PROYECTO PIBE LECTOR

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lunes, 28 de septiembre de 2009

Historia llena de clichés: El diablo en Buenos Aires

Cada vez que paso por Constitución con el 86, casi llegando a la estación de trenes, no puedo evitar mirar con curiosidad a esas mujeres tan hermosas y de color negro que permanecen de pie delante de puertas abiertas. Están inmóviles y, si es invierno, ateridas por el frío vivido sin medias ni camperas espesas: todas llevan shorts ajustadísimos o minifaldas de absurdas dimensiones. Si es verano también parecen ateridas: visten del mismo modo su desvestido; el calor parece resbalarles por la piel y serle indiferente. La expresión de sus caras es de máscara quieta y hace gris su negrura; los maquillados ojos expresan sufrimiento y cansancio.
Hoy vi una tan hermosa y joven que podría haberme deslumbrado desde la portada de cualquier revista. De pie con su voluptuoso y característico cuerpo africano, se entretenía en rozar con la punta de los dedos una saliente del edificio que la llevaba a ella como ornamento. Levantó la vista ante mi mirada atrevida: bajé mis ojos avergonzada. Qué estoy viendo, qué me llama tanto la atención que miro sin disimulo a una pobre chica que evidentemente está trabajando como prostituta aprovechando su belleza y su condición exótica para sobrevivir en este lugar impiadoso que es Constitución…
Ya en el tren, no pude dejar de pensar en ella. Y para consolarme de ser una fisgona morbosa de miserias ajenas, por más diferentes a las propias miserias que pudieran parecerme, me puse a escribir reconstruyendo una historia inventada para… para Luana, de ahora en más. Una ve que la terminé, no pude releer sin asco mis propias palabras empalagadas de clichés, del latino que escribe sobre lo que él cree que es la negritud, del latino que se cree europeo ante el africano y lo despoja de su condición de sujeto, cosificándolo vilmente, tanto como ha sido él mismo cosificado. Comparto mi historia banal de todas maneras, pidiendo disculpas al lector desde ya:

Luana nació en Nueva Guinea, en un pequeño pueblito que no tiene calles transitables ni agua potable que salga de canillas ni lamparitas que se enciendan cuando uno oprime un botón. Se acuerda muy bien de cuando era chiquita, porque allí donde vivió no existe el concepto de niñez y desde siempre fue tratada como una adulta. O sea: nació, tomó la teta de su enorme madre enfundada en telas coloridas y sin poros (allá la humedad es tal que no se usan prendas que tarden en secar y todo tiene la textura de las cortinas baratas, poliéster, nylon), aprendió a caminar haciendo equilibrio con su enorme panza abombada y con un ombligo colgante parecido a una salchicha sobre piernitas como alambres, y luego, enseguida, fue Luana como es ahora. Sin transiciones, sin jardín de infantes, cumpleaños, coca cola y mimos con colitas y hebillitas rosadas y brillantes. Pero con música, eso sí, una música de percusión parecida a los latidos del corazón de todos los que anduvieran cerca, que hacía que contonearse y brincar como unos desenfrenados fuera lo más natural, espontáneo y cercano a sentirse feliz que recuerda Luana.

Una tarde mojada pero sin lluvia, una señora blanca y de cabellos rojizos se acercó a nuestra protagonista. Que eso sucediera fue nefasto y decisivo en nuestra historia. La mujer dijo llamarse Helena, y le dijo que era una niña muy hermosa. Le pasó la mano por las trencitas y Luana se estremeció como un cachorro que tuviera el contacto con la caricia humana por primera vez. Le empezó a contar unas cosas lindas, con voz baja y melosa, acerca de una ciudad brillante y llena de artefactos desconocidos, de gente con mucho dinero tomando café y degustando manjares inimaginables, de canillas rebosando agua cristalina, luces de colores, sonidos desconocidos y dinero. Mucho dinero. Si Luana aceptaba ser socorrida, Helena la rescataría de sus bailes con pies desnudos sobre finísima arena blanca, la rescataría del paganismo mágico pleno de fantasmagorías con sonido a África y a negro y a diablo, la salvaría de la ignorancia y descorrería el velo en que había estado sumida para conocer “la realidad real”, el verdadero Dios, que estaba en… Buenos Aires, Argentina. A cambio, Luana sólo debería ser dócil y buena, y ayudar a la bondadosa Helena en sus tareas domésticas. Decir que sí, que sí, que sí, sin protestar, para acceder de ese modo al cielo postrero.

