PROYECTO PIBE LECTOR

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lunes, 17 de octubre de 2011

La sartén hirviendo.

"España". de Salvador Dalí

Carla y Marcia comparten el salón de 3er año de la secundaria. Ellas creen que sólo las une esa obligatoriedad de estar horas diarias, unos meses al año, en ese lugar escrito y roto, ruidoso y sucio, pero no es así. Lo voy a demostrar:

A Carla le empezó a pasar el año pasado, hace relativamente poco (a ella le parece que fue desde siempre, porque es adolescente y la separa un abismo de su niñez). Una noche estaba cenando en su casa, con sus hermanos y su mamá, cuando sintió una mirada en la nuca. Estaba contando lo que había hecho al salir de la escuela: había comprado pan, había esperado el colectivo, había mandado un mensaje que nadie había contestado. Se dio vuelta al sentir el puntazo en la base del cráneo y se encontró con la mirada del abuelo, que venía desde el extremo más lejano del living, cargada de censura y de reproches. Se sintió desconcertada, buscó la mirada de su mamá... y la encontró similar. No encontró explicación para ninguno de esos ojos, para esa tensión que de pronto había invadido el lugar y la había dejado en silencio. Escondió su cara para que nadie se diese cuenta de su turbación y siguió comiendo, en silencio. Así fue como cerró la primera puerta.

A Marcia, más que pensar en puertas, le gusta la imagen de un puente. Uno solo, enorme, sólido y gris, antiguo, de los tiempos del Imperio Romano. Ella empezó a quitar piedras de ese puente cuando era muy niñita, tan chiquita, que apenas recordaría la primera si no la hubiera anotado en un cuaderno ajado e intrascendente que atesora en su cuarto. Allí puede leerse: "Hoy mami me llevó al psiquiatra", garabateado con puño seguro bajo una fecha inverosímil, porque ese día ella tenía sólo cuatro años. Cuando Marcia lee esa anotación, baja la vista con un gesto idéntico a uno muy propio de... Carla. Recuerda imágenes: ella con ojos enormes y la cara blanca, los pelos renegridos despeinados a pesar de los esfuerzos de su madre, su extrañeza ante las conversaciones y juegos de las otras nenas del jardín, no me hablan, no quieren jugar conmigo, lo ininteligible de la situación a pesar de su claridad. La soledad. Marcia se recuerda siempre sola: sentada sobre una tabla allá lejos en el patio, sentada ante el escritorio de la directora, sentada en la sala de espera del psiquiatra, inmóvil en la cama mirando el techo e imaginando ser personaje de novela, personaje de cuento o de película y soñando despierta con abandonar el cuerpo inútil para poder ir a buscar algo que me hace falta y que no sé todavía qué es


Como empezó de tan niña a quitar piedras de su puente, la Marcia que está en 3er año de la secundaria concibe el abismo, experimentó la angustia en forma de mar embravecido y negro como brea retorciéndose adentro de la mente y del cuerpo e invadiéndolo todo, manejó con la respiración en noches interminables de insomnio la sensación de soledad y enajenación, e imagina que su puente está quebrado.

Carla considera que ya cerró todas las puertas y que está a salvo, pero en el fondo sabe que es una mentira que se dice a sí misma y que las puertas son de papel de arroz. Que lo único que espera es un pequeño gesto, una migaja ínfima de afecto, para derrumbar todo ese arsenal inservible que montó desde el año pasado y entregarse plenamente a, supone, ser feliz. Ella querría que la mano que abriera la primera puerta fuese la de su mamá, la mano que se apoyaba en su frente para verificar si tenía fiebre, la mano áspera que acariciaba mientras le hacían las trenzas bien ajustadas, como siempre pedía, la mano que tantas veces le había sacado los piojos mientras esperaba en silencio con la cabeza agachada bajo el sol pleno del patio de atrás mirando hormigas entre el pasto y pensando en canciones o en figuritas. Pero se miente nuevamente (su personalidad se perfila así) y disfraza esa mano materna abriendo la puerta y la convierte en Valentino, ese chico hermoso que la había mirado desde lejos y le había preguntado a su amigo el Petiso quién era ella, quizás, tal vez... Seguro, cuando por fin conozca a Valentino él se va a enamorar de mí y me voy a ir de esta casa y ahí sí que van a darse cuenta de todo lo que me querían. Se iba a ir, seguro. Iban a ver. La iban a pagar toda junta.

