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lunes, 31 de agosto de 2009

El narrador omnisciente

El problema surgió en el momento menos esperado: la semana anterior al casamiento, la Negra le pidió que escribiera algo para decir en el momento en que el curita les diera la bendición. Jerónimo estaba acostumbrado a evitar la escritura y durante el breve noviazgo no había ni asomado la posibilidad de que una lapicera cayera entre sus dedos; la Negra jamás había leído un libro entero y los diarios que podían encontrarse en su casa eran nada más para prender el fuego del asado. Pero ahí tenés: cuando menos te la esperás, te salen con el baldazo de agua helada. La Negra quería, exigía (ya, antes de casoriada la muy turra) palabras de amor escritas en tinta indeleble.

Lo que Jerónimo ocultaba celosamente desde los doce años era su problema con el narrador omnisciente. Antes de los doce las señoritas que había tenido se habían limitado a mirarlo un poco torvamente y a susurrar entre ellas, pero la de séptimo había pegado el grito de alarma y había hecho intervenir al gabinete, la asistente social y la mar en coche. Es que el nene escribe cosas que no debería saber, decía la maestra. Jerónimo, que realmente era nene todavía, asistió pasmado a la revolución que causaron en su hogar los ensayos de cuentitos de sus cuadernos y decidió dejar de ser nene y entrar en la adolescencia. Cuando tuvo profesora de verdad, ya había aprendido a callar la voz narradora y escribía mezclando primera y tercera persona relatos tan sonsos e incoherentes como los de sus compañeros, por lo que pasó desapercibido. Pero la Negra quizás no se ofendería.... o no entendería tal vez y no pasaría a mayores la cosa; Jerónimo era supersticioso y le pareció que comenzar un matrimonio ocultando cosas era malum signum y se iría todo al tacho y otra vez sería su culpa. Agarró la bic.

Negra, querida, como así te llamo (como él la llama, porque todo el mundo le dice Negra y no habría forma de decirle distinto, tan oscura es su cara y su cabello que cae sin gracia como juncos untados de brea en donde se puede encontrar hasta un pingüino muerto si se revisa sin demasiada atención).

Negra, querida. Es éste el día más feliz de mi vida: el día en que escucho de tus labios ante este sagrado altar pronunciar el amor que me tenés y la promesa de que vivirás hasta la muerte como mi compañera (Ignorar las dudas y el vértigo que le producía la decisión de casarse con una mujer como ella había sido trabajoso, por lo que no dudó en apresurar la fecha. Debía poner fin a ese trajinar cerebral que le ocasionaba taquicardia y sudoraciones mientras trabajaba. Él presentía que ella había dicho que sí porque nunca se lo habían pedido antes, y porque tenía pavor ante la posibilidad de que jamás se lo pidieran. Se hubiera casado con cualquiera: con el sodero, con el kiosquero, con quien le arqueara una ceja. Y ese presentimiento le había quitado toda la emoción a la propuesta: "Te querés casar conmigo", "Sí, claro", y ya está, busquemos una fecha. Las razones para explicar el por qué un hombre como Jerónimo había querido casarse con una mujer como ella eran infinitamente más complejas. Pero como Jerónimo estaba entrenado en esquivar ese tipo de cuestiones internas sólo quedaron reducidas a un par de pastillas de ansiolíticos ante las sudoraciones en pleno invierno que lo alertaron avisándole que había algo que esquivar).

A partir de este momento seremos compañeros de vida (ella por temor a quedarse solterona y sola, pensando que no importará mucho el frío que la invade cuando están en la cama; él porque ella es precisamente fría y porque jamás podría comprender una conversación ni un poema ni una alusión histórica ni geográfica ni, ni, ni).

Y precisamente la vida nos espera para que formemos una familia y llenemos una casa con alegría y paz hasta que juntos culminemos nuestra labor en la Tierra y de la mano podamos contemplar los frutos de nuestro amor (Y se casaron, pero las profecías pronunciadas por Jerónimo ante el altar no se cumplieron, quizás por la misma herejía que significaba que un ateo se parara ante un altar a pronunciarlas. La Negra encontró un ondulante latino que le encediera el fuego en las caderas y se fue a Colombia a los seis meses de casada, haciendo abandono de hogar. Tuvo seis hijos allá, tres amantes, catorce nietos y dos bisnietos. Fue inmensamente feliz. En cuanto a Jerónimo, cuando la Negra lo abandonó tomó conciencia de que en realidad la amaba mucho y que precisamente su frigidez y su necesidad de amor eran lo que lo había llevado a imaginar una vida con ella. Se sumergió en un pozo de depresión cuando ella se fue, perdió su trabajo, se enamoró años después de una chica 22 años menor que él que jamás lo correspondió y falleció atropellado por un subte cuando se inclinó sobre las vías imprudentemente para recoger un billete que se le había volado del bolsillo).

Jerónimo arrojó la Bic bien lejos y arrugó el papel hasta volverlo una masa informe. Había sido culpa de ella, para qué le había pedido que escribiera si hacía años que tenía el narrador omnisciente controlado. Estaba todo arruinado: no se casaría nada. Se marcharía a alguna provincia, a algún lugar sin subtes ni papeles ni lapiceras. Y todo culpa del narrador omnisciente. 

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