La noche antes del inmenso viaje sin retorno, Luana se sentó en la arena a mirar el renegrido azul del mar y a sentir el calor del sol atrapado en las piedras desde debajo de sus piernas. Sus ojos tenían la misma expresión que les vi hoy, pero su piel brillaba de puro oscura y el contexto era perfecto. ¿En qué pensabas, pequeña Luana, si no estabas enamorada, si no tenías hijos, si no tenías trabajo, si no estabas estudiando nada, si en tu interior sólo había peces y frutas y tu aburrimiento era feroz? ¿Pensabas en si te gustaría la música lejana, el tango sin tambores, el aire pesado de smog, el mate y los cigarrilos, el roce de los acolchados ásperos que te aguardaban en Constitución?
Nada de eso… Luana estaba en armonía con el lugar esa última noche, y como engranaje natural del universo, ella no pensaba, sólo estaba… Y fue durante esos momentos la última vez que recuerda que logró hacerlo, porque cuando salió el sol y vio a Helena acercarse con expresión segura y apurada, y escuchó el “Vamos, nena, que pierdo plata con tus vueltas” y le dio a su mamá el último beso verdadero de labios gruesos y húmedos, Luana ya estaba pensando en cómo haría de ahora en más para volver a no pensar.

No vale la pena narrar ni el viaje ni lo que vino después. Es un recorte calcado de muchos viajes y de miles de Luanas que van viajando hacia lugares que no son su casa y se van parando y acostando, parando y acostando, sobre acolchados ásperos que les van lijando la piel oscura o blanquita o amarilla o rojiza impiadosamente. Nos interesa el momento que atrapamos recién: Luana de pie ante la puerta abierta, quieta entre el tránsito veloz y empapado de mugre de gente y gente que no puede pasar con indiferencia ante su negrura y belleza y la mira y camina y vuelve a mirarla. Luana, de pie ahí, con los dedos acariciando la punta del edificio porque conserva el calor del sol que ya se fue hace un rato y se hace sentir en las piernas eternamente sin medias y en los robustos brazos eternamente sin campera… está pensando. Piensa Luana en cómo volver a no pensar, piensa en Helena, en el mar, en la arena, en su mamá, en las telas de colores, en los tambores africanos, y simboliza algo en ese momento eternizado en la imagen que quedó en mi memoria cuando la vi desde el 86 llegando a Constitución. Luana símbolo del dolor callado que se ve espiando por una cerradura, Luana es África llorando en la playa, tendida bajo cielos sin cielo, sin latidos del corazón externos y colectivos ni internos tampoco, lijada por la maldad, la ambición, la impudicia, la impunidad, pensando que era el diablo el que estaba en Buenos Aires, nomás, y no en Nueva Guinea donde el diablo no era diablo sino plantas, aire, arena, hambre saciada con frutas, música de tambores y, probablemente, Dios.

lunes, 31 de agosto de 2009

El narrador omnisciente

El problema surgió en el momento menos esperado: la semana anterior al casamiento, la Negra le pidió que escribiera algo para decir en el momento en que el curita les diera la bendición. Jerónimo estaba acostumbrado a evitar la escritura y durante el breve noviazgo no había ni asomado la posibilidad de que una lapicera cayera entre sus dedos; la Negra jamás había leído un libro entero y los diarios que podían encontrarse en su casa eran nada más para prender el fuego del asado. Pero ahí tenés: cuando menos te la esperás, te salen con el baldazo de agua helada. La Negra quería, exigía (ya, antes de casoriada la muy turra) palabras de amor escritas en tinta indeleble.

Lo que Jerónimo ocultaba celosamente desde los doce años era su problema con el narrador omnisciente. Antes de los doce las señoritas que había tenido se habían limitado a mirarlo un poco torvamente y a susurrar entre ellas, pero la de séptimo había pegado el grito de alarma y había hecho intervenir al gabinete, la asistente social y la mar en coche. Es que el nene escribe cosas que no debería saber, decía la maestra. Jerónimo, que realmente era nene todavía, asistió pasmado a la revolución que causaron en su hogar los ensayos de cuentitos de sus cuadernos y decidió dejar de ser nene y entrar en la adolescencia. Cuando tuvo profesora de verdad, ya había aprendido a callar la voz narradora y escribía mezclando primera y tercera persona relatos tan sonsos e incoherentes como los de sus compañeros, por lo que pasó desapercibido. Pero la Negra quizás no se ofendería.... o no entendería tal vez y no pasaría a mayores la cosa; Jerónimo era supersticioso y le pareció que comenzar un matrimonio ocultando cosas era malum signum y se iría todo al tacho y otra vez sería su culpa. Agarró la bic.