Carla no sabe muy bien qué quieren decir esas palabras que se le escapan de los labios cuando la fantasía con Valentino alcanza ese punto, pero en lugar de detenerse a analizar qué le han hecho, porqué se siente lastimada por su familia, porqué siente la necesidad de irse de su casa y de castigar a las personas que la quieren, sólo se siente agobiada y sube el volumen de la música en sus auriculares, se da vuelta en la cama y cierra fuertemente los ojos... o comienza a llorar en silencio. Mares ha llorado este año, Carla. Se queda dormida así y despierta con los ojos hinchados como ciruelas. Agua fría, qué tonta, mirá si hoy aparece Valentino y me ve así. 


Marcia sí reflexiona sobre lo que siente. Sobre lo que dice en voz alta y en voz baja. Sobre lo que dijo en el pasado, sobre lo que ha leído, sobre la forma en la que la luz cae sobre determinado árbol en otoño o en verano. De tanto pensar se ha acostumbrado a no ser cuerpo y ser sólo pensamiento, a que no le duelan tanto los ojos avergonzados y huidizos de su madre, los cargados de reproche de su padre, los burlones ojos de sus hermanos, tan parecidos a los de ella y tan diferentes. La loca de la familia. La paciente psiquiátrica. La solitaria. La incomprendida. Marcia se sorprendería infinitamente si alguien le dijera que, en general, sus reflexiones de madrugada se parecen mucho a las de Carla. Ya me voy a poder ir, ya va a llegar el día que me vaya y me voy a ir de esta casa y ahí se van a dar cuenta de todo lo que me querían. 


Escribo este relato porque hace unos días me encontré diciéndole a una Marcia, en el recreo, lo mismo que le había dicho a una Carla semanas atrás. Las dos, mientras yo hablaba, me han mirado intensamente, una con los ojos maquillados de celeste, la otra con los ojos sombreados de insomnio. Carla dejó uno de sus auriculares suelto para escucharme. Marcia soltó su carpeta de dibujos y escritos. Las dos dejaron por un momento su disfraz de indiferencia e impermeabilidad. Repito aquí esas palabras, escritas desde mi ignorancia, pero con cariño, para todas las Marcias y Carlas que las lean:

Ser adolescente significa en parte aprender a dominar algo que llamaré, sin rigor científico, "personalidad". Con los años podés convertirte en una persona serena o en una que ande gritando y llorando por ahí, una que resuelva todo a las piñas, o andá a saber, hay tantas formas de ser. Si terminás siendo la violenta o la insoportable, quiere decir que no lograste dominar tu personalidad y no agarraste el mango de la sartén. Porque la personalidad es como una sartén. A algunos les toca tibia, a otros fría, a otros chiquita, a otros cómoda, a otros risueña, a otros caliente, a otros hirviendo. La tuya (y la de Carla, y la de Marcia, diferentes e iguales de esta manera) es una sartén hirviendo. Vos ahora sos adolescente: tenés permiso para gritar y llorar, para no dormir, para pelearte con tu mamá, para confundirte hasta los extremos más insospechados en el laberinto de lo de afuera y de lo de adentro, para sentirte el más solitario de los abandonados y enajenados. Estás aprendiendo con la sartén: la querés agarrar, pero la manija quema, el mango es demasiado para tu mano y soltás porque te molesta o te duele. Ésa es una de tus tareas: estás en proceso de aprender a agarrar esa manija. Cuando lo logres, te vas a encontrar de pie ante tu juventud ya adulta, de pie ante el símbolo con que dibujaste la metáfora de tu angustia, de pie ante el resto de tu vida viendo con ojos serenos la realidad para comprenderla, sea como sea. Y si no lo lográs... bueno, yo estoy absolutamente segura de que lo vas a lograr, así que no hace falta hablar más.

