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lunes, 10 de agosto de 2015

La Isla del Alumno Autodidacta

Este relato fue publicado en dos partes en: http://blogs.infobae.com/proyecto-lector/2014/06/27/la-isla-del-alumno-autodidacta-parte-1/
y en: http://blogs.infobae.com/proyecto-lector/2014/07/04/la-isla-del-alumno-autodidacta-parte-2/


13. La Isla del Alumno Autodidacta


Primera Parte.
Hace más o menos diez años, un excéntrico multimillonario al que llamaremos “X” notó con disgusto que los empleados de su empresa no trabajaban con el ahínco que esperaba. Contrató un equipo de especialistas para averiguar la causa de semejante desidia y, entre las posibles razones que ellos encontraron, una le pareció la culpable por sobre las demás: todos los empleados haraganes tenían hijos adolescentes. El adinerado señor tenía motivos personales para creer que ésa era la clave: su hijo de 13 años lo tenía angustiado, mareado y desvelado. “La piel de Judas”, pensó al recordarlo. Y contrató un doctor especialista en educación, entonces.
Como llegado a este punto, al señor X le dio fiaca continuar involucrándose en la investigación que él mismo había iniciado, puso una considerable suma de dinero en las manos del erudito, le encargó que incluyera a su propio hijo en el proyecto y se olvidó por un tiempo del asunto.
El doctor sabio vio la posibilidad de llevar a la práctica una de sus teorías. Compró una pequeña isla y convenció a los empleados del señor X de que le entregaran a sus hijos para realizar una experiencia revolucionaria y educativa allí. Fundó desde su escritorio la  ”Isla del alumno autodidacta”, basada en el sencillo principio de la “autoeducación autodidacta por medio de las tecnologías modernas”. La idea era vieja, pero engalanada con dinero y artefactos de última generación, parecía acertada. Todos sabían, ya en esa época, que la escuela tradicional era algo obsoleto. Y todos (menos el sabio, que no tenía hijos ni sobrinos y se sentía incómodo con los adolescentes, hecho por el cual los evitaba desde su propia, dolorosa y olvidable adolescencia) estaban en la misma situación inconfesable: no sabían qué hacer con sus hijos. Así que aplaudieron unánimemente las ideas del doctorcito, que muy impresionado hasta él mismo con su oratoria, su valor y su eficacia, logró sin tener la necesidad de viajar que en tiempo récord el edificio estuviera abierto para los educandos autodidactas, que comenzaron a deambular libremente por allí, conectados a sus músicas, juegos y aparatos.
El proyecto fue mutando: no por nada era una experiencia piloto, y el sabio estaba dispuesto a ser indulgente consigo mismo. El primer mes contrató un ejército de docentes especializados, elegidos estrictamente entre los mejores de sus respectivas áreas. Su función era estar ahí, al alcance de la mano del educando, por así decirlo, en caso de que éste tuviera una pregunta o necesitara orientación para algo. Se suponía que los jóvenes poseían innatamente la curiosidad y la avidez por el conocimiento que caracterizan a los seres humanos, así que ¿por qué no esperar de ellos preguntas más o menos funcionales, en el período de su autoinstrucción? Un equipo de nutricionistas se encargaba de la alimentación en la isla, había campos de deportes equipados profusamente y un gimnasio digno de un hotel de lujo. Todo estaba preparado para que las cosas anduvieran sobre rieles. El hijo del señor X había abandonado su prestigioso colegio privado y estaba ahí, en un ejemplo increíble de justicia e igualdad social (el sabio sentía un nudo en la garganta cuando pronunciaba esa frase y se le ponía la piel de gallina de la inmensa emoción). Y agregaba la pregunta retórica, dejada para el final:  ¿Qué podía tener de malo la autoeducación? Los más grandes sabios de la historia de la humanidad fueron autodidactas.
Las cosas cambiaron un poco cuando terminó el primer trimestre. Un equipo de docentes enviado por el Ministerio de Educación del país donde vivían los papás de los niños, el sabio y el olvidadizo señor X, viajó a la isla para realizar la evaluación parcial de los aprendizajes realizados por los chicos. Era la única condición que le habían puesto a la experiencia piloto para otorgar certificados oficiales y reconocer su validez.
