se le ponía la piel de gallina de la inmensa emoción). Y agregaba la pregunta retórica, dejada para el final:  ¿Qué podía tener de malo la autoeducación? Los más grandes sabios de la historia de la humanidad fueron autodidactas.

Las cosas cambiaron un poco cuando terminó el primer trimestre. Un equipo de docentes enviado por el Ministerio de Educación del país donde vivían los papás de los niños, el sabio y el olvidadizo señor X, viajó a la isla para realizar la evaluación parcial de los aprendizajes realizados por los chicos. Era la única condición que le habían puesto a la experiencia piloto para otorgar certificados oficiales y reconocer su validez.

En la isla no importaban la edad ni los conocimientos previos de los educandos. La única normativa era que los docentes no debían inmiscuirse ni molestar a los alumnos mientras se autoeducaban. La tecnología disponible tenía en los escritorios de sus pantallas las orientaciones mínimas, los gérmenes del conocimiento, lo que los docentes tradicionales llaman "contenidos mínimos obligatorios". Se esperaba que los jóvenes construyeran sus propios valores, se edificaran como ciudadanos, multiplicaran sus capacidades, sintieran nacer, crecer y desarrollar sus inquietudes mediante la manipulación de las máquinas. Internet evacuaría las dudas, brindaría las herramientas. Internet, hace diez años, ya era la biblioteca madre de las bibliotecas, la videoteca de las videotecas. Allí figuran los contenidos que un ser humano puede imaginar, ahí, al alcance de la vista de cualquiera. (El sabio, cuando pronunciaba esta frase sobre internet, se conmovía con su propia oratoria y sus ojos se humedecían de entusiasmo). Además, los docentes cobraban su sueldo igual, fueran o no solicitados sus servicios. ¿Qué podía salir mal?

En teoría, si a los 13 años un chico lograba demostrar ante los evaluadores del Ministerio de Educación que estaba capacitado, podría ingresar en la universidad, ¿por qué no? Y si tardaba más en adquirir los conocimientos, hasta los 18 años, por ejemplo... ¿cuál era el problema? Los tiempos de cada individuo son diferentes, y en la isla, la individualidad de los jóvenes se respetaba por sobre todas las cosas. Y ni hablar del ocio creativo y sus beneficios. Ni hablar.

En la práctica, esto fue lo que sucedió:

CONTINUARÁ (y finalizará) LA PRÓXIMA SEMANA

Comentarios:

Yésica (inició sesión en yahoo): ¿Desde cuándo estas notas van divididas en partes? Yo te digo cómo termina: bien, los pibes no son ningunos giles.

Jorge (comentarista destacado): Yésica, vos sola en el universo debés usar yahoo. Este artículo es para la gilada, si hubiera existido la isla esa ya nos hubiéramos enterado, si yo leo este diario todos los días y no sé nada. Además, ¿por qué le pone X la mina esta al tipo? Siempre protegiendo a los poderosos que se la mandan.

María: ¡Qué lindo, el cuentito! ¡Siempre escribís cosas lindas, nene!

Jorge (comentarista destacado): María, andate al carajo.

Juan: $$$$#"&%&//()&&&

Pedro: ¡Ni el PAPA nos va a salvar!


Segunda Parte.

La comisión del Ministerio volvió con el ceño arrugado y un visible malestar. Todos los jóvenes se habían negado rotundamente a realizar las pruebas que ellos les habían entregado. Algunos habían roto los papeles, los habían pisoteado, se habían enojado. Otros, después de escribir sus nombres en las hojas, ante la insistencia inusitada de los profesores desconocidos, habían garabateado frases como: "No ago la prueva por que no tengo gana". Junto a los evaluadores, la mitad de los docentes de la isla volvió al continente y presentó su renuncia. El señor X no emitió comentario alguno, pero mandó a buscar a su hijo y lo internó en un colegio más privado y prestigioso que el anterior a la experiencia isleña. El sabio leyó de reojo en uno de los informes: "Ningún alumno de la isla formuló preguntas o requirió los servicios del plantel docente". Vio, entre puntos luminosos, desfilar ante sus ojos frases sueltas: "Jamás me sentí tan humillado""Vejado""Frustrado""Como si yo no existiera"... "Insultado en mi dignidad de maestro". No leyó lo demás. Le pareció una injuria innecesaria.

A pesar de que ninguno de los chicos aprobó prueba oficial alguna, con la excepción de X, los padres no tuvieron objeciones. Y X no había dicho nada, así que "el que calla, otorga", pensó el sabio, quizás tuviese razones personales para privar a su hijo de la experiencia isleña. No se desesperó. Los empleados de la empresa veían a sus hijos cuando lo deseaban mediante un sistema de video cerrado, y hablaban o chateaban con ellos a diario. Algunos habían hecho apuestas sobre el hijo de quién aprobaría las pruebas antes. El rendimiento de los empleados había mejorado notablemente, y el señor X estaba conforme y continuaba aportando el dinero para el proyecto.