Finaliza la jornada. Cansancio. Chica que se dirige a su banco sin tener la más remota idea de que comparte un salón con varias personalidades que queman como sartenes, inmersa en su pena individual, en su proceso de comprender que no es superior ni mejor que nadie, sino diferente. Las voy a extrañar el año que viene, pienso. Ya me van a extrañar ellas cuando me haya ido y ahí sí se van a dar cuenta... Sonrío siempre en ese punto y pienso inevitablemente en la manija ardiente de mi querida, viejita y personal sartén.



sábado, 18 de junio de 2011

Como si volara


Para mí, dar clase este año se convirtió en una pulseada.

A veces la gano fácilmente, me lleva pocos minutos de forcejeo eso de “sacate la gorra, la visera, los auriculares, guarden los celulares, pará con los papelitos, sentate, por favor pará con eso” y esas cosas que una dice ya casi sin pensar, y al rato logro que mi voz sea medio y desaparezca, que desfile Poe por el aire del salón, nos sacuda Quiroga, o Bioy, o Silvina Ocampo o Borges, que grite Fontanarrosa, que el contexto enmudezca, se desdibuje, desaparezca, que nos convirtamos en un lugar aparte y privilegiado en donde caras se dibujan dentro de nuestras mentes, paisajes, casas, sapos, árboles, gatos negros o detectives que fuman pipa.

A veces no pasa nada de eso, entro y trac, ni Arévalo me salva con la pulseada y la clase es un embole, una sustancia densa y pegajosa, una bolsa con caca, una porquería que no termina nunca y ahí es cuando mi voz que no se hizo medio se agita y se lastima, y miro el reloj y salgo cansada, porque vengo de trabajar.

Es un trabajo difícil cuando me recuerda que es un trabajo. Cuando no, soy tan feliz en el aula que me renuevo, rejuvenezco, me pongo más lacia, lozana y jocosa, y ando como siempre por ahí, ensimismada en mi interminable diálogo conmigo misma, como si volara.

martes, 22 de marzo de 2011

Juguemos con un revólver mientras el lobo no está (pero el lobo está)

Goya. Fusilamientos del 2 de mayo

Leo en el diario: "Le disparó sin querer a un compañero en el aula". La nota es deliberadamente ingenua, pero agrega maliciosamente algunos datos al final y me recuerda algo que no viví directamente pero escuché entre recreo y recreo en la preceptoría hace sólo una semana.

¿Quién puede creer que un adolescente de 15 años no diferencia un revólver de juguete de uno verdadero teniéndolo en sus manos? ¿Quién cree que puede llevarlo a la escuela "para jugar" o "para mostrárselo a sus compañeritos"? Yo creo que nadie, realmente, y menos los que pertenecemos a comunidades educativas.

Según la nota, la profesora enseñaba teoría de espaldas al salón, concentrada en el pizarrón, y ahí se escuchó el tiro. En televisión, anoche, se mencionaba que la docente había contestado que el curso era muy numeroso ante la interpelación obvia (¿cómo pudo no darse cuenta de lo que estaba pasando?). Imagino la escena fácilmente: un segundo repleto, paredes descascaradas, mesas y sillas rotas, un ruido infernal que proviene de pasillos, patio y aulas linderas, una docente intentando enseñar inglés sea como sea (equivocadamente, en mi opinión) en medio del caos y los pibes pasándose el revólver envuelto en un buzo y haciéndose los pistoleros, apuntándose como en las películas y zas... el ruido fuera de contexto, el grito, las sillas que se caen y el pibe gritando que lo perdonen azorado ante la sangre y lo que ha hecho.

La vida adentro de la escuela se ha vuelto así, tal cual el relato anterior, que se puede leer como metáfora.