En la isla no importaban la edad ni los conocimientos previos de los educandos. La única normativa era que los docentes no debían inmiscuirse ni molestar a los alumnos mientras se autoeducaban. La tecnología disponible tenía en los escritorios de sus pantallas las orientaciones mínimas, los gérmenes del conocimiento, lo que los docentes tradicionales llaman “contenidos mínimos obligatorios”. Se esperaba que los jóvenes construyeran sus propios valores, se edificaran como ciudadanos, multiplicaran sus capacidades, sintieran nacer, crecer y desarrollar sus inquietudes mediante la manipulación de las máquinas. Internet evacuaría las dudas, brindaría las herramientas. Internet, hace diez años, ya era la biblioteca madre de las bibliotecas, la videoteca de las videotecas. Allí figuran los contenidos que un ser humano puede imaginar, ahí, al alcance de la vista de cualquiera. (El sabio, cuando pronunciaba esta frase sobre internet, se conmovía con su propia oratoria y sus ojos se humedecían de entusiasmo). Además, los docentes cobraban su sueldo igual, fueran o no solicitados sus servicios. ¿Qué podía salir mal?
En teoría, si a los 13 años un chico lograba demostrar ante los evaluadores del Ministerio de Educación que estaba capacitado, podría ingresar en la universidad, ¿por qué no? Y si tardaba más en adquirir los conocimientos, hasta los 18 años, por ejemplo… ¿cuál era el problema? Los tiempos de cada individuo son diferentes, y en la isla, la individualidad de los jóvenes se respetaba por sobre todas las cosas. Y ni hablar del ocio creativo y sus beneficios. Ni hablar.
En la práctica, esto fue lo que sucedió:
CONTINUARÁ (y finalizará) LA PRÓXIMA SEMANA
 Comentarios de la publicación de la Primera Parte:
Yésica (inició sesión en messenger): ¿Desde cuándo estas notas van divididas en partes? Yo te digo cómo termina: bien, los pibes no son ningunos giles.
Jorge (comentarista destacado): Yésica, vos sola en el universo debés usar messenger. Este artículo es pura sanata, si hubiera existido la isla esa ya nos hubiéramos enterado, si yo leo este diario todos los días y no sé nada. Además, ¿por qué le pone X la mina esta al tipo? Siempre protegiendo a los poderosos que se la mandan.
 María: ¡Qué lindo, el cuentito! ¡Siempre escribís cosas lindas, nene!
Jorge (comentarista destacado): María, andate al carajo.
Juan: $$$$#”&%&//()&&&
Pedro: ¡Ni el PAPA nos va a salvar!
Segunda parte (Final):
La comisión del Ministerio volvió con el ceño arrugado y un visible malestar. Todos los jóvenes se habían negado rotundamente a realizar las pruebas que ellos les habían entregado. Algunos habían roto los papeles, los habían pisoteado, se habían enojado. Otros, después de escribir sus nombres en las hojas, ante la insistencia inusitada de los profesores desconocidos, habían garabateado frases como: “No ago la prueva por que no tengo la gana”. Junto a los evaluadores, la mitad de los docentes de la isla volvió al continente y presentó su renuncia. El señor X no emitió comentario alguno, pero mandó a buscar a su hijo y lo internó en un colegio más privado y prestigioso que el anterior a la experiencia isleña. El sabio leyó de reojo en uno de los informes: “Ningún alumno de la isla formuló preguntas o requirió los servicios del plantel docente”. Vio, entre puntos luminosos, desfilar  frases sueltas: “Jamás me sentí tan humillado”,“Vejado”“Frustrado”“Como si yo no existiera”… “Insultado en mi dignidad de maestro”. No leyó lo demás. Le pareció una injuria innecesaria.
A pesar de que ninguno de los chicos aprobó prueba oficial alguna, con la excepción de X, los padres no tuvieron objeciones. X no había dicho nada, así que “el que calla, otorga”, pensó el sabio, quizás tuviese razones personales para privar a su hijo de la experiencia isleña. No se desesperó. Los empleados de la empresa veían a sus hijos cuando lo deseaban mediante un sistema de video cerrado, hablaban o chateaban con ellos a diario. Algunos habían hecho apuestas sobre el hijo de quién aprobaría las pruebas antes. El rendimiento de los empleados había mejorado notablemente; el señor X estaba conforme y continuaba aportando el dinero para el proyecto.
El erudito escribió seis libros sobre la experiencia autodidacta, omitiendo los incómodos (por el momento, esperaba internamente), resultados e informes docentes. Elevó la velocidad de internet en la isla y autorizó la apertura de un local de comidas rápidas, a pedido de los chicos, que “merecían” ese incentivo. Escribió sobre los enormes potenciales de los jovencitos, olvidando que no los conocía, que no tenía la menor idea de lo que esos mismos jovencitos estaban haciendo allá lejos, sin las caricias de sus padres, sin la palabra atenta de sus docentes, solitarios en la escuela que no era escuela. Pequeñas islas adentro de una isla.