El erudito escribió seis libros sobre la experiencia autodidacta, omitiendo los incómodos (por el momento, esperaba internamente), resultados e informes docentes. Elevó la velocidad de internet en la isla y autorizó la apertura de un local de comidas rápidas, a pedido de los chicos, que "merecían" ese incentivo. Escribió sobre los enormes potenciales de los jovencitos, olvidando que no los conocía, que no tenía la menor idea de lo que esos mismos jovencitos estaban haciendo allá lejos, sin las caricias de sus padres, sin la palabra atenta de sus docentes, solitarios en la escuela que no era escuela. Pequeñas islas adentro de una isla.

Y así llegó otro año, y pasó otro, y pasaron otros, y en el escritorio del sabio hubo más informes, que decían exactamente lo mismo que los anteriores.

Tenía que ser un error. Era evidente que no podía ser cierto. Los padres estaban contentos, el señor X no había recordado el asunto, los chicos no mostraban señales de querer volver, ningún accidente había ocurrido, los libros sobre la isla eran best seller y el sabio estaba a punto de presentar su candidatura como Ministro de Educación en el continente. Bastaba con ignorar los papeles... o eso pensaba el erudito. Porque la vida tiene vericuetos impredecibles.

El señor X falleció. Así, de improviso, como suele suceder esa circunstancia. Su joven heredero, al revisar cuentas, consideró que la suma de dinero destinada a la educación isleña que se brindaba a los empleados era una cantidad exorbitante y aranceló la famosa escuela. Sabía a qué atenerse: había estado en la isla y realizado la experiencia. En su privado y prestigioso instituto había tenido que estudiar como nunca para recuperar el tiempo que había pasado sin hacer nada allí. Si lo hubiera deseado, el joven muchacho ex isleño hubiera podido derribar de un plumazo los trece best sellers sobre educación autodidacta del nefasto sabio. Pero había heredado no sólo la empresa, sino la fiaca del temperamento de su padre. "Que haga la suya", pensó, "a los que tenemos la plata, a los que manejamos las marionetas, no nos viene mal la carne de cañón". No por nada le llamaba cuando pibe "la piel de Judas" el papá, como ven. Una joyita, la moral del nene.

El erudito, el año que se privatizó el proyecto, de pura indignación, escribió su libro número catorce. Fue tan exitoso como los anteriores, hecho que motivó que estuviera muy ocupado el día que regresaron los originales jóvenes autodidactas de la isla (los padres de estos chicos eran empleados, recuerden, y no podían pagar cuotas elevadas en escuelas ubicadas en islas exóticas). Estaba de gira, dando conferencias sobre la educación autodidacta, y no ocupó el lugar de honor que le habían reservado en la ceremonia de bienvenida. Las teorías del sabio eran consideradas revolucionarias y ni siquiera él había pensado que los fracasos en las evaluaciones de los jóvenes podían ir en contra de su éxito editorial y promisorio futuro como político. Los padres estaban contentos; abrazaban a sus azorados hijos, les decían "qué bueno verte en carne y hueso", "cómo creciste", "ya tenés más barba que yo" y frases por el estilo. Las habitaciones de los niños, convertidas durante su ausencia en otras cosas, volvieron a ser habitaciones. Y los chicos, contra absolutamente todo lo que esperaban los resentidos docentes que habían renunciado al proyecto (que eran los únicos que esperaban algo malo, en realidad, de puro anticuados y malvados, al parecer), se insertaron en sus antiguas escuelas tradicionales, con o sin sus antiguos compañeros, como si nada. Eso sí, volvieron a fracasar en las pruebas de las comisiones evaluadoras. Pero como eso le pasaba a la mayoría, nadie pareció atribuirlo a la experiencia en la isla ni emitió comentario alguno.

Arancelada, paulatinamente la escuela de la isla se transformó en exclusiva, original y tradicional escuela. Los papás pagaban sus cuotas, por lo tanto, se inmiscuían y pretendían que los hijos estudiaran y aprendieran. No sólo lo pretendían, lo exigían: querían una es-cue-la. Con profesores, trabajos prácticos, deportes, plástica, música y pruebas orales y escritas. Y certificados oficiales.

El otro cambio se produjo en la empresa del difunto X, donde el joven heredero dejó de contratar adultos jóvenes y prefirió los adultos mayores, sin hijos. Y cuando el erudito sabio se suicidó luego de perder en las elecciones (un desgraciado y resentido ex docente de la isla había publicado informes sobre los rendimientos académicos de los chicos en un diario opositor, con un éxito demoledor para las teorías autodidactas), envió una corona de flores con el nombre de la empresa de su padre a la casa velatoria. Si algo había aprendido en la escuela, era a tener buenos modales. En la utópica y ridícula isla del alumno autodidacta no, ahí no había aprendido absolutamente nada, en la escuela verdadera. En la escuela. Es-cue-la.

FIN

Comentarios:

Yésica (inició sesión en messenger): Esperé una semana para leer el final de esto y les digo VIERON QUE YO TENÍA RAZÓN, NINGUNOS GILES LOS PIBES.

José (comentarista destacado): Yésica, vos sí que estás al cuete.

Matías (comentarista estrella): ¡Ese sabio se merece la ORCA por desgraciado!

Yésica (inició sesión en messenger): ¡Con delfines, con delfines!