Negra, querida, como así te llamo (como él la llama, porque todo el mundo le dice Negra y no habría forma de decirle distinto, tan oscura es su cara y su cabello que cae sin gracia como juncos untados de brea en donde se puede encontrar hasta un pingüino muerto si se revisa sin demasiada atención).

Negra, querida. Es éste el día más feliz de mi vida: el día en que escucho de tus labios ante este sagrado altar pronunciar el amor que me tenés y la promesa de que vivirás hasta la muerte como mi compañera (Ignorar las dudas y el vértigo que le producía la decisión de casarse con una mujer como ella había sido trabajoso, por lo que no dudó en apresurar la fecha. Debía poner fin a ese trajinar cerebral que le ocasionaba taquicardia y sudoraciones mientras trabajaba. Él presentía que ella había dicho que sí porque nunca se lo habían pedido antes, y porque tenía pavor ante la posibilidad de que jamás se lo pidieran. Se hubiera casado con cualquiera: con el sodero, con el kiosquero, con quien le arqueara una ceja. Y ese presentimiento le había quitado toda la emoción a la propuesta: "Te querés casar conmigo", "Sí, claro", y ya está, busquemos una fecha. Las razones para explicar el por qué un hombre como Jerónimo había querido casarse con una mujer como ella eran infinitamente más complejas. Pero como Jerónimo estaba entrenado en esquivar ese tipo de cuestiones internas sólo quedaron reducidas a un par de pastillas de ansiolíticos ante las sudoraciones en pleno invierno que lo alertaron avisándole que había algo que esquivar).

A partir de este momento seremos compañeros de vida (ella por temor a quedarse solterona y sola, pensando que no importará mucho el frío que la invade cuando están en la cama; él porque ella es precisamente fría y porque jamás podría comprender una conversación ni un poema ni una alusión histórica ni geográfica ni, ni, ni).

Y precisamente la vida nos espera para que formemos una familia y llenemos una casa con alegría y paz hasta que juntos culminemos nuestra labor en la Tierra y de la mano podamos contemplar los frutos de nuestro amor (Y se casaron, pero las profecías pronunciadas por Jerónimo ante el altar no se cumplieron, quizás por la misma herejía que significaba que un ateo se parara ante un altar a pronunciarlas. La Negra encontró un ondulante latino que le encediera el fuego en las caderas y se fue a Colombia a los seis meses de casada, haciendo abandono de hogar. Tuvo seis hijos allá, tres amantes, catorce nietos y dos bisnietos. Fue inmensamente feliz. En cuanto a Jerónimo, cuando la Negra lo abandonó tomó conciencia de que en realidad la amaba mucho y que precisamente su frigidez y su necesidad de amor eran lo que lo había llevado a imaginar una vida con ella. Se sumergió en un pozo de depresión cuando ella se fue, perdió su trabajo, se enamoró años después de una chica 22 años menor que él que jamás lo correspondió y falleció atropellado por un subte cuando se inclinó sobre las vías imprudentemente para recoger un billete que se le había volado del bolsillo).

Jerónimo arrojó la Bic bien lejos y arrugó el papel hasta volverlo una masa informe. Había sido culpa de ella, para qué le había pedido que escribiera si hacía años que tenía el narrador omnisciente controlado. Estaba todo arruinado: no se casaría nada. Se marcharía a alguna provincia, a algún lugar sin subtes ni papeles ni lapiceras. Y todo culpa del narrador omnisciente. 

jueves, 13 de agosto de 2009

Mesa de examen

Estoy integrando una mesa de examen de Sociales, a pesar de que no soy docente de esa materia. Faltaba una, me llamaron, fui. El alumno tiene 14 años, y yo estoy pensando en el tarifazo de gas y de luz porque hubo una reunión del gobierno esa mañana sobre el tema y no sé qué pasó porque estoy desde temprano viajando de escuela en escuela.

_ Señale en el mapa dónde está Europa.