Los adolescentes juegan con cosas que saben que son peligrosas (con cigarrillos, con alcohol, con armas, con cuchillos, con golpes, con amenazas, con preservativos usados encontrados en la calle, con jeringas, con agujas, con trinchetas... y nombro objetos que se me vienen a la mente adheridos a anécdotas reales sucedidas en mis salones de clase), juegan a usarlas y ver qué pasa, a ver, vamos a ver qué pasaría si... y zas, suena el tremendo ruido que vuelve todo un silencio y el adolescente deja de ser actor para ser espectador del movimiento del mundo adulto que gesticula, que va y viene mesándose los cabellos y llama ambulancias, policía, padres, libro de actas, directivos, etc., según sea la gravedad del caso.

Un pibe lleva un cuchillo tramontina para asesinar a otro porque le quitó "la visera".

Una piba le roba los licores y otras bebidas alcohólicas al papá del almacén y lo bebe y comparte con sus compañeros en el baño de la escuela... y después en plena clase.

Un pibe se hace cortes en los brazos con una trincheta en clase.

Muchos pibes se hacen "tatuajes" lastimándose con lapiceras bic los brazos, pecho y manos... la bic devenida en bisturí, quién iba a pensarlo.

Y la historia reciente que mencionaba al principio... un pibe se toma ocho pastillas de algo en plena clase y termina con lavaje de estómago internado en el  Hospital de Niños. La cuento brevemente tal como la escuché:

Primera versión: El chico tenía una tableta con 10 pastillas de rivotril que debía llevar a su abuelita. Las compró él, con la receta, en la farmacia. Pobre la abuela. Y no sabe por qué, se las tomó con Coca Cola a las ocho. A las once una profesora lo notó confuso y vacilante, llamó a la preceptora, ésta a la directora, lo aislaron, el pibe contó a medias lo de las pastillas, la versión la dieron sus compañeros. Ambulancia, Hospital de Niños, lavaje.
(Mientras escucho esto, tomando un mate, exclamo "¡Menos mal que no pasó en mi hora!"... "¿Che, no se habrá querido suicidar?"... y me enojo al escuchar una profesora de esas que no me gustan decir "Pero no, si ocho rivotriles no son nada, conozco una chica que se tomó sesenta y no le pasó nada"... y me voy).

Segunda versión: (dos días después): Era mentira que eran rivotriles. Y lo de la abuelita de Caperucita también. Vino la madre del chico en cuestión y negó esa versión, y no se sabe qué eran las pastillas, pero eran amarillas, eso seguro. Uno de los chicos dijo que se las había robado a un "transa" en el parque. No se sabe por qué las tomó ni por qué dijo lo de la abuela. La madre lloraba. Está bien, no le pasó nada.
(Mientras escucho esto, tomando mate, pregunto: "¿No se habrá querido suicidar?"... nadie sabe... "¿Se le va a hacer un tratamiento psicológico?"... no se sabe... por suerte la profesora esa que no me gusta no está para reírse y decirme que son cosas de chicos y que no hay que preocuparse y que, a fin de cuentas, no es mi alumno así que qué me importa...).

¿En qué se parecen los dos casos que cuento: pibes-revólver que se dispara y pibe-pastillas amarillas? En que en los dos casos, los adolescentes mienten y mienten y mienten. El diario dice al final de la noticia que se habían escuchado rumores de que iban a jugar a la ruleta rusa en clase, y que el chico que iba armado lo hacía para defenderse de otros chicos amenazadores. Esas dos últimas informaciones parecen más verosímiles que la anterior afirmación de la confusión entre juguete y revólver, pero ¿cuál será la verdad?, ¿Podremos los adultos finalmente desentrañarla?, ¿qué haremos con ella cuando la tengamos ante nuestra cara?

