Una de las cosas
que unen prácticamente a la humanidad entera es la experiencia de haber sido
alumno adentro de una escuela. Cada uno de nosotros sabe de primera mano,
porque lo vivió y lo experimentó durante años, lo que significa el sonido del timbre, tener
que permanecer sentado en su silla durante una clase, lo que significan el
recreo, los compañeros, los exámenes y los maestros.
Los tiempos van
cambiando y las generaciones adoptan formas nuevas, pero la escuela permanece
prácticamente igual, atravesando el tiempo en un viaje que la ha golpeado y
vuelto vetusta, pero no la ha derribado. Los alumnos crecen, transitan su
niñez, dejan luego de ser adolescentes, dejan de ser alumnos y conservan dentro
de su corazón el recuerdo de lo que fue ir a su escuela. Es en ese transcurrir que
existió, existe y existirá donde todos aprendimos a leer, a escribir, a
compartir, a razonar, a resolver problemas, a cuestionar, algunos mejor y otros
peor, tengamos la edad que tengamos y hayamos ido a la escuela que hayamos
ido.
Sin embargo, hay
en esta experiencia escolar que describo como común, una vivencia que
únicamente conocen los que son profesores o maestros. Año tras año, los que
somos docentes recibimos a cada uno de esos grupos de alumnos y compartimos con
ellos lo mejor de nuestras experiencias, nuestros saberes, nuestros valores,
alegrías y emociones. Cada año es una oportunidad nueva para trabajar juntos y
sembrar lo necesario en nuestros alumnos para que aprendan contenidos,
adquieran habilidades y sean personas íntegras, buenas y solidarias.
Se es alumno durante una etapa, más o menos larga,
depende del camino que vaya construyendo cada persona. Pero cuando se es
docente, la escuela se transforma en tu otra casa. Las aulas se convierten en
posibilidades, las horas compartidas con tus alumnos se vuelven la concreción
de tus proyectos. ¿Y qué son los proyectos sino sueños? Un docente es un enorme
soñador. Un docente es un soñador de mundos mejores habitados por personas
mejores.
Escribo estas palabras pensando en Beatriz, una soñadora
de personas que desde hace veinte años concreta sus proyectos dentro de este
edificio que se le volvió su otra casa a fuerza de caminar sus pasillos, de
engalanar sus paredes con sus carteleras cariñosas, de escuchar sus cuentos,
sus poesías, sus historias y su voz. Veinte años dentro de la misma escuela
significa haber sembrado una inmensidad en esta partecita de Ciudadela, haber
unido generaciones de chicos y chicas por el sentimiento de la pasión por el
aprendizaje, la curiosidad ante lo desconocido, el amor por el arte.
Intenté despojar de frases hechas mis palabras, pero no
voy a poder evitar esta: se dice que la docencia es la profesión en donde uno
siembra, pero no es el que cosecha. Yo creo que en el caso de Beatriz eso no
sucede. Ella es tan apasionada en su tarea de concretar sus sueños que cada uno
de sus alumnos y ex alumnos inmediatamente muestran sus frutos en sus
conductas, en sus acciones, en sus aprendizajes, en el día a día de nuestra
querida 18 y afuera, en el barrio, en lo que llamamos “la vida real”, mientras
estamos viviendo inmersos en esta vida de sueños y posibilidades, a salvo,
resguardados, siendo alumnos adentro de
la escuela.
Todos los profesores de la 18 recibimos a los alumnos de
Beatriz o los compartimos con ella. Sabemos que es una profesora que ha
sembrado, que ha dejado huella en cada uno de ellos. Cosechamos sus logros. Aprovecho
este momento para decirle a Bety que en mí también ha dejado su siembra, y me
atrevo a decir que en cada uno de sus compañeros de trabajo. Es mi mayor deseo
seguir compartiendo muchos años más la experiencia de vivir cada día de la 18
con ella, soñando proyectos de un futuro
mejor, juntas.
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