Se podían leer cosas descabelladas en los diarios sobre el tema, tanto en los textos como en la parte de los comentarios, en internet. La gente opinaba raro: había quienes se lamentaban, quienes ponían el grito en el cielo, quienes acusaban a la gente que había padecido la suba en sus boletas de "derrochadora" y le recomendaba que ahorrara, quienes hablaban de política, de economía. Mi compañera de mesa de examen me pega un codazo. El alumno está señalando con un dedo que limpié yo misma hace un ratito con alcohol en gel... América Latina.

_ ¿Y esto, de color azul, esto, en el mapa, qué es? ¿Qué significa la parte azul?

_ No sé, profe... ni idea...

_ ¿Y estas rayitas punteadas que están acá y acá, delimitan qué cosa...?

_ ... y... no sé, ni idea, profe, qué sé yo...

O sea: la porción de gente que accede a diarios en internet y que evidentemente ha leído los artículos en cuestión, la gente que sabe que existe un espacio para comentar y cómo acceder al mismo, escribe en su gran mayoría desde puntos de vista que no incluyen el sentido común sino la experiencia personal sin perspectiva solidaria. A ver, qué quiero decir con esto.

Es evidente que el gasto de luz y de gas, en la enormísima cantidad de casos individuales, no depende del nivel económico de la familia que lo hace sino de múltiples factores. Si la familia no tiene gas en su casa, va a gastar más luz porque se va a calefaccionar usando electricidad. Si no tiene luz, va a gastar más gas. Si es una familia numerosa, va a gastar más todavía de los dos servicios. Si hay un enfermo en la familia, si hay niños, si hay un bebé recién nacido...

_ ¿Y el sol, por dónde sale?

_ Por el Norte. Eso sí estudié. Estoy seguro.

Y digo "es evidente" y me agarro la cabeza. Durante la semana leí muchísimos comentarios que aseguraban "a mí me vienen 30 pesos de luz y tengo todo el confort que necesito en mi departamento", que es lo mismo que decir: "yo soy una persona sola y no me importa lo que le pasa a las familias o a los demás porque a mí no me afecta el tarifazo". "A mí me vinieron 45 pesos de gas y tengo termotanque y tiro balanceado en mi casa y no me afecta, no sé por qué ustedes gastaron tanto, no se quejen y ahorren". El "ustedes" es el que tiene varios hijos, en varias habitaciones, o el que tiene a sus ancianos en casa, o el que vive en una zona descampada, o el que tiene calle de tierra, o el del pavimento, o el que cobra 1500, o 2000, 0 3000 o quizás más pero no mucho más... Pero a este pibe qué le pasa... Abro la boca por primera vez:

_ A ver, vos decís que estudiaste. ¿Qué estudiaste?

El pibe abre una mochila desgarrada y mugrosa y yo pienso en el alcohol en gel. El Ministerio mandó varios envases pero ya se acabaron y la pandemia de gripe A quedó relegada a algunas noticias contradictorias dispersas entre las páginas de los diarios. Saca una carpeta en peor estado que la mochila, unas fotocopias arrugadas, me las da.

_ Bueno, a ver, acá dice "La rosa de los vientos". ¿Qué es? ¿Para qué sirve?

_ ... (risa nerviosa)

_ A ver, acá está el mapa, decime dónde está la rosa de los vientos...

_ ...

El dedo dudoso en todo sentido me señala las Islas Malvinas. Es un dedo de 14 años, de clase media baja, que porta un jovencito que luce claritos en su cabello cortado al estilo flogger. Conozco al chico, es hermano de uno de mis alumnos del año pasado. Una vez cité a la mamá y vino a la escuela... una chica más joven que yo, agobiada y apurada, que me dijo que no sabía qué hacer con el pibe porque se la pasaba en la calle haciendo nada y no quería estudiar.

_ ¿Qué te gustaría ser cuando seas grande?

_ ¿Qué?

_ Eso... cuando termines el polimodal, ¿qué te gustaría estudiar? ¿De qué te gustaría trabajar? ¿Tenés pensado eso?

_ No sé, profe... ¿Estoy aprobado?

Me voy de la mesa con la sensación de frustración que me embarga cuando estoy en mis propias mesas y mis alumnitos son los que escriben o dicen enunciados susurrantes que significan "No sé nada, no entendí nada, no me interesa nada, no me enseñó nada, usted no logró que yo aprendiera, usted es un fracaso como docente, estoy perdido, no logro comprender las consignas ni nada...". Estoy en un país que vive situaciones de desastre cultural que se evidencian desde los medios, en los transportes públicos, en las escuelas, en las universidades. Estoy en un país que tiene una emergencia sanitaria, una emergencia educacional. Estoy acá. Bueno, a ver qué podemos hacer...