La verdad es que los hechos son alarmantes, más allá de si la abuelita o si el juguete o cualquier explicación que venga al caso. En los salones de clase pasan cosas peligrosas que escapan al control que puede ejercer un docente o la institución entera, y no se trata de "hechos aislados" sino de una realidad cotidiana para los que pasamos buena parte de nuestro tiempo allí. Afortunadamente el adolescente herido de bala no murió, pero podría haber muerto, y esa posibilidad excede cualquier explicación que una inspectora pueda dar ante los medios de comunicación y cualquier historia que quiera justificar lo que pasó adentro de ese salón de clases. No fue un accidente, fue algo evitable. No es accidente que un chico de 15 años se tome ocho pastillas de algo tampoco. Paremos de justificar lo injustificable, paremos de excusar esas conductas y comencemos a reconocer la verdad: los adultos somos enormemente culpables de que sucedan situaciones peligrosas dentro y fuera del colegio y debemos encontrar urgentemente la forma de que dejen de suceder.

domingo, 16 de enero de 2011

Los ex alumnos y el campo de centeno

dedicado a   Jonatan, Esteban y a  Jonatan

Hace unas semanas encontré a mi hijo adolescente amaneciendo con ojos teñidos de hilillos rojos, leyendo tirado en la cama. No había podido despegarse del libro hasta terminarlo, y como esa imposibilidad es tan familiar para mí como mi hijo me limité a espiar el título del e-book en cuestión: El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger . Y cuando pude, me sumergí a investigar qué era lo que había logrado desvelar, emocionar, intrigar y conmover al joven lector.

El guardián entre el centeno es una novela escrita en primera persona, por un personaje atravesado por su propia adolescencia llamado Holden. La traducción era demasiado española y confieso que no hubiera tolerado más que unos pocos capítulos si las ganas de espiar el cosmos interior de mi hijo no hubieran sido poderosas. Seguí y seguí hasta que mis ojos enrojecieron; es un buen libro, un libro que hubiera sido espléndido leer a los quince años, a los dieciséis, una prosa que deja pasar la voz de un ya-no-niño tan verosímil y conocido que se me hizo tangible, una maraña de reflexiones y pensamientos que a todos nos han acosado durante esos olvidables años de crecimiento desenfrenado y soledad. Se terminó y pensé en conversar sobre Holden con mi joven lector desvelado luego, pero un párrafo pronunciado por su nítida voz quedó latente en mi cabeza, como esos fragmentos odiosos de música pegadiza que se entrometen con nuestros pensamientos y suenan a pesar de todos los esfuerzos de que desaparezcan, suenan día y noche, durante días enteros… era la parte en que Holden, al que han echado de la escuela donde estaba internado, aterido de frío por estar desabrigado y viviendo una aventura atroz desde el punto de vista de madre con que lo leí, claro está, se infiltra en su propia casa para poder hablar con su hermanita Pohebe. Y durante esa conversación absolutamente calcada de cualquier conversación entre hermanos que se llevan unos cuantos años en la diferencia de edad, Holden, que intenta defenderse de la acusación de Pohebe (que le ha dicho que a él no le gusta nada), recuerda un fragmento de un poema de Robert Burns acerca de cuerpos encontrando otros cuerpos entre el centeno y le dice:

“Muchas veces me imagino que hay un montón de niños
jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero
decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de
un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él.
En cuanto empiezan a correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde
esté y los atrapo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos.
Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería,
pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.”

Muchas veces he escrito sobre la función docente y su importancia en relación a las vivencias de los adolescentes actuales. Las palabras de Holden, que añora su vida de niño con los paseos al museo inmutable, que habla con su hermanito muerto cuando camina sin rumbo por las calles intentando enmendar maltratos, indiferencias, injusticias normales de hermano mayor que se han convertido en culpa, intentando describir a un cuidador de la niñez, me parecieron perfectas para describir lo que algunos profesores a veces querríamos hacer cuando las escuelas se han transformado en pequeños claros en el campo de centeno. Y me dieron ganas de escribir sobre eso.

