PROYECTO PIBE LECTOR

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domingo, 16 de enero de 2011

Los ex alumnos y el campo de centeno

dedicado a   Jonatan, Esteban y a  Jonatan

Hace unas semanas encontré a mi hijo adolescente amaneciendo con ojos teñidos de hilillos rojos, leyendo tirado en la cama. No había podido despegarse del libro hasta terminarlo, y como esa imposibilidad es tan familiar para mí como mi hijo me limité a espiar el título del e-book en cuestión: El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger . Y cuando pude, me sumergí a investigar qué era lo que había logrado desvelar, emocionar, intrigar y conmover al joven lector.

El guardián entre el centeno es una novela escrita en primera persona, por un personaje atravesado por su propia adolescencia llamado Holden. La traducción era demasiado española y confieso que no hubiera tolerado más que unos pocos capítulos si las ganas de espiar el cosmos interior de mi hijo no hubieran sido poderosas. Seguí y seguí hasta que mis ojos enrojecieron; es un buen libro, un libro que hubiera sido espléndido leer a los quince años, a los dieciséis, una prosa que deja pasar la voz de un ya-no-niño tan verosímil y conocido que se me hizo tangible, una maraña de reflexiones y pensamientos que a todos nos han acosado durante esos olvidables años de crecimiento desenfrenado y soledad. Se terminó y pensé en conversar sobre Holden con mi joven lector desvelado luego, pero un párrafo pronunciado por su nítida voz quedó latente en mi cabeza, como esos fragmentos odiosos de música pegadiza que se entrometen con nuestros pensamientos y suenan a pesar de todos los esfuerzos de que desaparezcan, suenan día y noche, durante días enteros… era la parte en que Holden, al que han echado de la escuela donde estaba internado, aterido de frío por estar desabrigado y viviendo una aventura atroz desde el punto de vista de madre con que lo leí, claro está, se infiltra en su propia casa para poder hablar con su hermanita Pohebe. Y durante esa conversación absolutamente calcada de cualquier conversación entre hermanos que se llevan unos cuantos años en la diferencia de edad, Holden, que intenta defenderse de la acusación de Pohebe (que le ha dicho que a él no le gusta nada), recuerda un fragmento de un poema de Robert Burns acerca de cuerpos encontrando otros cuerpos entre el centeno y le dice:

“Muchas veces me imagino que hay un montón de niños
jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero
decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de
un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él.
En cuanto empiezan a correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde
esté y los atrapo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos.
Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería,
pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.”

Muchas veces he escrito sobre la función docente y su importancia en relación a las vivencias de los adolescentes actuales. Las palabras de Holden, que añora su vida de niño con los paseos al museo inmutable, que habla con su hermanito muerto cuando camina sin rumbo por las calles intentando enmendar maltratos, indiferencias, injusticias normales de hermano mayor que se han convertido en culpa, intentando describir a un cuidador de la niñez, me parecieron perfectas para describir lo que algunos profesores a veces querríamos hacer cuando las escuelas se han transformado en pequeños claros en el campo de centeno. Y me dieron ganas de escribir sobre eso.

El año pasado uno de mis colegas abrió un grupo de Facebook invitando a profesores y ex alumnos de la Escuela N 11 a sumarse. Para mí fue una experiencia interesante y conmovedora durante los primeros meses: aparecían en el muro las fotos de adultos sonrientes al lado de nombres que yo recordaba pertenecientes a otras caras;  mis ex alumnos se habían hecho hombres y mujeres, habían tenido hijos, habían estudiado, trabajaban, habían viajado, en fin, se habían internado en el campo de centeno que es la vida y nos saludaban desde la virtualidad de la página del grupo, contaban anécdotas y nos recordaban tanto como yo los recordaba a ellos. La sala de profesores de la 11 se pobló de comentarios: los legos en el asunto Facebook se instruían gracias a los otros, los nuevos se enteraban de lo que habían hecho los viejos, relucían anécdotas y se analizaban fotos: “mirá qué linda ésta, que de chica era tan feíta”, “y éste, que era un petiso, mirá ahora la pinta que tiene, si me habrá hecho renegar”, “Y la loquita esta, que decía que iba a hacerse monja, casada por segunda vez y con cinco hijitos”, etc. etc. etc.  Finalmente la racha del inicio se extinguió y casi todos se olvidaron del grupete, que ocasionalmente fue sumando rezagados navegantes nostálgicos.

Por qué les cuento esto. Porque en noviembre me llegó un mensaje desde el grupo contándome que uno de mis ex alumnos había muerto en un accidente en moto.

Me acuerdo de que leí el nombre y no tenía cara, leí que se había matado y quedé aturdida. Levanté la vista de la computadora y dije en voz alta que el chico se había matado… me fijé el año que decía que había promocionado y pensé que ya no era más un chico, me fijé en el nombre de nuevo pero seguía sin tener cara ni voz ni nada, lo copié y lo pegué en el buscador del facebook y ahí estaba, con una bebé en brazos, sonriendo desde la página azul con la misma boca con la que sonreía en mis clases, cuando era un muchachito tímido al que le gustaba dibujar a Gokú en todos sus niveles para las carátulas de la carpeta. Vi la foto y me acordé de la letra apretada redonda … usaba hojas N 5, dije en voz alta, está muerto ahora. “Agregar a mis amigos”, dice, y está muerto, es odiable el facebook. Fue el tema de conversación de la sala de profesores de la 11 esa semana y las siguientes.

En diciembre, alguien escribió en el muro del grupo de la 11 que Esteban, de otra promoción, había muerto en un accidente de moto. Decía la hora y el lugar donde sería velado. Inmediatamente aparecieron otros textos, condolencias, recuerdos, pedidos. Las madres de nuestros ex alumnos lloraban al ex niño, al ex adolescente, al adulto joven caído del precipicio sin guardián que bordea el campo de centeno. En enero, alegremente, se me ocurrió entrar para escribir algo acerca del calor y las vacaciones y Salinger, y encontré únicamente, sobre los fúnebres lamentos acerca de la muerte de Esteban, la noticia de la muerte de Jonatan, otro ex alumno, anunciada por mi colega creador del grupo de facebook devenido tristemente en página de desolación.

¿Cómo puede ser que nuestros queridos chicos se mueran? ¿Cómo es posible que alguien que conocimos se muera? ¿Cómo es posible que exista la muerte? Azorada, atiné a musitar una explicación razonable e idiota… es que siempre debió ser así pero no nos enterábamos porque no existían internet ni las redes sociales…

Escribo esto por dos razones. Una, para expresar mi dolor ante la muerte de estos jóvenes que estuvieron compartiendo conmigo sus anhelos de adolescencia, sus sueños y sus pesares, porque yo soy la de Lengua, y la de Lengua lee lo que escriben creativamente sus alumnos y escucha lo que ellos dicen acerca de lo que han leído, lo que preguntan, lo que entendieron, la de Lengua ve la expresión de la mirada cuando lee en voz alta poesía o cuenta mitos o lo que sea. Y otra, porque a mí realmente me gustaría, además de ser la de Lengua (que es lo que más me gusta hacer y ser), poder ser guardián entre el centeno y salir del claro que es el aula cuando los niños están jugando y poder vigilarlos y atajarlos para que no se caigan al precipicio. Y salvarlos. Sé que es una locura, pero también parece locura enseñar literatura en el claro del centeno. No me importa, es lo que me gustaría esta noche, en la que me conmuevo ante el cachetazo de la noticia de la muerte de los que no deberían haber muerto. 


imagen. Van Gogh, Campos de Oro.