_ El año que viene vas a ser alumno mío. No te podés perder eso, jajaj, andá, estudiá de nuevo, a ver si pasás de año y vemos cómo arreglamos esto entre todos que la adolescencia pasa rápido y de algo vas a tener que trabajar, nene, y si no estudiás estás perdido...

¿Eso se lo dije al chico o lo pensé? No me acuerdo. Estoy en emergencia yo también. Y bueno, nena, no te preocupes, algo vamos a hacer para salir de este caos, no podemos permitir que todo siga así, desde el aula podemos ayudar... 

martes, 11 de agosto de 2009

¿Y cómo está la que te jedi?


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Hace unos meses atrás respondí un mail en donde se me preguntaba cómo estaba, tanto tiempo, che, qué noticias buenas contás. En un arrebato de nomeimportanada contesté la verdad: y, acá ando, reponiéndome todavía, no es fácil, qué le vamos a hacer. Y me olvidé.
Unos días después recibí un mail larguísimo, en donde esa misma persona que se había arriesgado a preguntar por mi salud mental se excusaba por su atrevimiento pero osaba darme relamidos consejos matizados por reflexiones perfumadas con sahumerios baratos y extractos de lecturas hechas de ojito en el subte.  Como ni siquiera me acordaba de que yo era la que había detonado aquel aluvión de palabrejas , estuve un rato sorprendida. ¿Qué le pasa a éste? ¿Le agarró un viejazo? ¿La limó? Después me acordé y bueno, ahhhhhhhhhhh, ya, ya, me lo merezco, jajajjajaa. Y me pareció interesante sacar las siguientes conclusiones de mi averiado cerebro y exponerlas por aquí: 
 La pregunta ¿Cómo andás? y todas las equivalentes, realizadas tanto oral como en forma escrita, es siempre RETÓRICA y no debe contestarse más que con un lacónico "bien" excepto, por supuesto, cuando es realizada por el psiquiatra o psicólogo dentro del espacio terapéutico, adonde siempre hay que ir bien provistos de pañuelitos de papel. Porque: 
a) si una contesta "bien" en tono neutro, no pasa nada.
b) si una contesta demasiado enfáticamente "bien", acompañando el enunciado con gestos de felicidad tales como sonrisas y ademanes festivos, el interrogador en cuestión se va a ver en la obligación de preguntar "¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Cuál es la feliz nueva?", y va a tener que dar explicaciones y a excusarse por estar feliz, cosa que no está bien vista socialmente. Y si no argumentamos lo suficientemente el otro va a pensar que una está mintiendo y oculta algo  inmencionable y que le ocasiona la felicidad, o sea: se va a ir y al primero que se cruce y que nos conozca le va a decir "Che, sabés que me parece que la que te jedi está enfiestándose con alguien... anda con cara de bien atendida...". 
c) Si uno contesta "bien" en tono que no es neutro pero va para abajo, rumbo al "mal" o por lo menos al "maso...", quizás no nos digan nada pero el comentario subsiguiente va a ser: "Che, me parece que la que te jedi anda como el culo, viste la cara que tiene, seguro que el marido no le da ni bola..." en el caso de que tengas marido, porque si no lo tenés es peor porque la justificación es que hace rato que se te fue el tren. 
d) Y finalmente, si uno contesta "maso" o "mal", dé o no dé explicaciones acerca de por qué se siente así, la otra persona no las va a escuchar y nos va a dar el sermón de los libros de autoayuda, "uno está triste cuando los sueños no coinciden con la realidad y se deprime", "hay que mirar en positivo", "todo depende del cristal con que se mira", "siempre hay quien deja un vidrio tirado en la arena pero siempre hay quien lo levanta"...
_ ¿Cómo estás?
_ "Sonríe, Dios te ama".
_ ¿¿¿???
_ ah, perdón doctora, jajaja, espere que agarro los pañuelitos y le cuento.

viernes, 24 de julio de 2009

La casa de mi abuela

La imagen es nítida: me quiero bajar corriendo del auto pero tengo que mirar primero si viene alguien porque me pueden pisar y me podría morir. Si no viene nadie salto y piso el pavimento, y ahora tengo que esquivar los charcos y la zanja que tiene esa tonalidad de verde hediondo que tanto me simpatiza. Está el auto de mi tío estacionado en el garage, así que están mis primas adentro. Tengo tantos tíos y tantas primas, que es raro que no suceda eso.