El año pasado uno de mis colegas abrió un grupo de Facebook invitando a profesores y ex alumnos de la Escuela N 11 a sumarse. Para mí fue una experiencia interesante y conmovedora durante los primeros meses: aparecían en el muro las fotos de adultos sonrientes al lado de nombres que yo recordaba pertenecientes a otras caras;  mis ex alumnos se habían hecho hombres y mujeres, habían tenido hijos, habían estudiado, trabajaban, habían viajado, en fin, se habían internado en el campo de centeno que es la vida y nos saludaban desde la virtualidad de la página del grupo, contaban anécdotas y nos recordaban tanto como yo los recordaba a ellos. La sala de profesores de la 11 se pobló de comentarios: los legos en el asunto Facebook se instruían gracias a los otros, los nuevos se enteraban de lo que habían hecho los viejos, relucían anécdotas y se analizaban fotos: “mirá qué linda ésta, que de chica era tan feíta”, “y éste, que era un petiso, mirá ahora la pinta que tiene, si me habrá hecho renegar”, “Y la loquita esta, que decía que iba a hacerse monja, casada por segunda vez y con cinco hijitos”, etc. etc. etc.  Finalmente la racha del inicio se extinguió y casi todos se olvidaron del grupete, que ocasionalmente fue sumando rezagados navegantes nostálgicos.

Por qué les cuento esto. Porque en noviembre me llegó un mensaje desde el grupo contándome que uno de mis ex alumnos había muerto en un accidente en moto.

Me acuerdo de que leí el nombre y no tenía cara, leí que se había matado y quedé aturdida. Levanté la vista de la computadora y dije en voz alta que el chico se había matado… me fijé el año que decía que había promocionado y pensé que ya no era más un chico, me fijé en el nombre de nuevo pero seguía sin tener cara ni voz ni nada, lo copié y lo pegué en el buscador del facebook y ahí estaba, con una bebé en brazos, sonriendo desde la página azul con la misma boca con la que sonreía en mis clases, cuando era un muchachito tímido al que le gustaba dibujar a Gokú en todos sus niveles para las carátulas de la carpeta. Vi la foto y me acordé de la letra apretada redonda … usaba hojas N 5, dije en voz alta, está muerto ahora. “Agregar a mis amigos”, dice, y está muerto, es odiable el facebook. Fue el tema de conversación de la sala de profesores de la 11 esa semana y las siguientes.

En diciembre, alguien escribió en el muro del grupo de la 11 que Esteban, de otra promoción, había muerto en un accidente de moto. Decía la hora y el lugar donde sería velado. Inmediatamente aparecieron otros textos, condolencias, recuerdos, pedidos. Las madres de nuestros ex alumnos lloraban al ex niño, al ex adolescente, al adulto joven caído del precipicio sin guardián que bordea el campo de centeno. En enero, alegremente, se me ocurrió entrar para escribir algo acerca del calor y las vacaciones y Salinger, y encontré únicamente, sobre los fúnebres lamentos acerca de la muerte de Esteban, la noticia de la muerte de Jonatan, otro ex alumno, anunciada por mi colega creador del grupo de facebook devenido tristemente en página de desolación.

¿Cómo puede ser que nuestros queridos chicos se mueran? ¿Cómo es posible que alguien que conocimos se muera? ¿Cómo es posible que exista la muerte? Azorada, atiné a musitar una explicación razonable e idiota… es que siempre debió ser así pero no nos enterábamos porque no existían internet ni las redes sociales…

Escribo esto por dos razones. Una, para expresar mi dolor ante la muerte de estos jóvenes que estuvieron compartiendo conmigo sus anhelos de adolescencia, sus sueños y sus pesares, porque yo soy la de Lengua, y la de Lengua lee lo que escriben creativamente sus alumnos y escucha lo que ellos dicen acerca de lo que han leído, lo que preguntan, lo que entendieron, la de Lengua ve la expresión de la mirada cuando lee en voz alta poesía o cuenta mitos o lo que sea. Y otra, porque a mí realmente me gustaría, además de ser la de Lengua (que es lo que más me gusta hacer y ser), poder ser guardián entre el centeno y salir del claro que es el aula cuando los niños están jugando y poder vigilarlos y atajarlos para que no se caigan al precipicio. Y salvarlos. Sé que es una locura, pero también parece locura enseñar literatura en el claro del centeno. No me importa, es lo que me gustaría esta noche, en la que me conmuevo ante el cachetazo de la noticia de la muerte de los que no deberían haber muerto. 


imagen. Van Gogh, Campos de Oro.