Así llegó otro año, pasó otro, pasaron otros. En el escritorio del sabio hubo más informes, que decían exactamente lo mismo que los anteriores. Tenía que ser un error. Era evidente que no podía ser cierto. Los padres estaban contentos, el señor X no había recordado el asunto, los chicos no mostraban señales de querer volver, ningún accidente había ocurrido, los libros sobre la isla eran best seller y el sabio estaba a punto de presentar su candidatura como Ministro de Educación en el continente. Bastaba con ignorar los papeles… o eso pensaba el erudito. Porque la vida tiene vericuetos impredecibles.
El señor X falleció. Así, de improviso, como suele suceder esa circunstancia. Su joven heredero, al revisar cuentas, consideró que la suma de dinero destinada a la educación isleña que se brindaba a los empleados era una cantidad exorbitante y aranceló la famosa escuela. Sabía a qué atenerse: había estado en la isla y realizado la experiencia. En su privado y prestigioso instituto había tenido que estudiar como nunca para recuperar el tiempo que había pasado sin hacer nada allí. Si lo hubiera deseado, el joven muchacho ex isleño hubiera podido derribar de un plumazo los trece best sellers sobre educación autodidacta del nefasto sabio. Pero había heredado no sólo la empresa, sino la fiaca del temperamento de su padre. “Que haga la suya”, pensó, “a los que tenemos la plata, a los que manejamos las marionetas, no nos viene mal la carne de cañón”. No por nada lo llamaba cuando pibe “la piel de Judas” el papá. Una joyita, la moral del nene.
El erudito, el año que se privatizó el proyecto, de pura indignación, escribió su libro número catorce. Fue tan exitoso como los anteriores, hecho que motivó que estuviera muy ocupado el día que regresaron los originales jóvenes autodidactas de la isla (los padres de estos chicos eran empleados y no podían pagar cuotas elevadas en escuelas ubicadas en islas exóticas). Estaba de gira, dando conferencias sobre la educación autodidacta, por esa razón no ocupó el lugar de honor que le habían reservado en la ceremonia de bienvenida. Las teorías del sabio eran consideradas revolucionarias; ni siquiera él había pensado que los fracasos en las evaluaciones de los jóvenes podían ir en contra de su éxito editorial y promisorio futuro como político. Los padres estaban contentos; abrazaban a sus azorados hijos, les decían “qué bueno verte en carne y hueso”, “cómo creciste”, “ya tenés más barba que yo” y frases por el estilo. Las habitaciones de los niños, convertidas durante su ausencia en otras cosas, volvieron a ser habitaciones. Los chicos, contra absolutamente todo lo que esperaban los resentidos docentes que habían renunciado al proyecto (que eran los únicos que esperaban algo malo, en realidad, de puro anticuados y malvados, al parecer), se insertaron en sus antiguas escuelas tradicionales, con o sin sus antiguos compañeros, como si nada. Eso sí, volvieron a fracasar en las pruebas de las comisiones evaluadoras. Pero como eso le pasaba a la mayoría, nadie pareció atribuirlo a la experiencia isleña ni emitió comentario alguno.
Arancelada, paulatinamente la escuela de la isla se transformó en exclusiva, original y tradicional escuela. Los papás pagaban sus cuotas, por lo tanto, se inmiscuían y pretendían que los hijos estudiaran y aprendieran. No sólo lo pretendían, lo exigían: querían una es-cue-la. Con profesores, trabajos prácticos, deportes, plástica, música y pruebas orales y escritas. Y certificados oficiales.
El otro cambio se produjo en la empresa del difunto X, donde el joven heredero dejó de contratar adultos jóvenes y prefirió los adultos mayores, sin hijos. Y cuando el erudito sabio se suicidó luego de perder en las elecciones (un desgraciado y resentido ex docente de la isla había publicado informes sobre los rendimientos académicos de los chicos en un diario opositor, con un éxito demoledor para las teorías autodidactas), envió una corona de flores con el nombre de la empresa de su padre a la casa velatoria. Si algo había aprendido en la escuela, era a tener buenos modales. En la utópica y ridícula isla del alumno autodidacta no, ahí no había aprendido absolutamente nada, en la escuela verdadera. En la escuela. Es-cue-la.

FIN
 Comentarios correspondientes a la publicación de la segunda parte:
Yésica (inició sesión en messenger): Esperé una semana para leer el final de esto y les digo VIERON QUE YO TENÍA RAZÓN, NINGUNOS GILES LOS PIBES.
José (comentarista destacado): Yésica, vos sí que estás al cuete.
Matías (comentarista estrella) : ¡Ese sabio se merece la ORCA por desgraciado!
Yésica (inició sesión en messenger): ¡Con delfines, con delfines!

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