Sorteo todos los obstáculos y entro corriendo. En esta época de mi recuerdo no hay timbre ni puerta ni esperar que se abra: la vereda es naranja y la puerta está abierta de par en par, apenas cubierta por una cortina terracota muy sucia que ondea victoriosa en la siesta de la tarde. Hay un pasillo que huele a aceite de auto quemado ornado de potus y de helechos medio amarillentos, y otra puerta con cortina de plástico que no hay que sortear porque está abierta y ahí uno ya está adentro. Se ve la mesa, el aparador celeste de vidrio que nunca vi abierto y a mi abuela, mi abuelo y mi tía soltera jugando al chinchón si no había auto estacionado afuera. Si había visitas lo que se ve es el mazo de barajas sobadas sobre la mesa pero dormido, se ve a mi abuela sentada cebando mate ante una torta descomunal reventada de azúcar y nenas corriendo (mis primas) y adultos charlando (mis tíos) y siempre mi mamá. Yo en esa época la miro y no me doy cuenta de lo idéntica que es a mi abuela. Ahora lo sé porque si me imagino la cara de mi abuela la veo a mi mamá. Todavía no tiene el pelusón blanco ni usa los vestidos abotonados adelante, pero la esencia es la misma, y en este momento está seguramente ella ante una torta descomunal metiendo el cuchillo ante los ojitos acaramelados de algún nieto.

_¿Querés un té?
Ahora que lo pienso después de tantos años no estoy segura de que mi abuela me haya preguntado alguna vez si quería el té. Lo cierto es que yo me sentaba ante la mesa y a veces me ponían un almohadón tejido al crochet lleno de pelos de gata y bien calentito para que llegara a la altura correcta. Así me ancontraba ante un tazón enorme con plato y todo, blanco y con dibujitos violetas, tan hermoso que parecía como si en lugar de la casa de mi abuela estuviera en una casa de gente con mucha plata. Y quemaba, eso sí, salía humo de la taza. Había que esperar.

Yo esperaba escuchando las conversaciones de los adultos sin entender gran cosa, con mi pelo atado con cintas y mis manitos siempre un poco sucias de andar por donde no debía. Será por eso que ahora que pasaron tantos años desde los tés de mi abuela no puedo tomar café si no está hirviendo. Seguramente será por eso.

Me gustaba ir a la casa de mi abuela porque me hacía el té. Porque a veces estaban mis primas. Porque en Navidad había un arbolito gigantesco lleno de adornos. Porque a veces estaba ese señor que se reía como el motor de un citroën 12V poniéndose en marcha. Porque estaban las tortas reventadas y calentitas y podía comer toda la que quisiera. Porque mi abuela me daba bengalitas para que prendiera en Navidad a pesar de que la tradición indicaba que siempre (siempre) me quemaba los pies con la pirotecnia. Porque tocaba una campana a las 12 de la noche en Navidad, una hermosa campana de bronce que sólo sacaba para esa ocasión. Porque había una habitación cerrada en la casa a la que no se podía entrar, y ahí había un animal embalsamado que poblaba mis fantasías y las de mi hermano. Porque estaba la gata anciana. Y el almohadón.

Todo lo que vino después, la silla de ruedas de mi abuelo, el geriátrico, la tristeza de mi mamá (tan igualita, tan igualita a mi abuela), la casa reformada que ni siquiera coserva el olor porque ya no hay zanja ni puerta abierta ondeando naranjas y terracotas, todo eso y lo que resta, ahora está encerrado en la casa de mi mamá. Sobre una repisa está la campana enmudecida, que tanto ella como yo miramos con cariño a veces. Al lado de la máquina de coser, está el banquito de mimbre de mi abuela, y a las dos nos gusta sentarnos ahí un ratito a veces, también. Y yo pienso en los tés de mi abuela cuando la veo a mi mamá tan parecida, idéntica a esa señora con pelusón blanco y sonrisa desdentada y maravillosa, y escucho conmovida que me dicen que soy igualita a mi mamá y ahí pienso "ya sé, ya sé", y no sé por qué, la cortina naranja ondea en mi cabeza y pienso en cómo me recordarán mis nietos que aún no existen o en qué significará para ella, si es que algo significa, que yo la recuerde de ese modo.